Algunas de las autoras de la antología 'Iceberg' | Foto: Míriam García

El cuento, ese iceberg en el mar de las letras

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Algunas de las autoras de la antología 'Iceberg' | Foto: Míriam García
Algunas de las autoras de la antología ‘Iceberg’ | Foto: Míriam García

John Cheever decía que, en el momento exacto de la muerte, uno se cuenta a sí mismo un cuento, y no una novela. Evocadora frase, sin duda, una muestra más del proselitismo que los cuentistas suelen prodigar al género que cultivan con ahínco en tanto manifestación minoritaria de la narrativa. Sin embargo, quizás ya sea hora de ir abandonando esta eterna contienda pugilística entre cuento y novela, novela y cuento: que la novela gana por puntos y el cuento por knock-out, que la novela es una película y el cuento una fotografía, que la novela es para sedentarios y el cuento para nómadas… Cada género aborda el universo desde diferentes perspectivas –la novela desde la complejidad, el cuento desde la sencillez–, ambas necesarias y totalmente complementarias. Pero cuando nos ponemos a debatir sobre qué representa la novela o qué supone escribir o leer cuento, en ocasiones esgrimimos argumentos que poco tienen que ver con los rasgos formales o temáticos de cada género, sino que sacamos a relucir razones extraliterarias. Dicho de otro modo: prejuicios.

¿Cuánto hace que venimos escuchando que el cuento está en auge? La realidad nos indica que sigue siendo un género de minorías, al menos en esta parte del mundo; y, al menos, desde el punto de vista de las grandes casas editoriales o de esa imprecisa entidad llamada gran público. El año pasado se consideró un acto de heroísmo que Técnicas de iluminación, de Eloy Tizón, fuera elegida una de las tres mejores obras en cualquier género publicadas en España. Ni siquiera el Nobel a Alice Munro provocó ese furor que esperaban los cultores de la narrativa breve. Hoy hay grandes cuentistas en España, sí. También hay una camada de abnegados editores dispuestos a defender el cuento a pesar del poco rédito económico que otorga. Y existen –evidentemente– lectores ávidos de devorar con singular criterio las novedades que ofrece el género.

Sin embargo, no parece que en el futuro cercano lleguemos a ver en un metro a hora punta multitudes de pasajeros leyendo libros cuyas portadas luzcan apellidos como Saunders, Hempel, Fraile o Borges, o que los gigantes del mundo editorial cambien por libros de cuentos ciertas novelas que invitan a colgar candados en puentes parisinos. Buena parte de ese “gran público” aún sigue relacionando al cuento únicamente con el cuento infantil. Y buena parte de esos grandes editores aún siguen viendo al género breve como algo para culturetas, demasiado extraño, demasiado innovador, demasiado estrafalario; y, siempre, muy poco comercial.

¿Pero qué más da lo que piense el mercado? ¿Qué importa si el que viaja a mi lado hojea un tochón que habla de enigmas cátaros o de erotismo de andar por casa? Despojemos al cuento de tales connotaciones y recién entonces volveremos a verlo como un refugio, como un singular espacio de creación capaz de aportar versatilidad a autores y lectores, una clase de versatilidad que la novela –dada su naturaleza– jamás será capaz de dar.

Defender el cuento

El carácter flexible, la brevedad o la intensidad que merece todo buen cuento hacen del género un legítimo espacio de expresión para muchos escritores que comienzan a desandar el camino de la escritura narrativa. Algunos lo adoptan como banco de pruebas para después lanzarse a producir textos más extensos sin que les tiemble el pulso; y es lógico que ello ocurra, ya que el cuento permite ensayar voces narradoras, escenarios, personajes o ritmos sin caer aún en el espeso compromiso que supone urdir una historia de cientos de páginas. Otros autores en ciernes eligen el cuento porque son impacientes y quieren ver el resultado en dos o tres días. Otros porque, simplemente, son perezosos. Y otros –más de lo que creemos– se autodenominan militantes del cuento a pesar de su condición de noveles, acérrimos defensores de elaborar una narración con la menor cantidad posible de recursos, intentando transmitir mucho con muy poco, siempre estableciendo una tensión narrativa que consiga secuestrar al lector, tal como sugería el maestro Poe.

Y en todas estas aspiraciones nada tiene que ver si el cuento está o no en auge. Nada de eso le importa a estos cuentistas acérrimos o simpatizantes. Ellos solo quieren respirar profundo para correr distancias cortas con la mayor velocidad y, así, gestar mundos capaces de caber en un cofre, o en una caja de música, o en un dedal.

Leqtor Universal
Leqtor Universal

Esta cóctel de factores fue el germen que motivó a la Escola d’Escriptura del Ateneu Barcelonès a reflejar el modo en que el cuento está cobrando cada vez más interés entre sus alumnos, que no solo lo adoptan como una plataforma de entrenamiento sino también como una vía de expresión que desean cultivar con audacia y, sobre todo, con absoluta convicción. Fruto de este apetito por lo breve es la antología Iceberg (Leqtor Universal, 2014), un volumen que recoge los mejores textos producidos durante un año por todos los alumnos de su Itinerario de Cuento, cursos en los que participan más de ciento cincuenta alumnos cada ciclo lectivo y que, en conjunto, han producido a lo largo del año pasado casi mil textos breves. De entre esa copiosa cosecha, un grupo de profesores de la Escuela –entre los que se cuentan reconocidos autores como Pedro Zarraluki, Mercedes Abad, Muriel Villanueva, Ada Castells o Pere Guixà– ha seleccionado los dieciocho mejores textos, nueve en castellano y nueve en catalán.

