1
Me resulta curioso, y hasta divertido, que un libro sobre la renuncia a escribir consiga el efecto contrario en la lectura: cuanto más leo sobre gente que dejó de escribir, más ganas encuentro para no dejar de leer. La nota es del 29 de mayo de 2006. La escribà a propósito del libro de Vila-Matas Bartleby y compañÃa. Llegó por azar esta mañana, mientras releÃa alguno de esos capÃtulos sobre escritores que abandonan la escritura. Cuatro años después, mantengo lo que dije: hay libros que consiguen un efecto contrario. Bartleby y compañÃa habla de renuncias y, sin embargo, provoca en el lector una necesidad por seguir leyendo. Lo mismo con estas notas alrededor de la desaparición. Desde que comencé con estos apuntes en torno al arte de desaparecer, no han dejado de aparecer nuevos casos. Surgen nombres que no conocÃa, de la mano de lectores que tampoco conozco. La literatura provoca, a veces, esas extrañas simetrÃas. Hablar sobre la desaparición implica, paradójicamente, llenar el universo.
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Uno de esos casos es el de Alejandro Dolina. Me da la pista Irene Jové. Rectifico: no me da la pista, me manda el cuento entero. Se titula “El arte de la ausenciaâ€, de su libro El libro del fantasma. Comienza asÃ: “En el teatro oriental, sucede en ciertos momentos que un solo actor canta o baila y los demás permanecen sentados de espaldas al públicoâ€. Dolina llama a ese proceso virtudes teatrales de la omisión. Los actores deben tomarse esa actividad con la máxima energÃa y concentración, aunque permanezcan de espaldas y aparentemente omitidos, solapados. El actor Ian Wilenski, nos explica Dolina, fue el máximo representante de esta manera de permanecer sobre el escenario. El público se entregó sin reservas a su manera de ausentarse, asà que era frecuente que le ovacionaran sin parar mientras él saludaba, oculto, detrás de la coulisse. Los espectadores sabÃan que el actor estaba allÃ, interpretando ese papel ausente. No es de extrañar, por eso, que su mayor éxito fuera Esperando a Godot. Fue tal la magnitud de su interpretación que el propio Wilenski no se conformó con los escenarios, sino que adoptó esa actitud invisible en su propia vida. Se hacÃa invitar a todas las fiestas del ambiente, solamente para no ir, escribe Dolina. De hecho, las pocas veces que esa inasistencia no le fue posible, intentaba atenuar al máximo su presencia. Empleaba toda su energÃa en omitirse. Nadie sabÃa si realmente estaba allÃ, entre ellos. Ni siquiera sus compañeros de reparto. Ese fue el caso de Lidia Moreno, compañera del actor durante casi diez años. En una entrevista admitió no haber visto jamás a Wilenski. Hay quien apunta que el director de la compañÃa le despidió, pero no podemos confirmarlo. En 1992 le rindieron un homenaje. Nunca supimos si vino, concluye Dolina.
3
En una entrevista al escritor Gonzalo Hidalgo Bayal, el periodista le pregunta si no le parece que, en el fondo, buena parte de lo que ha escrito es el testimonio de algo que ha estado a punto de desaparecer. Por ejemplo, en una de sus mejores novelas, Campo de amapolas blancas, donde nos narra la vida de H, un personaje que, ya desde el nombre, se nos presenta como simple soporte, en este caso alfabético. Si a alguien, decimos, un escritor, no se le ocurre hablar sobre él su historia se pierde. Desaparece. Nunca hubiéramos tenido constancia de su vida, siquiera ficticia. Ahà está la matriz de la literatura. Se escribe, concluye Bayal, para que se preserven las cosas.
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Juan Vico, en su artÃculo sobre diaristas “La piel de los dÃasâ€: “Pero también la necesidad de escribir rápidamente antes de que algo desaparezca, o empujado acaso por el temor a desaparecer uno mismo antes de haber acabado la obra, como confiesa Katherine Mansfield que le ocurrió durante la elaboración de uno de sus cuentos, Las hijas del difunto coronelâ€.
