El prisma del lenguaje, por José Luis Amores

Quienes leen en cantidades razonables se habrán topado a menudo con el término “intraducible” en alguna nota a pie de página que suele terminar con la expresión N. del T. o N. de la T. Digo “a menudo” para hacer una matización, no solamente porque quienes leen poco tengan menos probabilidades de encontrar esas rarezas lingüísticas, y tampoco porque normalmente leer poco suele corresponderse con leer únicamente best-sellers cuyas traducciones no se caracterizan desde luego con el afán de fidelidad a un original del que sus productores —los de la traducción— sólo se sirven a efectos económicos. Ese “a menudo” excluye también a aquellos lectores de obras recientes, inevitablemente contaminadas por la adopción idiomática de extranjerismos que, en su momento, fueron “intraducibles” y precisamente por tal circunstancia engorrosa e irritante llegó un día en que dejaron de serlo y se incorporaron de manera tácita, oficiosa al principio y más tarde oficialmente, al idioma en el que no fueron capaces de encontrar una equivalencia original. Porque no existe una tabla de equivalencias exactas entre idiomas diferentes, aun entre aquellos que derivan de la misma lengua muerta, de ahí que esos términos “intraducibles” estén en peligro de extinción: las necesidades globales de comunicación exigen que todos hablemos y, por extensión, pensemos igual, o lo mismo.

Sin embargo siempre he tenido la sensación no fundamentada de que el idioma materno condiciona nuestra forma de pensar, y de que el hecho de que existan expresiones intraducibles constituye una prueba empírica de dicha sensación. Con la lectura de El prisma del lenguaje, de Guy Deutscher, he visto corroborada en cierta manera mi teoría. Voy a explicar por qué con varios ejemplos prácticos.

Ejemplo nº 1

La palabra Weltanschauung puede traducirse como “cosmovisión” y viene a significar cómo vemos el mundo cada uno y cómo lo interpretamos a partir de esa visión. Es decir, no es una expresión intraducible, tiene un reflejo que parece válido en castellano —aunque quizá ese reflejo pudiera resultar un tanto “cósmico”— y no habría razón para utilizar la alemana Weltanschauung si lo que se quiere decir es “cosmovisión”. No obstante si yo, lector de pocos idiomas entre los que no incluyo, para mi desgracia, el alemán, conozco su existencia y significado es porque en textos escritos en castellano o, más raramente, en inglés la he encontrado y en su momento tuve que inferir su sentido con ayuda del contexto o recurrir a un diccionario, ya no lo recuerdo. Raro, ¿no? ¿Por qué utilizar Weltanschauung si se puede utilizar “cosmovisión”? Debe de ser porque el término alemán expresa mucho mejor la semántica subyacente al concepto, y el escritor —ensayista o novelista— que la utilice debe de estar tan poseído por dicho concepto que no ve completa “semánticamente” su frase si escribe “cosmovisión” y no Weltanschauung. Indudablemente ese escritor sabe alemán y sabe que, en las profundidades abisales de la semántica, Weltanschauung no es lo mismo que “cosmovisión” y que al no existir —para él— un término equivalente en castellano, seguramente por ser éste un idioma menos usado/válido para ver el mundo e interpretarlo filosóficamente, sería un error imperdonable no “meter” Weltanschauung en lugar de “cosmovisión”. Fijo que tiene que ser algo así, porque no quiero pensar que el uso del término alemán en lugar del castellano [supuestamente] equivalente se deba a un afán de pretenciosidad o, aún peor, a mera pedantería. O que el rechazo al, según me parece, fantástico “cosmovisión” se deba a ciertas resonancias cosmicómicas Calvinistas. Hace tiempo hablé con un amigo alemán del asunto y me contestó que efectivamente ellos, los alemanes, poseían más palabras para designar conceptos abstractos y matizar sustantivos peleones de las que nosotros, los españoles del montón, carecemos. Como nuestra relación es literaria, al ejemplo de la Weltanschauung añadió el de la Bildungsroman y la cuestión se fue complicando cada vez más —sin llegar a las manos— hasta que cortamos por lo sano o cerraron el bar, ya no me acuerdo.

Deutscher es mucho más práctico y prudente y comienza su demostración de hasta qué punto el idioma materno condiciona o no nuestra cosmovisión con el asunto de los colores. Muy avanzado el libro, dice:

“Pocos placeres de la vida adulta pueden compararse con la excitación de los adolescentes cuando filosofan hasta altas horas de la madrugada. Una de las convicciones más profundas que surgen de esas sesiones de metafísica acneiforme es la terrible seguridad de que nunca podemos saber cómo ven los demás realmente los colores” (239).

