Foto: David Lladó | imatges.net

Déjense engañar

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«En un tribunal de justicia, el testigo jura decir la verdad: esto es, su verdad. Acepta dos parámetros. Su testimonio ha de ser toda la verdad, y ha de ser nada más que la verdad. Tan sólo el segundo de los parámetros supone un verdadero límite. El primero, por supuesto, depende en gran medida del criterio de cada uno. Cuando decimos «toda la verdad» nos referimos, más exactamente, a todos los hechos e impresiones que guardan relación con el asunto en cuestión. Todo lo que no sea pertinente no sólo es irrelevante; es, en muchos casos, deliberadamente engañoso […] Sostengo que no hay verdades completas sino sólo verdades pertinentes; y la pertinencia […] es sólo una cuestión de perspectiva.»

Todas las novelas son mentira, la más burda de las mentiras, y todos los lectores somos unos ingenuos voraces porque, a pesar de saberlo, malgastamos una parte del tiempo que nos está asignado en prestarles atención; y, como borregos sin discernimiento,  nos creemos las aventuras de los protagonistas, nos reímos con sus gracias y nos entristecemos con sus adversidades. Y qué decir de los soberbios novelistas, esos seres avariciosos, despreciables y envidiosos que en lugar de utilizar su tiempo en realizar actividades que procuren algún tipo de beneficio al bien común y su supuesto talento en imaginar soluciones para algunos de los múltiples desafíos a los que se enfrenta a diario la humanidad, se dedican con saña a imaginar historias increíbles para sorber los sesos a los individuos perezosos y desprevenidos que, en mala hora, se han visto tentados por un título misterioso o una portada lujuriosa.

Siruela
Siruela

Las luminarias (novela ganadora de la edición de ese mismo año del Booker Prize), de Eleanor Catton, es a la vez una novela victoriana, un tratado de astrología, una narración de aventuras, un relato de iniciación, una fábula moralista, una leyenda de pioneros, en la que nadie es quien dice que es, ni se llama como dice que se llama, ni ha hecho lo que dice que ha hecho -y sí, en cambio, es culpable de lo que niega-, ni conoce a quien dice que conoce. Las luminarias -que la propia autora calificó como a publisher’s nightmare– es una obra de una extensión considerable y de una complejidad estimulante, puede considerarse un cumplido y logrado homenaje a las novelas de aventuras del siglo XIX, pero también es, por encima de cualquier otra consideración, una maravillosa apología de la mentira.

Un joven, deseoso de aventuras y en busca de fortuna, llega a un poblado minero de Nueva Zelanda en plena fiebre del oro; allí, en su primera noche, mientras descansa del viaje y decide su futuro en el salón de un alojamiento público, se encuentra con una reunión de doce personajes -que compondrían las denominadas «fuerzas vivas» de la localidad- de diversa ralea y condición, que le informan de unos sucesos luctuosos que han tenido lugar recientemente en el asentamiento. Éste es el punto de partida de la narración, que se estructura, en un primer nivel de análisis, en un triple plano. Un primero, doble, se ocupa de la narración de los hechos, en primera persona del plural, acaecidos desde la llegada de ciertos personajes y, cuando la acción relatada alcanza el presente narrativo, le sucede el desarrollo de los hechos posteriores a la reunión hasta el desenlace; este plano, que constituye el grueso de la acción y que incluye el planteamiento, el nudo y la conclusión, ocupa la mayor parte del libro y, de hecho, abre y cierra la historia del modo que en una novela convencional constituiría la totalidad de la narración.

Pero la historia -o, debería decirse, las historias- posee unos antecedentes que, o bien son desconocidos para el lector porque ninguno de los doce los ha vivido ni se los han contado, o bien porque la versión que nos ha llegado, al implicar a alguno de éstos, es errónea, Catton se sirve de un segundo plano que aparece una vez dada por finalizada la acción -parecen desvelados todos los enigmas y, como en toda novela victoriana que se precie, los buenos han restaurado su honor y han alcanzado su recompensa, los malos han recibido su merecido castigo y los pecadores se han redimido-, con la narración, simultáneamente convencional y nada convencional -con un magistral y retorcido uso de los resúmenes al comienzo de cada fragmento, al estilo de las novelas de caballerías- de los hechos antecedentes a esa llegada. Entre ambos planteamientos, y con presencia al comienzo de cada sección, se hace presente un tercer plano, que separa sub-temas a la vez que cohesiona las diferentes tramas y da continuidad a los diversos tiempos narrativos, y que se materializa bajo la forma de las cartas astrales correspondientes a los hechos que se narran y que incluyen a los doce (más uno) protagonistas -los personajes estelares– y las interacciones con el resto de personajes -los planetarios.

La historia principal se teje mediante una red de relatos en los que los protagonistas adoptan su propio punto de vista pero también relatan hechos que no presenciaron, adjudicando razones, proponiendo explicaciones, especulando con las consecuencias, y juzgando a los personajes ajenos al grupo de acuerdo con sus intenciones y, más comúnmente, con sus intereses; se trata de puntos de vista falsos por parciales pero, a menudo, sin mala intención: las fuerzas vivas mienten sin saber que mienten, sencillamente porque relatan los hechos desde perspectivas erróneas. Esas mentiras, los enigmas que plantean y su desvelamiento es el verdadero juego narrativo que propone la autora al lector, la auténtica «trama»: no hay recompensa sin esfuerzo y la tarea de éste es distinguir la información veraz de la falsa.

«Nadie debería hacer suya la verdad de otro hombre.»

Alguien podría preguntarse qué sentido tiene escribir hoy una novela al modo victoriano; es cierto que la elección parece un anacronismo y que, a fin de cuentas, es fácil que quien escoja esta opción corra el peligro de caer o bien en el plagio -en cuyo caso la opción no tiene ningún sentido ni aporta ningún elemento aprovechable- o bien en la parodia -que debe ser manejada con mucho tino y muy dosificadamente si no quiere verse convertida en una mera anécdota, en un divertimento sin sentido-.

Sin embargo, puede que en algún caso pueda mostrarse como una opción tan acertada como justificada: cuando el tema y el escenario de la novela, el momento que se escribe, se impongan sobre el momento en que se escribe: la acción situada en la época victoriana lleva a la autora a escribir, en pleno siglo XXI, una novela de estructura victoriana; y cuando se sabe materializarla con una maestría poco común -obviando ese odioso lugar común de «… en una escritora tan joven»-, echando mano de los recursos, que no por anacrónicos -dicho sea sin ningún matiz peyorativo- son inútiles. De entre ellos, la dosificación de la información -cuya referencia sea tal vez Charles Dickens, y una de las razones el hecho de publicar por entregas, con la obligación de plantear en cada una de ellas un enigma que obligue al lector a adquirir la siguiente si quiere conocer el desenlace- que fuerza a dilatar el planteamiento y a no limitar la acción a una sola trama; la conclusión prolongada a lo largo de varios capítulos y la dilación del desenlace, en el que hay que devanar la madeja urdida a lo largo de la ciclópea extensión -a la dosificación del conflicto se le suma la dosificación del desenlace-; y la caracterización de los personajes: un recién llegado inocente, una puta en vías de redención, un malvado diabólico, un muerto en extrañas circunstancias, varias suplantaciones de personalidad… y un documento determinante.

Vamos, no se repriman ni se asusten por la extensión; y si en estas Notas de Lectura han encontrado alguna razón que les disuada de abrir el libro, les garantizo que es debido a las pocas luces de este lector y a su nula capacidad para provocar su entusiasmo. Recuperen el placer de la lectura, lean Las luminarias, y déjense engañar.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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