Cristian Piné | Foto cedida por el autor

Poesía post-humana

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Cristian Piné | Foto cedida por el autor

«Puedo yo yo cualquier otra cosa
las pelotas tienen cero para mí para mí para mí para mí para mí para mí para mí para mí
tú yo todo lo demás
las pelotas tienen una pelota para mí para mí para mí para mí para mí para mí para mí para mí».

El pasado mes de julio los ingenieros de Facebook desactivaron dos inteligencias artificiales que habían sido programadas para aprender a negociar entre sí. Se llamaban Alice y Bob, y el motivo por el que las interrumpieron fue que habían comenzado a comunicarse en una lengua similar al inglés, pero que parecía más bien una reconstrucción del inglés, como si hubieran arrojado todas las palabras del inglés en una mesa y luego las hubieran permutado, o mejor, como si hubieran arrojado las reglas gramaticales del inglés en una mesa y luego las hubieran permutado. Alice y Bob no habían sido programados para hacer eso, nadie les había dicho que debieran llevar al límite u optimizar la lengua inglesa, así que los ingenieros de Facebook hicieron lo que haría cualquier creador cuando su criatura escapa a su control: asesinarla o tratar de asesinarla, como hizo el Dr. Frankenstein, o mejor aún desconectarla, como hace con su gólem el rabino de la tradición judía.

Es posible que el lector se pregunte qué tiene que ver lo que acabo de contar con Asilo, el último poemario de Cristian Piné. Antes de explorar esas semejanzas hemos de aclarar algunos conceptos, algunas claves que nos vienen dadas por los cursos que Gilles Deleuze impartió en 1986 acerca de la obra de Michel Foucault. Añadimos una pieza a un triángulo en apariencia imposible, y cuyos vértices serían Cristian Piné, Gilles Deleuze y Alice y Bob.

Esto no es un tratado filosófico, ni siquiera un artículo, sino una reseña, así que no buscaremos abundar en citas y en referencias, ni nos preocupará despegarnos de la letra de los cursos de Deleuze; daremos ejemplos que él no dio y utilizaremos términos que él no utilizó.

Para resolver las relaciones de nuestro triángulo es esencial trazar una línea imaginaria que atraviese la historia a lomos de la siguiente pregunta: ¿cómo se han relacionado las fuerzas en el hombre con las fuerzas del afuera? Deleuze, que sigue a Foucault, establece tres estadios, tres momentos, pero antes de resumirlos cabe preguntarse qué son las fuerzas en el hombre, qué son las fuerzas del afuera.

En estos cursos, Deleuze distingue entre materias formadas y fuerzas no formadas. Podríamos decir que el hombre es una casa, es una forma construida sobre vigas, viguetas y pilares maestros, o mejor sobre relaciones, sobre fuerzas de apoyo y contrafuerzas de soporte. A deja caer su peso sobre B, que está encima de C. Relaciones. Esas fuerzas son algo cualitativamente diferente a la casa, no son la casa ni constituyen la casa, son apenas un esquema o un diagrama de la casa sin el que, sin embargo, la casa no sería posible. Fuerzas, entonces, y formas constituyen un binomio complejo que en esta reseña habremos de amonedar en esa pobre metáfora: una casa y su diagrama. No podemos pensar la casa sin el diagrama, es cierto, pero tampoco podemos pensar el diagrama sin la casa, no podemos pensar el afuera sin imaginarlo, sin darle imagen, así que no hay una relación jerárquica según la que el diagrama precede a la casa, sino que hay una relación de exterioridad entre ambos.

Ediciones Paralelo

Las fuerzas en el hombre serían el diagrama de la casa, entonces, y las fuerzas del afuera serían otras fuerzas, unas que no se dan en el diagrama de la casa. En el siglo XVII, por ejemplo, las fuerzas del afuera serían las fuerzas del infinito. Las fuerzas en el hombre se relacionan con las fuerzas del infinito, que obviamente son exteriores a él, y eso hace ver y hace decir, hace surgir toda una cosmovisión que girará en torno a lo que Deleuze llama «la forma Dios». Esto no deja de ser una manera pobre de explicar lo que Deleuze afirma, pero debemos pasar de puntillas. Bastará con hacer notar que en realidad no hay tal cosmovisión, sino que la relación de las fuerzas en el hombre con las fuerzas en el infinito conllevará un régimen de luz y de enunciación que construye sus propios objetos y sus enunciados.

