En busca de un héroe inocente que defienda la pobreza, la miseria, a los parias más atroces y a los resignados, a los supervivientes entre los desechos orgánicos, a los que apuñalan por tener un punzón envenenado en el bulbo raquÃdeo, a los acosados, a quien no tiene problemas en masturbarse en medio de una plaza pública, a quien le escuecen los higos que cuelga entre las piernas, a los indeseables en general y a los que poseen un aura de locura insana para sobrevivir, uno no puede por menos que acordarse de Mohamed Chukri (Beni Chiker, 1935 – Rabat, 2003). El azote que supuso su novela autobiográfica El pan desnudo (traducido recientemente como El pan a secas por la misma editorial que hoy publica esta colección de relatos), y su consiguiente autoficción en la misma lÃnea –Tiempo de errores y Rostros, amores, maldiciones–, supuso uno de los escasos casos que se han dado en la literatura del siglo XX que nos hizo saber que todavÃa quedaban cosas por contar. Y que esas cosas eran importantes, contundentes, cegadoras de tan pasionales y crudas al tiempo que, paradójicamente, nos abrÃan las miras.
Chukri, a quien se le robó la infancia con desgarro, tuvo que experimentar lo más canalla para comprender la relación de las condiciones humanas. Hipersensible, su obra no cesa de recordarnos que a pesar de todo existe el afecto como rama a la que agarrarse para no caer al precipicio. De este modo, tras aprender a leer y escribir siendo adulto, negó cualquier artificio para adornar su obra, para dotarla de mayor elocuencia. No existe una sola frase pedante o preciosista en su literatura. Su literatura son hechos, no palabras, y las llagas de esos hechos en el cuerpo, que sabe que no va a existir un mundo mejor. Chukri, como los niños, no finge, afronta el mundo con la sensibilidad de la piel, que tiene una especial significancia en el sexo. Y asà la realidad de las cosas es creÃble no por el acto de fe que el lector se ve abocado a poner durante la lectura, sino porque sabe que es imposible tener sueños de ese calado.
Siendo esta la lÃnea general de su obra, no deja de plantearse temas intrÃnsecos a cada relato, sin caer en el narcisismo de la repetición. Asà el cuento Violencia en la playa versa sobre la existencia del mal porque sÃ, porque existe sin más. La red es un ejercicio del arte del gesto, de hacer del gesto de un niño un relato. En Los que vuelven se plantea la intolerancia al miedo de quien sabe que no comerá al dÃa siguiente. Por su parte, La maternidad es un acercamiento al monstruo burgués. Y Los que rÃen y lloran nos cuestiona esa banal costumbre de identificar la risa continua con la locura. En Shariar y Sherezade pone sobre la mesa las consecuencias de sustituir a la memoria por la obsesión por la belleza, hasta que deja de existir el presente. Prohibido hablar de las moscas demuestra que el vaticinio de la penitencia, que será dolor fÃsico, es peor tortura que la propia penitencia. En Bashir, vivo y muerto, sus personajes subliman esa horrible idea de que la soledad del mendigo loco puede ser vista como un espectáculo por la muchedumbre. Con El vómito deja a las pinturas negras en pantomimas, porque refleja algo vivido, no imaginado. Algo semejante ocurre en la lectura de Ãrboles calvos, que nos transmite la certeza de que lo que para unos es onÃrico y bellaco, para otros es el dÃa a dÃa. En El ataúd une distintas versiones de la locura, porque si no eliges la locura no sobrevives. El último relato, El loco de las rosas, invita a pensar que ni siquiera la religiosidad salva a la pobreza de tener algo parecido a la dignidad, porque estamos acostumbrados a pensar que existe dignidad en la pobreza y Chukri, como en el resto de su obra, ha venido aquà para desengañarnos. Lo cual hace de él un autor imprescindible.