Del desnudarse con estilo

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 Amsterdam by night | Foto: Lennart Tange | Flickr Commons
Amsterdam by night | Foto: Lennart Tange | Flickr Commons

Desvestirse ante un espejo roto y buscarse los defectos. Quitar todas las cortinas de casa y dejar expuesto al ojo ajeno los interiores. Descender al sótano para percibir la casa en toda su amplitud, en su luz y oscuridad. Y escribir, escribir hasta el final, hasta el último hálito de vida que exhalemos en el día, escribir y escribirse, hasta “deshilacharse, deshilarse, deshincharse, despojarse”.

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es un autor valiente y generoso. Valiente en su propia condición de filósofo, de contemporáneo, de experto en derecho, de enamorado, de hombre, de niño y de poeta que vuelca en Una casa holandesa (ego)aforismos en word, poemas con auto-reverse buena parte de la imagen que le devuelven los trozos de ese espejo ante el cual se planta, insumiso, para volcar en forma de aforismos, poemas o narraciones breves e hiperbreves sus ideas sobre el tiempo, sobre el poder o sobre el mítico territorio de la infancia. Temas en los que vuelca una mirada irónica, desencantada o con “una áspera desconfianza inicial apenas suavizada en el ocurrir del tiempo”. Y es generoso porque no se queda en la mera elucubración catártica: Cívico ha arrancado de un tirón las cortinas de esa casa holandesa para invitarnos a una lectura fragmentaria, a la manera de un Gómez de la Serna o un Sánchez Ferlosio, en la que los visitantes debemos arremangarnos y trabajar junto al autor para unir sentidos y reflexionar, pero no con confort o indulgencia, sino con compromiso, el compromiso del lector que asume un carácter activo y que dialoga, el que sabe apreciar las referencias a La Rochelle o a Dostoievski, el que mueve la cabeza con las melodías de Destroyer o Sharon van Etten, el que duda ante reflexiones de este tenor:

Desde mi más tierna infancia, desde mi primera época de lactancia, me ha fascinado la pornografía. Concretamente, su intuición para delinear con más exactitud, profundidad y rigor que otros géneros los finos lindes que separan la realidad de la ficción.

o el que accede a su cuenta de Twitter para transcribir líneas como esta:

Levantarse calibrando la irreparabilidad del futuro, aventurando el pasado, ese lapso de tiempo impredecible.

Ediciones Canibaal
Ediciones Canibaal

Una casa holandesa desnuda y nos desnuda. Este volumen –publicado por la editorial valenciana Canibaal– captura el pulso del escritor blogger, pecios, ramonerías o golpes de dados mallarmianos en versión 2.0 que reflejan la voluntad del que accede a su bitácora electrónica en horas muertas, u horas demasiado vivas, con la fascinación pornográfica del que está en soledad pero sabe que puede ser visto y leído o comentado, y que lanza botellas a un mar que en realidad no es mar sino la décima planta de un edificio. Botellas con mensajes cáusticos que no caen sobre olas sino sobre nuestras propias cabezas de desprevenidos transeúntes. Si bien esta clase de escritura –y de escritor– suele exponer apenas una parte de sí mismo ante el juicio ajeno –ese perfil en el que se sale más guapo después de tantos y tantos selfies–, Cívico expone ante los lectores la parte más desarrapada de sí mismo. Y cuidado, porque esto no es una impostura. Desnudarse implica mostrarlo todo, lo que nos favorece y lo que nos perjudica, y el autor reafirma esta premisa con coraje, despedazando aquella shakespeareana metáfora del mundo como teatro y la humanidad como intérprete de un eterno papel. Una casa sin cortinas que se abre a una feria de las de laberinto de espejos y tómbola. A una pista de circo: con sus monstruos temibles o tiernos (casi siempre las dos cosas a la vez), con trapecistas en vaivén entre la infancia y la muerte, la memoria y el Word -la maravillosa tecla deshacer-, con lanzador de cuchillos preciso y certero. Ahí encontramos a Cívico, sin trampa ni cartón.