Eso, ¿cómo los ven los demás? ¿Mi verde es para ti tu rojo, por ejemplo? Resulta bastante más complicado que eso, por supuesto. Cuenta Deutscher que Gladstone, aquel primer ministro británico del XIX, escribió una obra sobre Homero y su época, Studies on Homer and the Homeric Age, en tres tomos de más de 1.700 páginas. En el último de ellos abordaba la cuestión del color en la literatura homérica, poniendo de relieve la ausencia de una gama importante de éstos que él interpretó como consecuencia de un sentido visual menos evolucionado que impediría ver correctamente, por ejemplo, el azul. Posteriormente se demostró que, aun siendo ciertas las observaciones de Gladstone, la versión de la retina homérica era tan avanzada como la que poseemos hoy, y que el hecho de que se recurriera a adjetivos extravagantes para, por ejemplo, describir el color del mar derivaba de la ausencia fáctica de palabras para designar ciertos colores. Dichas palabras no existían ni habían sido inventadas porque sus conceptos semánticos eran innecesarios, no formaban parte de la rutina de aquella gente.

Ejemplo nº 2

El primer ensayo que publicó Tom Wolfe, afamado autor, entre otras novelas, de La hoguera de las vanidades, fue The Kandy-Kolored Tangerine-Flake Streamline Baby (1965). (He sabido de su existencia por un proyecto bastante interesante que en breve verá la luz). Lo traigo a colación por la traducción más aproximada que podría hacerse de tal título, no editado en castellano. Veamos: Baby es “Chica”, que con Streamline al lado (que puede ser “aerodinámica” o “esbelta” pero también “fácil”; me decanto por “esbelta”, no me pregunten por qué) queda en “chica esbelta” —expresión bastante seria que desmerece el efecto conseguido en el original inglés—; Flake es “copo” (Corn-Flakes!) o “escama” o “piel” y Tangerine es “mandarina”, o “naranja” si nos referimos al color; mientras que Candy-Colored (la sustitución de las “c” por “k” es un efecto más a traducir…) deriva de la expresión candy colours que significa literalmente “colores chillones”, o “vivos” o “llamativos”. ¿Cómo narices se traduce eso, teniendo en cuenta, además, el efecto de las “k”? ¿Sustituyendo el sentido del color por el del sabor —nuestro idioma gusta más del sabor que del color—, o dejándolo a medias, por ejemplo La macizorra anaranjada? Sin leer antes el contenido del artículo que presta su título al libro no me atrevo a dar nada por sentado.

Guy Deutscher va más allá del color y ofrece ejemplos fascinantes de culturas —amerindias, australianas— cuyas lenguas determinan expresamente el sentido de orientación de sus hablantes nativos, y su manera de pensar [en] el espacio. Pueblos que no dicen “izquierda” ni “derecha” sino “este” y “oeste”, o que toman como referencia una montaña y la incorporan a su lengua: “detrás de la montaña” o “debajo de la montaña”. Al primer caso, el de las coordenadas basadas en los puntos cardinales, podríamos estar acostumbrados quienes nos atiborramos de narrativa estadounidense, aunque la fundamentación y los ejemplos reales que proporciona Deutscher —hay un pueblo australiano que se llama guugu yimithirr— son soberbias y mucho más precisas. También analiza la cuestión de la identificación sexual en los idiomas: cómo el hecho de que, por ejemplo, el castellano y el francés distingan los sexos más allá del pronombre o el posesivo y el inglés se limite a éstos condiciona las respectivas maneras de pensar de sus hablantes, y de qué manera… Pero también señala la existencia de un elevado porcentaje de arbitrariedad en la adjudicación de género a los objetos inanimados; sólo dos ejemplos: uno conocido, el coche es masculino en castellano mientras que la voiture es femenino en francés, y otro más divertido:

“El imprevisible sistema de géneros gramaticales fue la principal acusación en la famosa diatriba de Mark Twain contra la lengua alemana The Awful German Language [“El espantoso idioma alemán”]: «En alemán, una joven carece de sexo mientras que a un nabo sí se le otorga. Piensen en la exaltada reverencia que el alemán muestra por el nabo y en la insensible falta de respeto por la muchacha»” (222).

