Desde hace mucho tiempo, unas palabras de José Ãngel Valente han guiado la forma que tengo de juzgar un libro. Lo universal, dijo, es lo particular sin fronteras. No he podido evitar, desde que di con ese axioma, buscar en las obras qué experiencias particulares han logrado trascender sus lÃmites y, al hacerlo, inscribirse en la experiencia común, aunque no compartamos los mismos códigos de escritura. Cuando esa máxima de Valente sucede, no dejo de celebrarlo, como si otro consiguiera explicarme a mà mismo de una manera distinta, con nuevas voces y nuevos ámbitos.
Por eso celebro ahora el libro de Daniela AlcÃvar Bellolio: Siberia. Un año después habla de mÃ, de nosotros, por muchos que nuestras vidas no hayan sufrido un episodio tan terrible como la pérdida de un hijo. Es aquà donde se instala la mejor literatura: en ser capaz de condicionarnos con una historia que apenas tenga puntos en común con nuestra propia historia. En ocasiones, importa poco la trama, el argumento, la lÃnea que sigue una narración. Lo que importa es de qué asuntos se ocupa para que logremos formar parte del libro, sobre qué sentimientos y emociones reflexiona para interpelarnos. Lo comprobamos, aquÃ, desde el primer párrafo: también nosotros nos distraemos en los mismos árboles lejanos y mantenemos en el brazo la marca de los dedos de un tal Julián.
El dolor que causa a la narradora es ya el nuestro. No solo es el daño lo que nos une, nos acerca de igual modo la capacidad de Daniela a la hora de trascender el instante. En Siberia todo cuenta porque todo nos cuenta, todo nos explica y nos define, aunque lo que se describa pueda resultarnos insignificante. Nos delimitan los detalles minúsculos: una torcaza pequeña, el entramado de cables eléctricos de las calles, el polen que se traslada como un fantasma errante, una piscina abandonada y sin agua que nos hace detenernos por miedo a encontrarnos frente a la soledad. Son esos detalles los que nos proporcionan la medida exacta de nuestro mundo.
Daniela AlcÃvar escribe el instante con una intensidad descomunal, lo carga de poesÃa, de literatura de alto voltaje.
«Que el roce involuntario de mi mano contra un codo o un hueso en ese momento encendido que ya no recuerdo, que olvidé en el mismo instante en que ocurrió, sea imagen imborrable para alguien que ahora no podrÃa ni nombrar». «Mis senos producen leche para mi hijo muerto. Turgentes como dos piedras caÃdas de una montaña devastada. Sale leche de mi pecho cuando hemos enviado el cuerpo de mi hijo para ser cremado».
AlcÃvar nos enseña a mirar, con una escritura que se detiene en lo nimio para hacer de ese momento perdido una fe de vida. El acontecimiento sucede como un relámpago y nos dice que lo único permanente es lo que está condenado a no ser percibido, a punto de olvidarse una vez que haya pasado («Me corrijo: esto también va a pasar, pero su acción sobre el mundo es ya irreversible»). Es la cara oculta de lo visible, la certeza de que «hay algo maligno en toda calma», la vuelta de tuerca que nos demuestra cómo las cosas no siempre son lo que aparentan y cómo la realidad parece conspirar en nuestra contra.
Todo puede suceder en un lapso tan breve que nos atrae y nos sorprende a partes iguales, y sobre todo nos asusta, porque nos resulta inaudito que algo tan intenso pueda concentrarse en un hueco, en una pequeña sima que se ramifica lentamente para erosionar una montaña. Hay poesÃa en sus páginas porque hay herida. Es decir, hay literatura en el dolor y en el abanico de emociones que despliega párrafo a párrafo: hay literatura en el miedo, literatura en la euforia, literatura en la inquietud y en la alegrÃa culpable.
Hay literatura, en fin, en el camino que hemos seguido para encontrarnos en un lugar exacto. Porque Siberia es una literatura del duelo, por supuesto, pero es también una poética del lugar, uno de los temas fundamentales en la obra de Daniela AlcÃvar. Quizás sea este un asunto que quede un tanto solapado en comparación con otros temas en los que se detiene el libro. Sin embargo, Daniela le concede una importancia capital. El lugar es el reflejo de un estado interior, es la materialización de un impulso, de un deseo. El escenario interviene en el personaje y le condiciona. AlcÃvar nos demuestra que el territorio es, antes que nada, un estado de ánimo.
«Asà pensaba yo que todos los paisajes tristes eran para ir a besarse con los amores imposibles». «Pienso con desánimo que nunca me atreverÃa a llamarlo, sobre todo porque no existe un lugar que nos acerque». «Â¿Cómo le iba a explicar a Julián que un ratón me acaba de mostrar un paisaje que nunca habÃa conocido pero que estuvo siempre dentro de mÃ?».
Un buen ejemplo es uno de los capÃtulos que integran la segunda parte del libro, Un año después. No solo nos habla de Bogotá, del cerro de Monserrate o del barrio de Usaquén. De lo que nos habla es, más bien, de cómo el lugar nos determina, y nos dice, de paso, que hay ciertas verdades que únicamente se nos revelan si estamos en tránsito hacia otra parte. El espacio, de nuevo, se convierte en un personaje, como un testigo mudo que interviene en la trama. Y aquà Daniela vuelve a acertar de pleno: los volcanes quiteños o los distritos bonaerenses forman parte ya de nuestra geografÃa emocional, aunque no los hayamos pisado en ningún momento.
Más allá del lugar, lo que articula este libro es una intensa reflexión sobre el tema de la ausencia, de la culpa y de la pérdida. Daniela AlcÃvar volcará unas páginas inolvidables, cargadas de una gran potencia en sus imágenes y digresiones, en sus idas y venidas con la memoria a cuestas. Una literatura que se aproxima a otros autores, como Sergio del Molino, Miguel Ãngel Hernández o Juan Trejo, por citar solo tres nombres. Es una obra que se desgarra y que, al fragmentarse, también nos desmonta a los lectores. La escritura, parafraseando a Bernard Nöel, es abrazar un cuerpo que no se ve. Eso es lo que hace Daniela: dar forma a algo que no existe, o que existió apenas unos segundos. Puede que la literatura sea una burda compensación, una forma ridÃcula que nos ayude a suplir una pérdida irreparable. Y, sin embargo, en algunos momentos es lo único que nos queda.