Porque toda casa tiene lugares secretos, recovecos que ocultamos a las visitas y donde escondemos nuestras parafernalias, las que constituyen nuestra esencia pero que solo nosotros conocemos, en el mejor de los casos. Una casa holandesa es para el lector un pasen y vean, y si bien uno puede fisgonear al principio con cierta timidez, no pasarán muchas páginas antes de unirse a la fiesta, porque en su ejercicio de desmontaje egotista Cívico tiene el buen gusto de no exhibir su ego -ni exponer indirectamente el nuestro- para pegarle una paliza sino para sacarlo a bailar, para llevarlo de paseo a que vea mundo y se diluya en la multitud. Cívico nos invita a la casa transparente de la que hablaba Rousseau en sus Confesiones, cuya puerta de entrada nos abre el académico Pablo Miravet –con erudición y tino–, una morada de porte imponente que también luce con orgullo las deficiencias propias de quien vive y se arriesga, del que usufructa todos los rincones de la vivienda (“un lugar no demasiado ordenado, pero acogedor”, sugiere Miravet).

La brevedad es honradez
La exploración de Cívico apuesta fuertemente por la forma. Esta casa es una finca hecha de poemas, microrrelatos, aforismos y sentencias diversas a pequeña escala que la brevedad magnifica y eterniza, textos que el autor desmembra a fuerza de fotos, juegos tipográficos e incluso piezas musicales que es necesario googlear y escuchar en YouTube para abordar la lectura de varios de los fragmentos del libro.

Precisamente, diversas fotografías desperdigadas aquí y allí sazonan la tridimensionalidad de Una casa holandesa, algunas de ellas bajadas de Internet, otras recuperadas de viejos cajones, y otras obtenidas quizás con un móvil, quizás con una cámara pocket; imágenes que ponen aún más el acento en la desnudez de lo cotidiano, del que deja abiertas las puertas de su casa mientras friega el suelo, se viste o se lava los dientes sin importarle si pasan los vecinos por el rellano con las bolsas de la compra. Cívico aprovecha el exhibicionismo para avisarles –para avisarnos– que “ya puedo ver: al fin ha anochecido” o para espetarnos con descaro que:

Todos hemos acabado ahogando alguna vez a un bebé al otro lado de nuestra falsa pared con tal de evitar el llanto que podría delatarnos.

Y este mosaico se lee y se huele, pero también se escucha. Las notas al pie invitan a tener a mano cascos y reproductor de música para sazonar la lectura con las piezas musicales que el autor cita, un ejercicio intertextual, intersensorial e intercognitivo donde uno puede darle a esta argamasa una forma ya sea armónica, ya sea amorfa. Y amén de que tras la lectura tendremos de regalo una estupenda songlist, la vertiginosa experiencia tridimensional de leer y escuchar nos permite caminar con los zapatos del autor, aunque las orejas siguen siendo nuestras, orejas por las que engullimos canciones como Hey Moon, de John Maus, o The Crane Wife 3, de The Decemberists. Una experiencia potenciada más aún en aquellos capítulos cuyo tiempo de lectura es similar a la duración del track; como la confluencia del capítulo y la canción Casimir Pulasky Day –la canción es de Sufjan Stevens.

Los aforismos de Cívico son una bandera de la hiperbrevedad, un elogio a la compresión de sentidos que es reflejo de un largo y fértil proceso de deglución. En esta casa hay prosa, hay lírica, hay no-prosa y no-poesía, hay ego-aforismos, bio-aforismos, afo-poemas, meta-poesía, metaforismo o afopoemas, y es imposible plantarse frente a este mosaico discursivo y formal sin evitar pensar en la maleta de Walter Benjamin, en su Libro de los pasajes, en aquellas páginas y retazos fugitivos donde la falta de unidad edifica un todo, el todo. Es paradójico y gratificante a la vez que esa ausencia de cohesión tienda puentes a la nada y a nosotros, puentes hacia una verdad que no existe, porque Cívico –como Benjamin– no busca la verdad, ya que no hay tal verdad (“No pudiendo defender ni gustos, ni deseos, ni opiniones acabaron manteniendo… verdades.”), sino apenas fervientes deseos de hacer filosofía, o, quizás, de hacerla trizas. Como Benjamin, Cívico escarba en detalles en apariencia fútiles para entretenerse con ellos, para magnificar lo ínfimo y hacerlo universal, y de esa manera el autor nos demuestra que lo ínfimo es real: “una forma incontestablemente superior de la hermosura”, y que lo extremadamente particular es el punto de partida para llegar a algún atisbo de verdad. Esta asunción de la filosofía –la filosofía como collage– da buena cuenta de que no hay transgresión más válida y más rotunda que aquella que se hace a través de la forma y del discurso a la vez, tan contundente como que uno no pueda distinguir el pensamiento de las palabras que lo expresan.

Olga Jornet

Olga Jornet (Girona, 1977) es profesora de los cursos de Narrativa y de Cuento en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès, y coordinadora de 'Revista de Letras'.

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