¿Realmente importa algo todo esto? En la opinión de Deutscher —y en la mía— sí, bastante. Sin embargo no se hace ilusiones al respecto —ni yo tampoco—:

“En 1924 Edward Sapir, que era entonces el máximo exponente de la lingüística estadounidense, no se hacía ilusiones sobre la actitud de la gente hacia su ámbito de estudio: «Todo hombre inteligente normal siente algo de desprecio por los estudios lingüísticos, convencido como está de su escasa o nula utilidad. La poca que tienen, si acaso se les reconoce, es de naturaleza meramente práctica. Estudiar francés parece ventajoso porque hay libros en francés que conviene conocer … [Pero] La gente de la calle considera que el hombre que se ocupa de la gramática, a quien llaman gramático, es un pedante frígido y deshumanizado»” (145).

“[Steven] Pinker afirma que, como nadie ha demostrado que a los hablantes de una lengua les resulte imposible o incluso muy difícil razonar de la manera concreta que es natural para los hablantes de la otra, los demás posibles efectos de la lengua sobre el pensamiento son prosaicos, aburridos, triviales e incluso susceptibles de inhibir la libido” (173-174).

Ejemplo nº 3

A efectos de impacto y significado la palabra “cool” es intraducible, y además ya no hace falta. Un ensayo de Thomas Frank recientemente publicado por la editorial Alpha Decay se titula La conquista de lo cool, sin mayor aclaración ni explicaciones, por lo demás inservibles. (Y esta misma editorial proponía un juego divertido e interesante a los seguidores de su página de Facebook —otra palabreja sin equivalente válido en castellano— consistente en propuestas de traducción para uno de sus próximos títulos: Everything here is the best thing over). El término impeachment significa “bochorno”, pero no se tradujo cuando el affaire —¿ven?, otra; la lista es enorme— Clinton-Lewinsky porque la equivalencia no era exacta, como tampoco necesitó traducción la perestroika que puso de moda Gorbachov ni la necesitan las fatwas ni las yihad musulmanas. Y por todo ello quizá deba concluirse que los novelistas o ensayistas que disfrutan colocando Weltanschauung a diestro y siniestro no estén siendo tan pretenciosos ni tan pedantes sino que acaso le estén siguiendo la corriente a esta globalización idiomática y conceptual tan à la mode.

Un último apunte prêt-à-porter. Los complementos finitos y la subordinación son herramientas características de las lenguas avanzadas. “El hitita, el acadio o el hebreo bíblico a menudo parecen soporíficamente repetitivos” (135). Sus estilos son simples y basados en la concatenación —“y … y … y …”— por la sencilla razón de que sus estructuras no estaban lo bastante evolucionadas como para permitir frases a lo Thomas Bernhard. Algo que parece no haberse entendido por muchos de los escritores del último medio siglo, defensores a ultranza de descafeinar el lenguaje y volver a los orígenes cuasi cavernarios con la excusa de la “pureza”, la “sencillez” o el “minimalismo”. Esto ha dado lugar al nacimiento de una raza descafeinada de lectores vagos que rechazan toda expresión escrita que contenga subordinaciones o complementos de cierta complejidad, lo que a su vez redunda en la proliferación de estructuras sintácticas proterozoicas tipo sujeto, verbo y predicado y punto. Algo que de seguirse la progresión podría culminar en lenguajes compuestos de gruñidos y monosílabos. Por mi parte voy a seguir remando en contra de esa tendencia mortal y continuaré recomendando libros inteligentes, apasionantes y nada descafeinados, como este de Deutscher (1), que además, y para variar, está fenomenalmente traducido por Manuel Talens.

José Luis Amores
http://bolmangani.blogspot.com

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(1) Quien, por si no se habían dado cuenta, tiene a su vez un nombre genial para el tema que nos ocupa: Guy es “tipo” o “tío” en inglés, mientras que Deutscher significa literalmente “alemán” en alemán. Es decir, un tipo alemán (aunque es británico y de ascendencia judía).

José Luis Amores

José Luis Amores (Málaga, 1968) es Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Málaga. Especializado en marketing, ha fundado varias compañías que después ha vendido a diversas multinacionales. En la actualidad ejerce su profesión como freelance. Ha sido colaborador de Diario Málaga y de la revista Papel Literario.

1 Comentario

  1. Estimado José Luis Amores.

    Estaba buscando la versión en castellano del artículo de Mark Twain titulado «The Awful German Language» y no encuntro la versión traducida. Sólo en inglés y alemán. Sabe Ud. si existe y dónde podría encontrarla.

    Gracias.

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