Diego Cabrera | Foto cedida por el autor

Digo, repito, miento

En su segundo libro, 'Taskent soleda ultra', Diego Quintero reclama principios filosóficos para su argumentario poético

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Diego Quintero | Foto cedida por el autor

Taskent soledad ultra es el segundo libro de Diego Quintero (Uzbekistán, 1990), precedido por Estación Baudelaire, con el que adquirió entonces carta de ciudadanía poética en un acotado territorio como el de Costa Rica. Quedó patente en el primero el trazo inquieto y fogoso de un poeta novel que lo quiso dar todo, que mostró en su costura la sala de máquinas de una escritura consciente de su sesgo filosófico. El afrontamiento posmoderno de la construcción del poema unido al uso de un lenguaje rico y chispeante consiguió que aquella primera piedra arrojada por el poeta a un charco variopinto, territorialmente hablando, salpicara de frescura a sus posibles lectores. Supo situarse, ocupar un lugar. No hubo duda acerca del riesgo que el poeta corrió: cerró los ojos y lo entregó para imprimir. Sin embargo, ambos libros publicados por la misma editorial, al tiempo que comparten bastante en común, se distancian. El primero, cerrado sobre sí mismo, se atrincheraba en torno a una identidad que en el segundo se decanta por su fragmentación: de una perfilada identidad en el primero se pasa a una múltiple y dispersa en el nuevo, por tanto más compleja por diversa. Uno de los propios versos de Taskent soledad ultra lo expresa con mayor lucidez:

“La mejor poesía no viene de los sueños, / los parte”.

Ediciones Espiral

Opinaba Caballero Bonald en una entrevista, refiriéndose al progreso de su obra, que “el escritor que no evoluciona es porque se ha equivocado de oficio”. Aunque es muy pronto para afirmar algo semejante sobre la obra de Quintero, más que nada por su juventud y escasa trayectoria, en este su nuevo libro aparecen indicios hacia lo apuntado por el poeta español. O más que indicios: su estética, en sí misma, se manifiesta sedienta de cambios, los requiere. Una obra que reclama principios filosóficos para su argumentario poético se presupone abierta, continuamente en proceso, en construcción, pendiente de nuevas respuestas que una misma pregunta básica exige. Luego está su estilo, distinguible, no ya solo con respecto al imperio de la modosidad en poesía, sino dentro de las dispares modalidades contemporáneas en pleno vigor. Hay un tanto de corte latinoamericano que, por su peculiaridad, incluso salva a su poética de quedarse encerrada dentro de este ámbito. Se trata de una poética poderosa que se estira y se encoge, que recoge del suelo y de las alturas lo necesario para imponerse vía lenguaje, que tan pronto canta como cuenta, que se distorsiona a sí misma, que tan pronto bebe de sus ancestros como los liquida. Incluso el cruce entre autobiografismo fotográfico y movimiento emotivo la dotan de una capacidad afilada para no quedarse ensimismada. La realidad descrita se transforma en irrealidad, otra forma de lo mismo. Y ya dejó dicho Cioran:

“Cuando se sabe de manera absoluta que todo es irreal, no tiene ningún sentido fatigarse para demostrarlo”.

Es lo que hace y consigue Diego Quintero: hacernos ver que Taskent soledad ultra no viene a ser otra cosa que Ultra soledad Taskent, morna insistente.

Los padres, amigos, objetos y una piedra al fondo, flotando en varios puntos en distintos tiempos, apuntan a Taskent –capital de Uzbekistán- como origen del mundo, isla mental desencadenante del desasosiego que atraviesa todos los poemas del libro; luego se le suman el frío europeo, la lluvia centroamericana y un trasfondo permanente de tempestad negra. Esta mescolanza procede de los espacios geográficos transitados por el autor desde su nacimiento, de la asunción de sus distintos aportes culturales. Pero no se trata de mera poetización del pasado propio como testimonio fotográfico de lo vivido, mejor lo que hace Diego Quintero con el suyo: arrancarle las vísceras y así no se pudra al dejarlo expuesto bajo el sol de las páginas, que luego cualquiera dispare las fotos que crea convenientes desde la disposición de ángulos que permite el paisaje. Un verso del libro ya lo resume:

“Fui cuatro países y un sinnúmero de ciudades”.

Lo heterogéneo es su sino, la inexactitud su mapa, el polvo de los caminos su perdición: latidos disímiles pero sintonizados. La aplicación del modelo de esta fe de vida a su escritura la transforma en gran hallazgo, en cuanto los grandes hallazgos se construyen sumando despistes, con el cansancio inherente al tropiezo sucesivo contra la misma piedra, la misma isla. Desde esta perspectiva Taskent soledad ultra, qué duda cabe, resuena entre millones de aullidos poemáticos como un hermoso título para un libro que pretende hilvanar la soledad acumulada, desde el mismo origen al incierto presente, y así contemplarla para reconocerla propia, intransferible, distanciada de otras soledades ajenas. El dueño de la voz que recuenta su tránsito apenas ha alcanzado los veintipocos años, un tope de juventud para una vida trufada de escasos éxitos, de logros conseguidos a media asta. Cuando digo que recuenta me remito al complejo puzle poético que organiza Quintero para alcanzar su cometido, imperando la poesía en la superficie y en el fondo (poesía como pura apariencia) de una narratología que se manifiesta multiforme: notas de diario, observaciones, briznas oníricas, canciones, poemas. Todo vale si lo que se expresa, no siendo exacto, resulta útil para acercarse al dolor original de haber nacido. Todo el paisaje atravesado se sintetiza en isla dolorosa: la errancia, la perdición, los abandonos, las expulsiones, los fracasos, los besos adolescentes a medias, los abrazos interrumpidos. Para esto se escribe:

