El nombre del mundo | Revista de Letras
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Denis Johnson | Foto: Penguin Random House

El nombre del mundo

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Denis Johnson | Foto: Penguin Random House

Después de una vida profesionalmente errática en la que ha alternado la docencia en escuelas secundarias y el cargo de redactor de discursos de un senador, Michael Reed recala en el Departamento de Humanidades de una oscura universidad del Medio Oeste en la que se dispone a vegetar, vencida ya la época de las grandes ambiciones académicas, y a esperar una cada vez más cercana jubilación. Su esposa y su hija fallecieron en un accidente de automóvil, momento a partir del cual Reed, en pleno proceso de dejar de ser el hombre que perdió a su familia para convertirse en el hombre sin familia, tiene la sensación de haber dejado de ser protagonista de su vida para pasar a ser un simple espectador.

«Esta dimensión extraordinaria de la soledad, este asco por el mundo y, al principio, hasta por todo aquello con lo que estaba hecho el mundo, me pareció por entonces algo único e invalorable. Pero ahora puedo ver que se trataba de algo de lo más común, y que lo que me daba asco era comprender que todo llega a su fin.»

Transcurrido un período de duelo mayor incluso de lo que fuera prudente, algunos de sus amigos, con la mejor intención, hacen intentos por emparejarlo de nuevo, pero este es un tema que Reed da por cancelado; su «disponibilidad» no tiene nada que ver con su decisión de pasar página: no es que ninguna nueva relación no sea capaz de hacer olvidar a su familia sino que nada puede poner remedio al dolor de la separación, a la parálisis de quien ve cómo, de pronto, sus circunstancias sufren un cambio radical con el que no contaba.

«Por mi parte, yo continué igual que había sido durante años. Acudía a donde me invitaban. Leía mucho en la biblioteca. Iba solo al cine. Miraba a los patinadores en la laguna del campus. Y, más de lo que me gustaría admitir, mantenía conversaciones imaginarias con un hombre llamado Bill en las que hablaba una y otra vez de lo mismo que había venido hablando desde la muerte de mi mujer y de mi hija. Mientras andaba por ahí como paralizado o ajeno a todas las cosas, mis pensamientos giraban una y otra vez como esos perros que persiguen a una liebre mecánica.»

Penguin Random House

Sin ambiciones académicas, con un grupo de amigos restringido a su actividad y con una vida personal a nivel de subsistencia, Reed se encuentra en esa situación anímica, reforzada por su edad, que es el campo favorable -para él, que sólo debería acentuar ligerísimamente, su apariencia de desvalimiento, y para ella, a quien bastaría exhibir un ligero atisbo de admiración- para un affaire entre profesor maduro y alumna post-adolescente.

Pero no todo es tan fácil. Reed se debate entre su intención de dejar de pensar en su mujer y el hecho cierto e insoslayable de la presencia continua de su recuerdo. Es tal vez en esa doble circunstancia, que realmente se le viene impuesta, en la que debe considerarse la atracción que siente por la muchacha, como una válvula de escape para descomprimir una situación que amenaza con explotar y de cuya resolución no se pueden prever las consecuencias.

«No diría que yo estaba loco por ella. Sentía cosas claras pero también perfectamente dominables por su persona, desamparados sentimientos lujuriosos, y sentimientos paternales, y la tranquila y resentida envidia de quien se sabía no lo suficientemente joven para una mujer tan lleva de vida. Sentimientos muy parecidos a los que dedicaba a toda mujer joven aunque diferentes en intensidad: más poderosos.»

Todo parece indicar, por tanto, que lo que atrae a Reed de la chica, Cannon, es la vertiente femenina, es decir, el papel de sustituta de su esposa muerta; pero esa atracción, al tratarse de una chica extremadamente joven, choca con que el personaje se pueda asimilar a su hija, lo que convertiría la relación en un deplorable remedo de incesto. La vertiente erótica se mezcla con la filial sin que Reed parezca capaz de aislarlas.

«Todo se convirtió en Elsie [su hija] y, de algún modo, todo sigue siendo Elsie. Al perder a Anne, perdí a la mujer de mi vida. Pero al perder a Elsie, perdí a todos nosotros.»

A partir del momento en que conoce a Cannon, parece que el azar se ponga de su parte porque coincide varias veces y en los lugares más insospechados. Naturalmente, y a pesar de los intentos de Reed en remarcar lo contrario, existen muchos más parámetros que los separan de los que los unen; el contraste de sus biografías, además de los veintisiete años de diferencia, no hace más que remarcar esa desigualdad.

«Ahora, frente a mí, aparecía otro vívido paisaje -juventud, frescura, vigor, el mismísimo aliento de la vida brotando de sus bocas-, la visión cinematográfica, viniendo hacia mí y saliendo de entre la niebla, ganando sustancia hasta convertirse en algo asombroso. Colores brillantes, el vapor de sus respiraciones, sus palabras y sus risas, el gemido de los filos de sus patines, todo eso no era nada.»

Reed es incapaz de gestionar la ambivalencia de sus sentimientos, y tampoco puede afrontar el carácter más que salvaje indómito de Cannon. Es precisamente ese salvajismo el que pone a Reed frente a su pasado, haciendo revivir a los fantasmas que le mantienen encadenado al mismo.

A pesar de la aparente inmovilidad de la trama, la narración de El nombre del mundo avanza a golpes; no incluye ninguna descripción fútil: vemos lo que ve el narrador, pero éste no nos describe cuadros sino que concentra su visión en aquellos elementos que distinguen su mirada de la que podría tener cualquier otra persona, vemos su propio ángulo de visión ya que omite aquellos elementos que podrían considerarse neutrales para concentrarse en los que son susceptibles de tener algún efecto sobre él, sean materiales o inmateriales: su visión, en definitiva, condicionada por su estado de ánimo.

Para que nos entendamos, salvando las diferencias y con todas las prevenciones con respecto a las comparaciones, El nombre del mundo es una novela que combina la maestría estilística del mejor Richard Ford con pinceladas de la ironía triste de Saul Bellow y la omnipresente sombra del pesimismo «antropológico» de Philip Roth. Johnson es un autor que siempre pone en juego una prosa tan precisa como potente; en este sentido, es de notar la capacidad para concentrar en 140 páginas una historia que daría para 400. Las historias de Johnson, excepto en el caso de Árbol de humo, son como esos humildes minerales que se han convertido en cristales preciosos a fuerza de presión.

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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