5
Me interesa la obra de E. M. Cioran, a pesar de que muchos le desacrediten, con el inapropiado sintagma de filósofo de taberna. Tengo a mi lado uno de sus libros, Ese maldito yo. José Manuel Chico me selecciona un par de aforismos, apuntes, axiomas o pensamientos, que hacen referencia al arte de desaparecer. El primero que trascribimos dice: “Muriendo nos convertimos en los dueños del mundoâ€. El segundo es definitivo: “Lo maravilloso de esta vida es que cada dÃa nos aporta una nueva razón de desaparecerâ€. Del primero poco hay que añadir. Ya dijimos que desaparecer significa llenar el universo. Del segundo aforismo podrÃamos estar hablando horas, dÃas y semanas. Al hacerlo, lo normal es que dejemos de existir, en algún punto entre palabra y palabra. Ya lo escribió el propio Cioran: “El hombre se halla en algún lugar entre el ser y el no-ser, entre dos ficcionesâ€. Desaparecer es habitar un paréntesis.
6
¿Qué libro no ha sido escrito para que se preserven las cosas? ¿Qué novela no fue concebida para alargar la vida a una historia? ¿Qué obra no se plantea como una recuperación de lo que dejará de existir? Ginés Ayala, el personaje principal de Alguien que no existe, de Ãlvaro Valverde, reconoce: “Sé que vengo a ver lo que no existeâ€. Habla de una ciudad, de su pasado. Más ejemplos del mismo autor: “y recuperar en vano/ lo que nunca ha existidoâ€, de su poema “La sombra fugitivaâ€. En ambos casos, el autor nos miente. O nos miente a medias. Sà que ha existido esa ciudad, sà que ha existido su historia. Sin embargo, todo ello queda sepultado en algún momento. Dejan de ser visibles para convertirse en restos, en vestigios más o menos ocultos. Están ahÃ, aunque ya no son tangibles. Sólo la memoria puede comunicarse con ese pasado. Afortunado quien desaparece: algo, al menos, ha iniciado en su vida.
7
Paul Auster, que es un maestro sublimando espacios cotidianos, nos habla del Hospital de Objetos Rotos. Aparece en su novela Sunset Park. Montó ese negocio uno de sus personajes, Bing Nathan, con la intención de defenderse. (Uno suele creer que defenderse significa prevenirse contra su ciudad, las personas que lo habitan o el trabajo que desempeña. Al final, y con suerte, se descubre que todo eso no es más que una defensa contra uno mismo). El Hospital de Objetos Rotos, explica Auster, “está situado en la Quinta Avenida, en Park Slope. Flanqueado por una lavanderÃa automática y una tienda de ropa de tiempos pasados, es un pequeño establecimiento comercial dedicado a la reparación de objetos de una época a punto de desaparecer de la faz de la tierra: máquinas de escribir manuales, plumas estilográficas, relojes mecánicos, radios de válvulas, tocadiscos, juguetes de cuerda, máquinas de chicles de bola y teléfonos de discoâ€. Hagamos un recuento de todo aquello que tuvimos y ya no forma parte de nosotros. Objetos de la infancia, en su mayor parte. Son piezas fundamentales para entender qué somos, con qué activamos nuestra primera imaginación y desde qué lugar comenzamos a defendernos del mundo.
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¿Desaparecen siempre esos referentes que nos sirvieron de guÃa? Jorge Manrique, en Coplas a la muerte de su padre: “Esos reyes poderosos/ que vemos por escrituras/ ya pasadas,/ por casos tristes, llorosos,/ fueron sus buenas venturas/ trastornadas;/ asà que no hay cosa fuerte,/ que a papas y emperadores/ y prelados,/ asà los trata la muerte/ como a los pobres pastores/ de ganadosâ€.
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Leo en Isla Decepción, del escritor cántabro Rafael Fombellida, una cita de Thoreau: “A menudo, el poeta sólo hace una incursión, como un jinete parto, y vuelve a desaparecer, disparando mientras se retira; pero el escritor en prosa ha conquistado territorios como un romano, y establecido sus coloniasâ€. Ignoro si está en lo cierto, pero tengo la sensación de que se aproxima a una extraña verdad. Quizás se trate de una verdad imprecisa: establecer colonias, después de la conquista, es una forma de desaparecer. La escritura, al final, no es más que eso.
[Nota: Los artÃculos El arte de desaparecer, 1 y 2, están publicados en la revista digital Calidoscopio (www.calidoscopio.net)].
Ãlex Chico
Barcelona, enero de 2011
Blog Isla de Elca
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Sobre la desaparición, Jordi Bonells escribe y escribe: «Dar la espalda», «Esperando a Beckett», «La segunda desaparición de Majorana», «Dios no sale en la foto»…
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Gracias por tus apuntes sobre Cioran. Muy reveladores, casi tranquilizadores.