“Querida Mariela, flor de los senderos humeantes. Le escribo para entender el tiempo. Gracias”.

El trabajo del poeta consiste en hacerlo saber, una actividad valiente: cada verso escrito esconde un gesto suicida.

De los retazos desprendidos de la memoria que imperan en Cartografía del tiempo, la primera parte del libro (se divide en tres), dominada por anotaciones fragmentarias que van entrelazándose con descripciones más amplias y de corte abruptamente narrativo, se retroalimenta la segunda y central parte, justo la que lleva por título Taskent soledad ultra, en la que se considera el destello lusófono como arquitrabe de los pequeños detalles y donde abunda, ahora en contraposición con la primera, el apogeo del formato versicular. Aquí se ocupa de “La historia de un hombre / y otro hombre; esa vorágine de marchar / con el miedo / de no saber quién es quién / bajo tanta agua”. El poeta entonces recuerda y escribe ya desde otra isla sobre otra soledad remota. Las curvas sinuosas del recuerdo se dedican a acariciar desde la lejanía la piel desdibujada de quienes se quedaron atrás, atrapados en el tiempo, casi en otro mundo fuera del mundo. Como si Clarice Lispector lo asesorara, cuando ella escribió en Agua viva “Lo que te escribo no tiene principio, es una continuación”, o también “Lo que te digo nunca es lo que te digo y sí otra cosa”. Esa “otra cosa” tiene en el libro de Quintero su traducción: “Supongamos la literatura una relación entre dos planos”. Quien escribe parece encarnarse en un arrebatado Rimbaud caribeño haciendo suyas las famosas palabras de Maryse Condé, investigadora y difusora de la cultura africana en el Caribe: “Hay que ser absolutamente errante, múltiple, afuera y adentro”. Nómada, según ella, sería el término correcto; radiografiar la errancia, un ejercicio vital. Es entonces en esta segunda parte donde Quintero empieza a comprender, por tanto a informarnos, que la poesía es un arma cargada de soledad, un arma que se dispara sola:

Una partícula de polvo se mueve en zigzag
digamos
como una partícula del lenguaje,
esa interpretación
de un viaje sutil
al fondo. A veces, cuando llueve,
escucho rap
mientras sorbo café
y ninguna palabra me pertenece.
Otra vez
una partícula de polvo
se levanta  —el movimiento preciso—
para recordarle a una familia
su origen.

Si Taskent soledad ultra fuera una fiesta –que lo es, del lenguaje, aunque remita a una fiesta del dolor— podríamos entenderla, por qué no, como un mandala en el que la literatura, en este caso la poesía, se tatúa en el cuerpo para celebrarlo y así expandir su expresividad primitiva, es decir, todo ese llanto que conlleva el abandono de una isla para arribar en otra: cualquier espacio físico, por muy pampa que se presente, se contrae finalmente en isla. El libro de Diego Quintero, si bien no nos aporta un plano evidente para nuestra guía por calles desconocidas, vericuetos y meandros de un archipiélago interior, sí que nos empuja sin rodeos a una contemplación alucinada de la disgregación del sujeto contemporáneo, de sus múltiples rostros. Ya la tercera parte del libro es pura tramoya teatral, de título La agente Fabre muere a contraluz del prisma, un montaje sorpresivo que remeda el género negro con la intención de blanquear la última soledad que faltaba, la de quienes residiendo en alguna parte del mundo nunca fueron saludados,  la de los desconocidos, los anónimos, la de los que no fueron tenidos en cuenta en las dos partes anteriores del libro, poniendo así fin, de esta manera, a la autorreferencia: los extraños también se ahogan en la común soledad.

Ah, había olvidado colocar en alguna parte de este comentario este verso trino de Quintero: “Digo, repito, miento”. A falta de más espacio lo dejo aquí. La sombra de Taskent, aquel punto minúsculo de partida, también es alargada. Y si alguien se ha extraviado antes de alcanzar esta última línea que repita conmigo una y otra vez, una y otra vez: Taskent soledad ultra…

Antonio Jiménez Paz

Antonio Jiménez Paz (Islas Canarias, 1961), es autor de los poemarios Los ciclos de la piel (Ed. La Palma, 1992); Tratado de ornitología (La Calle de La Costa, 1994). Diario de la distancia (Huerga & Fierro, 1996) y Casi todo es mío (Baile del Sol, 2008). También ejerce la crítica y publica reseñas literarias.

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