Multiforme trozo de hielo

La primera cualidad que salta a la vista de este abanico es la uniformidad dentro de la diversidad. Y tal uniformidad lo aporta la técnica: estos dieciocho cuentos lucen texturas definidas, estructuras sólidas y una tensión siempre en aumento, lo que demuestra que sus autores han sabido aunar la propia creatividad con el caudal de recursos narrativos que, en buena medida, han adquirido en sus clases de escritura. Así lo cree Anaís Reyes, autora del cuento Shhhh!: “La técnica es fundamental para adquirir seguridad en la escritura. Ganas en tiempo, pero aún más en efectividad. La escuela me ha permitido formularme preguntas muy claras para conseguir cuentos redondos”. En este sentido, Carmen Latorre, autora del cuento La puerta en mi cabeza, añade: “Yo he ganado en confianza, mayor fluidez y he construido un cierto método. También he conseguido una nueva mirada crítica con la que valorar mis textos y los de los demás, reconociendo lo genial y lo mejorable, aprendiendo por mí misma de todo ello”.

Pero pensar que la solidez solo se alcanza con unas clases de escritura es creer en milagros. Y la literatura se hace a fuerza de certezas. Es evidente que los autores de Iceberg han llegado a este resultado a través de otras dos vías insoslayables. La primera es la lectura activa y consciente de sus maestros –llámense Poe, Maupassant, Kipling o Chéjov, tal como enumeraba Horacio Quiroga en su célebre Decálogo del perfecto cuentista–. Causa grata sorpresa que, a la hora de enumerar referentes, varios de los autores de Iceberg citen poetas: Mónica Sánchez, cuyo cuento se titula Ni rastro, es ávida lectora de Sylvia Plath y Antonio Machado; Cristina García, autora del texto Regalar el desig, nombra sin dudar a Joseph Brodsky y a Wislawa Szymborska; y Celia Cruz, autora de Todavía son las nueve, revela que antes de asistir a la Escola d’Escriptura no leía poesía; hoy reconoce que el cuento está íntimamente emparentado con la lírica, ya que ambos géneros deben ser sumamente significativos para alcanzar un efecto determinado con los mínimos elementos; y esa fue la puerta que le permitió conocer a autoras como Anne Sexton, o bien la poesía de un cuentista paradigmático: Raymond Carver.

Conocer la técnica y leer a los maestros no sirve de nada sino se suda: manchar hojas, tachar, escribir, reescribir y volver a reescribir, tal es la empresa que ha de aceptar todo escritor, cualquiera sea su género, estilo o estatus. En el prólogo a la sección en castellano de Iceberg, el escritor Pedro Zarraluki no solo pone el acento en la elevada calidad de los textos seleccionados, sino también en el esfuerzo que han debido asumir sus autores, “esa enorme cantidad de horas que implica la consecución de la brevedad”. Y agrega Zarraluki: “Mi buzón de correo ya está acostumbrado a recibir relatos de mis alumnos a horas extrañas, las tres, las cuatro de la noche. Las cinco de la madrugada. Y yo, cuando leo los relatos, no puedo dejar de imaginar a sus autores sumidos en el silencio y la oscuridad de esas horas, iluminados tan solo por la pantalla del ordenador, buscando enfebrecidamente la manera de expresar una idea”.

Cuántos de estos dieciocho textos se han producido a deshoras es algo que no podemos saber con certeza, pero sí es claro que sus autores han labrado cada expresión, cada palabra, con ojo de orfebre. Tina Gasol declara que ha dejado reposar un buen tiempo su cuento Nivel tres para conseguir las exactas dosis de erotismo e ironía que exhibe la historia. Del mismo modo, el cuento Homes, de Montse Junyent, también ha pasado numerosas veces por la piedra de la reescritura, aunque en su caso fue más arduo el trabajo previo, el de la planificación: “Me considero una escritora arquitecta –confiesa Junyent–. He estado más tiempo planeando que escribiendo. Después de buscar ideas y de proyectar, una vez que tengo todo controlado solo entonces puedo escribir”.

Y si la técnica, la lectura consciente y la reescritura es en buena medida lo que le da unidad a Iceberg, su diversidad está dada por las disímiles motivaciones y procesos creativos de sus autores. Marta Codina confiesa que su cuento Hitachi Electronics S.L. nació a partir de la inspiración que le trajo la canción Un tros de fang, del grupo de rock Mishima. A Eva Espinosa, por su parte, no le tiembla el pulso al reconocer que su cuento La diferència surgió gracias a haber tomado en préstamo la idea de una novela que estaba proyectando una compañera de curso: “Es la misma historia que la novela de mi amiga, pero narrada de un modo totalmente diferente, ya que no solo la he adaptado a los códigos propios del cuento, sino que aquel era un texto realista, y el mío es fantástico”. El cromatismo de este volumen se completa con los cuentos de Natalia Lasierra, Pablo Matilla, Lali Palau, Gemma Pellisa, Beatriz Peñas, Toni Rojas, Victòria Soldevila, Miquel Sureda e Ingrid Van Gerven.

La dignidad de movimiento de un iceberg, según Ernest Hemingway, se debe a que solo un octavo de su masa aparece sobre el agua. Esta metáfora resume de alguna manera la razón de ser de la cuentística contemporánea, ya que en la buena narrativa breve lo más importante nunca se muestra, sino que se sugiere. Tal es el espíritu que pretende recoger esta antología –en su unidad y en su diversidad–, más allá del juicio de los grandes monstruos editoriales o de aquel pasajero de metro interesado en los enigmas cátaros. Porque Iceberg necesita lectores valientes, lectores dispuestos a derretir prejuicios y sumergirse en las intensas aguas de estas voces que, a pesar de ser noveles, no navegan a la deriva, porque son voces que conocen su derrotero, saben lo que buscan y, sin duda, llegarán a buen puerto.

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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