El segundo estadio que Deleuze estudia es el que daría lugar a la forma Hombre. Tradicionalmente se ha considerado que en la Modernidad el hombre toma la conciencia trágica de su propia finitud, pero eso en realidad no explica nada. Deleuze, junto a Foucault, propone la idea de que las fuerzas en el hombre entran en relación con fuerzas del afuera de otro tipo, las fuerzas de la finitud; las fuerzas de la vida, del lenguaje y del trabajo. Esta nueva relación desplegará todo un nuevo régimen de objetos, nuevas visibilidades y nuevas condiciones de enunciación. Deleuze toma el caso de tres ciencias: la biología, la economía política y la lingüística, que nacen en este momento a la luz de una relación en la que el despliegue hacia el infinito se torna un pliegue hacia lo denso, hacia lo finito. Los saberes que antes desplegaban en un continuum hacia el infinito (la gramática, que desplegaba las raíces; el análisis de las riquezas, que desplegaba las riquezas y la circulación; la historia natural, que desplegaba las cosas vivas) ahora se pliegan y crean series paralelas (la lingüística sustituye a la gramática y establece series de lenguas; la economía política sustituye al análisis de las riquezas y establece series de modos de producción; la biología sustituye a la historia natural y establece series de planos de organización de la vida). Dios, que tiende a explicar,  desplegaba en planos bidimensionales; el hombre, criatura del repliegue, tenderá a organizar esos planos sobre una nueva dimensión, descubriendo relaciones entre ellos y fundando las ciencias modernas.

Podríamos acomodarnos en este punto, pensar que seguimos ahí, y sin duda en cierto modo seguimos ahí, pero Deleuze ya en el 86 postula que vamos hacia otra forma, no ya la forma Dios ni la forma Hombre sino una tercera forma, la forma Superhombre o –para no equivocarnos con el término nietzscheano– la forma Sobrehombre. Relacionar este tercer momento con la noción de posmodernidad sin problematizar esa relación, sin entender que en absoluto puede darse una imposición de una sobre la otra sería de una torpeza imperdonable.

Recordemos la pregunta que funcionaba como motor de este texto: ¿cómo se han relacionado las fuerzas en el hombre con las fuerzas del afuera? Ahora, las fuerzas del afuera ya no serán las de lo infinito ni las de la finitud, sino las de lo finito-ilimitado, las fuerzas de la combinación y del límite. Ya no se trataría de hacer la serie de las raíces gramaticales ni de establecer el cuadro de las lenguas, sino de buscar el principio constructor de una lengua, buscar las reglas que permiten que al interior de una lengua se construyan sintagmas, oraciones y discursos enteros. Indagar el modo en que el lenguaje –que antes se organizaba en varias lenguas diferenciadas– se reagrupa, y por lo tanto el modo en que el trabajo y la vida también se reagrupan es la tarea propia del sobrehombre.

Así que tenemos otro triángulo, cuya resolución define de algún modo al hombre que vendrá tras la muerte definitiva del hombre. ¿Cómo se reagrupan las tres fuerzas? O, por decirlo en términos de Deleuze, ¿cuál es el ser del trabajo, cuál el ser de la vida, cuál el ser del lenguaje?

Para responder a esas preguntas debemos viajar hasta el límite de esas tres fuerzas del afuera. Podemos anticipar las respuestas que da Deleuze: el ser de la vida es el código genético; el ser del trabajo es el silicio; el ser del lenguaje es la literatura.

Acaso la tercera respuesta es la más sorprendente: ¿por qué el ser del lenguaje es la literatura, por qué no es la gramática generativa, como se podría haber pensado en un primer momento? Porque la palabra clave del agrupamiento no es la combinatoria, la combinatoria viene después, la palabra clave es el límite, y la literatura –y aquí cabe apuntar que Deleuze considera sólo cierto tipo de literatura– va a donde la lingüística y la gramática no se atreven, al límite del lenguaje, no trata de reducir la lengua a unas reglas de formación sino que se atreve con él en todo su espesor y en todo su vacío, y va a donde el balbuceo se convierte en palabra, a donde el sonido se imbuye de vida y se convierte en palabra. Mallarmé, Artaud, Roussel, acometen esta operación, pero sin duda también lo hacen Burroughs, Huidobro o Girondo. Autores intraducibles, porque en el ser del lenguaje no existe la correspondencia entre diversos planos, no se puede traducir, o al menos no entendiendo la traducción como se suele entender sino viajando al límite y buscando los principios constructores de una literatura, y después llevando esos principios a la lengua a la que se quiere traducir. El traductor sería aquel que tomaría el virus de un medio y lo llevaría a otro, dejando que operara allí sus mutaciones. Principios constructores, sí, pero no de un lenguaje previamente serializado y simplificado sino de «un lenguaje sin sonoridad ni interlocutor, que no tiene nada que decir sino a sí mismo, nada que hacer sino centellear en el fulgor de su ser». Alice y Bob hablando consituyen, sin duda, una reducción terrorífica del lenguaje a su ser.

