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Relatos que embelesan el alma

Ambientada en la Varsovia ocupada, 'La ciudad que el diablo se llevó' de David Toscana es una novela de historias cruzadas sobre las ruinas de nuestro tiempo | Foto: Raphaël Gaillarde

Conocí a David Toscana hace más de una década, un otoño a medio caballo entre el Damasco de antes de la guerra y la Varsovia de después de la guerra, esa que de forma tan encarnizada protagoniza su novela La ciudad que el diablo se llevó (Candaya 2020), un libro que con cada nueva lectura se desvela distinto ante el lector.

En Polonia están las claves del pasado de Europa, pero también las de su presente y las de su futuro. Un país, una ciudad, un pueblo, un mundo que parecen llamarnos a gritos a prestar atención a lo que, más allá de pandemia y mascarillas, pasa a nuestro alrededor. La novela de David Toscana habla del pasado y por eso del presente, habla del ayer y también del hoy. Un presente que nos empecinamos en ignorar. De ahí la necesidad de leer La ciudad que el diablo se llevó, de entenderla y, sobre todo, de vivirla.

La Varsovia de la novela es la de la ocupación nazi, la del último rey polaco, la Varsovia de Chopin, la de la resistencia, la de la liberación bolchevique, la comunista, la del movimiento Solidarnosk, la del gueto judío. La Varsovia de la desidia, que se debate entre un pasado que no deja de perseguirla y un futuro que no se atreve a hacerse presente. Es la Varsovia de Eugeniusz, Feliks, Kazimierz y Ludwik, cuatro improbables amigos, cuatro almas en pena, cuatro muertos muy vivos.  Es la Varsovia de Marianka, de Olga, de las hermanas Kasia y Gosia, la del barbero, la del escritor, la de los funcionarios del partido comunista, la de los torturadores y la de los torturados.

Candaya

La novela de David Toscana dibuja sin menoscabo alguno a cuatro amigos que, al inicio de la historia, burlaron a la muerte, y nos los muestra de frente, con todas sus oscuridades y  absurdos, con todos sus sueños y deseos. Los cuatro amigos nos atrapan, nos engullen y nos emborrachan. Nos invitan a ser parte de esa muy especial camarilla suya, que entre tanta muerte logra atisbar la vida. Feliks, el niño perenne que vive de cuentos. El padre Eugeniusz y su agua bendita, rociando edificios quemados y resucitando muertos. Ludwik, el profanador de tumbas, ajenas y propias. Kazimierz, el ladrón de sueños.  Los imperfectos y disímiles amigos de la novela, a quienes unen historias tan disparejas como sus edades, bagajes y anhelos, están constantemente celebrando. Pero, ¿acaso hay algo que celebrar? La vida, parece respondernos el libro. Además, claro está, del vodka, tan omnipresente como en Polonia, tan destilado que se llega a percibir su particular aroma al doblar cada una de sus páginas.

Por La ciudad que el diablo se llevó se mueven también  otros personajes entrañables, como Olga, la adusta mujer del pueril Feliks, acostumbrada a hacer filas, y a quejarse siempre, como muchos de nosotros. O el doctor Aronson, aquel oculista anegado entre los muros del gueto de Varsovia, quien da a Kazimierz la oportunidad de volver a ver hasta contar, uno a uno, lo cabellos de su amada Marianka, una mujer que es todas las mujeres. «Considérese usted dichoso si no puede ver el mundo tal como lo es», le dice el barbudo médico hebreo a Kazimierz.

Este grupo de inusuales sobrevivientes termina por convertirse en el corazón de Varsovia, en su última esperanza, y encarnan, sin duda, el corazón de la novela, un  espejo en el que nos vemos reflejados al adentrarnos en sus páginas y descubrir en ella múltiples significados, todos tan actuales, reales y presentes, que duelen tanto como las historias de estos pobres diablos varsovianos.

La novela de Toscana recorre el costumbrismo del siglo XIX, el realismo del XX y el brutalismo del XXI,  y está llena de lugares que  reconocemos  y despiertan al implacable fantasma del miedo. Por eso, el autor mexicano se disfraza de Juan Rulfo y de Gabriel García Márquez;  por eso  es, a la vez,  Roberto Benigni con su Vita e Bella y Vittorio de Sica con su Ladrón de bicicletas.  Narra historias y vidas cruzadas en la Varsovia de la posguerra,  cuando  solo un 15% de las construcciones de la ciudad quedaron de pie, pero que, salvando las distancias,  bien podrían suceder  en la Barcelona, la Nueva York o el París de la postpandemia: los cuatro supervivientes de la novela bailan y cantan entre las ruinas del desaparecido café Adria, en una Varsovia muda. ¿Acaso los muertos enterrados en vida en el cementerio de Powazki, regentado por Ludwik, no  tienen algo de nosotros mismos y de nuestra realidad ahora? Las referencias a Kafka y a su metamorfosis son, a final de cuentas, referencias a una realidad  muy cercana a la que nos ha tocado protagonizar este 2020. Una metamorfosis eterna.

En una de las muchas escenas de este testamento de amor y nostalgia a Varsovia que se quedan grabadas en la memoria del lector, el capitán Bojarski, al contar la historia de Pan Twardowski y su pacto con el diablo, despierta en Feliks y en el resto de sus compañeros de celda, la magia de «un relato que embelesa el alma». Es la misma magia que para mí tiene Toscana como contador de historias, la magia que a través de La ciudad que el diablo se llevó embelesa el alma. Esta novela es un canto a la vida, como lo son sus cuatro protagonistas, esos pobres diablos embrutecidos por el alcohol y los sueños, que navegan  hacia el Báltico por las aguas del Vístula. Esos derrotados que ganaron todas las guerras. La ciudad que el diablo se llevó es, al final, una historia de esperanza, justo el tipo de historia que necesitamos en este momento. Porque a quien ya no tiene nada que perder le queda el mundo por ganar.

Diego Gómez Pickering

Diego Gómez Pickering (Ciudad de México, 1977). Es diplomático, periodista y escritor. Autor de la novela 'La foto del recuerdo', de los libros de crónicas 'Los jueves en Nairobi', 'Diario de Londres' 'La primavera de Damasco' y 'Cartas de Nueva York, crónicas desde la tumba del imperio'; y el volumen de cuentos 'Un mundo de historias'.

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