La poeta Inger Christensen fue una profesora danesa de matemáticas hasta que decidió trocar los números por las letras. Tal vez por eso su poemario Alfabeto sigue una secuencia numérica que se da también en la naturaleza. La secuencia Fibonacci es el patrón que siguen las hojas en su disposición sobre los tallos, o el árbol genealógico de las abejas. En su Alfabeto el primer poema tiene un solo verso, el siguiente 2, y a partir de ahí los siguientes suman el número de versos que tienen los dos anteriores poemas: 1, 2, 3, 5, 8, 13… A esta secuencia Christensen añade la peculiaridad de que cada uno de sus poemas comienza por una letra correlativa de nuestro alfabeto. De este modo las primeras piezas del poemario son breves, apenas una enumeración de palabras, un nombrar el mundo como constatando su existencia:
«Los albaricoqueros existen, los albaricoqueros existen».
Esta mirada aparentemente inocua va ampliándose con el número de versos en una progresión que recuerda a otro modelo matemático que también se da en la naturaleza: el de la espiral, pero no la dibujada en la concha de los caracoles con su connotación de lentitud, sino la de los tornados. Los poemas de Christensen van aumentando su radio de acción y con él su velocidad, precipitándose y atrapando la atención del lector en una profundidad hipnótica.
En esa espiral de dimensiones infinitas Christensen alcanza los temores de la guerra fría y la amenaza nuclear (Alfabeto se publicó en 1981) desde su pequeño y seguro rincón de Dinamarca a los lejanos atolones del Pacífico o las desgraciadas ciudades niponas que sufrieron las consecuencias de la bomba atómica.
Sexto Piso
“La bomba atómica existe
Hiroshima, Nagasaki
[…]
yo estoy
en mi cocina pelando
patatas; el grifo del agua
está abierto y casi
ahoga los gritos de los niños
que juegan en el patio;
Los niños gritan y casi
ahogan los trinos de los pájaros
que están en los árboles; los pájaros
cantan y casi
ahogan el susurro
de las hojas al viento;
las hojas susurran
y casi ahogan
con su silencio el cielo,
el cielo que resplandece,
y la luz que casi
desde entonces se ha parecido
al fuego de la bomba atómica
un poco”.
El uso de las minúsculas al inicio de cada verso, la escritura aparentemente enumerativa donde se contrastan pequeños episodios cotidianos con vicisitudes universales hacen ver a la primera persona de este poemario como un ser pequeño y delicado que se presenta en una soledad rodeada de frío. En heme aquí junto al mar de Barents Christensen completa una vuelta al mundo en un sentido vertical, desde el propio mar de Barents “que parece como si siempre hubiese estado solo” pero al que abrazan los témpanos de hielo a la deriva, y más allá el océano Ártico, también aparentemente solo, pero detrás de los cuales está Alaska y así consecutivamente hasta dar la vuelta al globo y regresar al punto de inicio donde se encuentra ella “completamente sola junto al mar de Barents”.
Esa soledad está acompañada por evocaciones que provienen a menudo de su propia familia a partir del aroma de un plato caliente que preparaba su madre o la crema de albaricoques de su abuela:
“Sé que está muerta, pero el aroma
es tan intenso que el cuerpo que lo percibe
se convierte él mismo en fruta”
“mi madre sale
con una escudilla humeante
un poco de carne que ha calentado
en la hoguera de la Estrella Polar
hablo con la muñeca que se parece a mí
sobre lo que uno entiende
por dicha irrenunciable”.
En esa íntima y fría soledad está el eco lejano de las bombas, de disparos, y de sueños que la gente deja olvidada en hoteles. Por todo ello podríamos inferir que nos hallamos frente a un poemario entregado al pesimismo. Incluso en uno de sus poemas Christensen ahonda en la capacidad humana para la aniquilación a partir de los artefactos que es capaz de crear, y lo asume admitiendo su inevitable muerte, tras lo cual se dice a sí misma:
“Piensa como
un pájaro que construye su nido,
piensa como una nube, como
las raíces del abedul enano
piensa como piensa una hoja
de un árbol […]
mira sólo
la sencillez de un signo
en el que como un ser
se refleja
la verdad, clemente; deja
estar las cosas; junta
las palabras, pero deja
estar las cosas; mira
con qué facilidad
encuentran refugio
detrás de una piedra; mira
con qué facilidad
se deslizan dentro
de tu oído y susurran
a la muerte que se vaya”.
Hay, además, un motivo recurrente de esperanza a lo largo de todo el poemario: la rama blanca del albaricoquero en flor, el verso con el que abre su particular alfabeto y que reaparece en diversos momentos. Es curiosa le elección de este árbol. Un año después de que la bomba atómica destrozara Hiroshima, a solo un kilómetro del epicentro de la explosión, otro árbol, el ginkgo biloba, brotaba en ese escenario de horror. El ginkgo es considerado un fósil viviente de la botánica, una especie que ha sobrevivido de otra época. El ginkgo, en oriente, también es conocido como albaricoquero plateado.
Óscar Sotillos (Barcelona, 1973). Ha publicado los libros de relatos 'María Triste y el cuentacuentos'; 'La Fruta del tiempo' (1999 y 2008), la novela 'La Orilla de las palabras' (2010); la miscelanea de poesía, poesía visual y microrrelato 'El púgil sin sombra'. Dirigió el programa de radio y poesía: 'SPAM: sobren paraules mortes' y coordina el colectivo de poesía visual 'El Píxel en el Ojo'. Actualmente oye voces y algunas las pone por escrito en su blog.
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