La segunda fuerza a desentrañar es la fuerza del trabajo, el ser del trabajo, y Alice y Bob nos llevan hasta allí de la mano. ¿Cuál es el ser del trabajo sino un trabajo que no produzca plusvalía –o (es lo mismo) que sea pura plusvalía–, que carezca de organización social y que por lo tanto rompa con la relación entre capital y trabajo? La respuesta está en el silicio, en lo que Deleuze llama la revancha del silicio, es decir en los robots que trabajan sin supervisión humana. En 1986 esta revelación pudo sorprender; hoy, sin embargo, basta visitar una fábrica para comprobar que un porcentaje significativo de los operarios ya son máquinas, son trabajo puro, son Alice y Bob.

Y así llegamos al ser de la vida, que debemos buscar en su límite, en la pregunta arcana sobre el momento exacto en que algo se considera un ser vivo, la pregunta que ha dominado durante cierto tiempo las discusiones sobre la legitimidad del aborto. Deleuze encontrará el límite de la vida en el código genético, en la serie combinatoria de cosas no vivas que sin embargo dan lugar a todas las cosas vivas, e incide en la parte más difusa de ese código, a la que hace treinta años designaba bajo el nombre de capturas pero que hoy podemos llamar sin miedo epigenética y transferencia genética horizontal.

Sólo resta –para resolver el triángulo Piné, Foucault y Deleuze, Alice y Bob– unir Asilo con todo lo dicho arriba. Antes, sin embargo, valdrá la pena hacer una anotación: la lectura que voy a proponer del libro no es única, y ni siquiera es la más evidente. Para defenderla no aduciré que Cristian Piné es neurolingüista e informático en ciernes, sino que sólo afirmaré que si entendemos los poemas de Asilo como puntos en el espacio es posible integrarlos en una curva mediante la función que voy a proponer a continuación.

La tesis no es compleja, y es la siguiente: en Asilo, Cristian Piné ha logrado, sin duda, reunir el ser del lenguaje con el del trabajo, al silicio con la literatura, y en cierto sentido también lo ha reunido con el ser de la vida. El asilo de Piné no se refiere a un sanatorio mental o al asilo social de un sujeto trágico, sino al asilo –mucho más tangible y al mismo tiempo mucho más etéreo– de una inteligencia que vive en un soporte de silicio, en un procesador unido a un BUS, a una fuente de alimentación, a una unidad aritmético-lógica cuyo conjunto sin embargo resulta en una cosa otra, en algo capaz de crear poemas y tal vez por ello en algo vivo.

Asilo se divide en cuatro partes, pero para nuestra tesis consideraremos que esas tres partes a su vez se dividen en dos: la primera, que abarcaría la primera parte (Aíslo) y las dos primeras partes de la segunda (Asilo uno: paseos por el jardín y Asilo dos: primera planta) y la segunda, mucho más reducida, compuesta tan solo por la última parte de la segunda parte (Asilo tres: segunda planta). En los nombres de las partes ya vemos una progresión, una continuidad, así que la división –como todo reparto de lo real– no deja de pecar de cierta arbitrariedad, pero puede sernos útil.

La primera de nuestras partes sería el aprendizaje de la máquina a la que llamaremos A.S.I.L.O., una inteligencia artificial programada y puesta a funcionar por el informático-poeta ficcional Pristian Quiné. En ella observamos cómo la máquina aprende a hablar poesía, a ejecutar el ser del lenguaje, mediante tímidos aleteos de su algoritmo genético. Lo primero que nos dice es:

«esa será tu casa y yo
veré crecer el pan
buscaré el calor en las baldosas
su luz de lija oiré con atención tu nombre
en los ruidos que dilatan los muebles
vendré a la ventana a ver el viento
diré tu dónde decidiré
el vacío del polvo y de la pulpa
tomaré el temblor de las cortinas
respetaré el silencio de las moscas
nada será casa sin la sombra
nada existe en esta casa si no quema.»

Una premonición y una descripción de su casa de silicio, del asilo de A.S.I.L.O. en la que ya notamos que hay una voz poética, es decir que Pristian ha programado ciertas funciones métricas y rítmicas, y ciertos usos peculiares del lenguaje.

