El nombre del italiano Dino Buzzati (Belluno, 1906 – Milán, 1972) sigue siendo apenas una nota a pie de página en la Historia de la literatura posmoderna, un mero guiño cómplice antes de una conversación presumiblemente profunda entre alumnos de doctorado. Uno de esos autores aludidos, en definitiva, pero nunca estudiados en seminarios o discutidos a fondo. Y, sin embargo, sus ficciones siguen siendo densos artefactos rebeldes, que eluden el consuelo de la narrativa mientras saltan vertiginosos entre los géneros. Busquen en otra parte los que privilegian la verosimilitud de la trama, la credibilidad de los personajes, la linealidad del discurso o cualquier otra superstición de taller de escritura creativa.
Los antecedentes de Buzzati son autores de la talla de Joyce, Gertrude Stein o Beckett, aunque también es cierto que se dejó influir por las artes visuales. Citados a menudo como representantes del estilo collage, sus relatos maceran alusiones históricas y artÃsticas en referencias y voces pop-culturales que oscilan entre lo demótico, lo burocrático y lo formal. Lugar y tiempo, en sus manos, son conceptos elásticos cuando no paradójicos. Pintor, poeta, dramaturgo, editor y periodista, encontró algo parecido a la fama con la publicación en 1940 de El desierto de los tártaros, una novela inquietante que recuerda a Kafka y Camus, donde un joven soldado, en su puesto de vanguardia, espera de la llegada de los bárbaros. La narración, que condena la mentalidad militar, evita el salvoconducto de una explicación, pero, al hacerlo, captura los difÃciles contornos de eso que denominamos, a falta de mejor nombre, realidad.
Quizás el aspecto más atractivo del oficio de Buzzati, aparte de lo que George Saunders denominó “la habilidad devastadora del lenguajeâ€, sea su talento para la comedia. Esta subsiste incluso en sus relatos más airados, Siete suelos, por ejemplo: un hombre de negocios con una dolencia menor es admitido en un hospital en el que cada planta denota una gravedad diferente de la enfermedad. Lo vemos deambular a través de los distintos lugares hasta llegar a la planta baja, reservada para los que van a morir. En Sólo la misma cosa que querÃamos, una pareja de turistas visita una pequeña ciudad en la que se les niegan por sistema los derechos humanos más básicos: sentarse, beber o descansar para reunir fuerzas. En El ascensor, por último, sus ocupantes son conducidos a un viaje subterráneo. En lugar de una fantasÃa al uso, asistimos a una declaración de amor.
Buzzati llegó a completar cinco novelas, varios cómics, una serie de obras de teatro, relatos y un libro para niños acerca de los osos en Sicilia. El lector que haya leÃdo hasta aquà puede disfrutar del perfil que le dedica el escritor Antonio Cózar Santiago (El Puig, Valencia, 1970) en el número 5 de la malagueña revista Tales Literary, de mayo de 2017. Sostiene Cózar Santiago que la mayor fortaleza de Buzzati reside en una narrativa donde “se acorta la distancia entre lo absurdo y lo posible; ir y venir de un territorio a otro, borrando huellas y cancelando aduanas, hasta no saber dónde estamosâ€.
El hacedor de los Sesenta relatos (1958) es, pues, una reliquia tÃpicamente (pos)moderna: un autor dispuesto a asumir riesgos estilÃsticos, que puede ser frÃvolo e intelectualmente serio al mismo tiempo. Un escritor sin miedo de hacernos reÃr a pesar de ser deliberadamente difÃcil. Alguien que reclama toda nuestra atención, pero está dispuesto, a cambio, a recompensarnos a cada paso. Su realismo mágico enriquece la sencillez de lo práctico con elementos aparentemente fantásticos. Preocupan al autor de Un amor (1963), en opinión del periodista valenciano, “el transcurrir del tiempo, la simbologÃa de los grandes espacios deshabitados e inhabitables, el acecho de un enemigo más allá de la frontera de lo dominado o la creación de un ámbito de desasosiego que trasluce la preocupación existencial por el sentido de la vidaâ€. Hay que leer a Buzatti para refrescar nuestro sentido de las posibilidades de la ficción. Pocos han creÃdo nunca en el poder de las palabras tanto como él, y aún menos han demostrado su destreza de prestidigitador. Sus relatos sin género son hoy tan relevantes para la generación YouTube como lo fueron para los Baby Boomers.