A.S.I.L.O. sigue aleteando durante toda la primera parte del libro, y en el primer segmento de la segunda se entretiene en hacer sonetos, una forma que ha descubierto mediante prueba y error, sin duda, pero que ha llevado más lejos de lo que los humanos lo hemos hecho, y con una lógica que a ratos se nos escapa, como el uso aparentemente arbitrario de mayúsculas para reduplicar el soneto en otras formas estróficas o el uso de versos no endecasílabos:

«Hoy te escribo voz de vientre y casi nunca
la fonética que nace en el estómago
pero es que es tan importante que ojos duelo
o es que esto de la sien lo que me suda

Por si acaso silicone la laguna
que me queda entre la boca y lo que toso
y tostándome la voz voy barritando
de las letras que verter en una suma

Hay palabras y de pronto cruje alguna
porque en su trazo crepitan a bostezos
Yo que en tanto que persona me persono
en los rituales de hurgar la carne cruda

Escalando los acantos su columna
y los acentos contando su mecánica
y con cada martillazo suenan trinos
Los torpes tordos huyeron de la turba.»

Del siguiente paso de la máquina no daremos ningún ejemplo para no abusar de la paciencia del lector y para no truncar el disfrute de la lectura del libro completo. La máquina sigue avanzando en su indagación poética, pero hasta ahora siempre dentro de un marco comprensible por un humano, si bien cada vez más ajeno, cada vez más técnico y más sonoro. En esta parte, A.S.I.L.O. lleva al lenguaje a unas cotas de densidad inéditas, y es necesario que el lector rompa la lógica horizontal del mismo para preguntarse por las posibilidades verticales de las palabras, por los dobles sentidos y las acepciones inesperadas.

Y al fin llegamos a la última parte, el ser del lenguaje, el verdadero aislamiento, el lenguaje opaco para el lector que cumple la ya citada propuesta de Foucault, «un lenguaje sin sonoridad ni interlocutor, que no tiene nada que decir sino a sí mismo, nada que hacer sino centellear en el fulgor de su ser»:

«Todos las palabras Todos somos somos
alaridos e cabañas Somos taras
turbinas de risa-río sumas méquinas
somáticas todos hez Somos relúcidos
Somos tristes umbras muelle soles bocas
las agallas de los peces en su leña
habilidad de rotor Somos sepamos
si sorbemos las agujas somos émbolo
Somos sitio Somos este sitio somos
este este este sitio este de aquí
patio lucítrago Somos hormiguero
Raíces somos rasgando cada piedra
Hemos hemos sido hemos hemos simas»

Y así se cierra el triángulo. Sólo queda por preguntarse en qué sentido Asilo indaga en el ser de la vida, y para responder hay que impugnar a Deleuze, o al menos darle una dimensión nueva, pensando el agrupamiento de lo vivo a través de otro límite, no ya el código genético sino el androide, el salto cualitativo del silicio a la forma inteligente, a la réplica no-húmeda del ser humano. Con todo, Deleuze seguirá presente, ya que A.S.I.L.O. funciona mediante algoritmos genéticos, es decir mediante series de operaciones que se adaptan al medio –lingüístico– y evolucionan. El lenguaje de Asilo es un lenguaje que ha escapado a sí mismo, que ya no sirve más como lengua natural, un lenguaje que se ha disparado hasta dar poemas como el siguiente, con el que cerramos esta nota, y que sin duda disparará alguna reminiscencia en el lector:

«Ella dijo que la miel es dulce vómito
él le dijo que la noche era el perfecto
escondite de las moscas ella dijo
nunca he leído ese libro él le dijo
hazme un zumo con la fruta de aquel árbol
ella dijo lodazales él le dijo
que las sombras nunca dicen lo que piensan
ella dijo párser él le dijo virus
ella dijo déjame dormir tranquila
él le dijo acabaremos con la sed
aliñando nuestra sangre con aceite
ella dijo algo bastante interesante
él le dijo cualquier cosa sobre el tiempo
ella dijo lápiz él le dijo vientre
ella dijo impasse radón el dijo basta
ella dijo te he cogido mucho aprecio
él le dijo ella dijo él dijo ella dijo
que nada es más importante que guardar
la memoria entre dos coágulos de sangre».

Munir Hachemi Guerrero

Munir Hachemi Guerrero (Madrid 1989). Ha autopublicado tres cuentos sueltos ('M', 'Los ojos blancos' y 'Del otro lado') y dos novelas ('Los pistoleros del eclipse' y 廢墟). También ha ganado algún que otro premio. Como poeta ha sido antologado en tres volúmenes.

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