Nebulosa | WikiMedia Commons

Observaciones, fascinación y misterio

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En ocasiones ocurre que la confluencia de ciertas líneas de sangre, junto con las condiciones del entorno y el sentir general de una época, coinciden todas en un espíritu que reúne en sí las cualidades de los grandes personajes alrededor de quienes se teje la historia. Como en todo, la escala y la proporción tiene su lugar, y es posible encontrar a estos extraordinarios en todas las esferas de la actividad humana; desde la literatura y el arte, a la filosofía y la ciencia. Algunos de ellos pasan a ser nombres de cabecera y parte del saber popular, nombres que resuenan en el común de nuestro conocimiento básico del mundo, incluso si se desconoce el alcance de sus glorias o infamias. He ahí donde están los Napoleones, los Chopins y las Juanas de Arco. Otros, en cambio, pasan a engrosar las filas que conforman las largas periferias, aunque no por eso carecen de peso. Ocurre así con los Casanovas, las Anas Lovelace y los Huygens. Más interesantes aún, al final están esos otros que, igual a los anteriores, reúnen en su persona las cualidades de la grandeza humana, pero ungida a su vez de cierto misterio. Es en ellos donde converge lo sagrado con lo demoniaco. Ahí es donde nos encontramos con el Conde de Saint Germain, con Fulcanelli, o con Ernst Jünger.

Nacido de buena cuna en 1895, con la plena oportunidad de una vida tranquila y acomodada, ya desde la adolescencia Jünger mostraba los estigmas de la curiosidad y la aventura. Con dieciocho años dejó de lado sus estudios en el Gymnasium de Hamelin para enlistarse en la Legión Extranjera Francesa. Lo estacionaron en Argelia, y hubiera hecho el servicio reglamentario de cinco años de no haber desertado para viajar por Marruecos. La Legión, sabido es por todos, tiene memoria eterna y no perdona la traición; lo encontraron a las pocas semanas y de no ser por la intervención de su padre, un ingeniero químico de prestigio y cierta influencia, tal vez le hubieran flagelado la insubordinación.

La aventura franco-africana fue el preludio. Un año después, al estallar la Gran Guerra, se alistó en el ejército alemán. Vio acción y masacre en la batalla del Somme y Arras, en el frente de Champaña, en Ypres y en Cambrai. Fue herido multitud de veces, sus roces con la muerte apenas le distrajeron, lideró batallones contra las fuerzas británicas y aprovechó sus ratos libres para leer a Schopenhauer, familiarizarse con Nietzsche y a estudiar los textos de su amigo, el ilustrador Alfred Kubin. Utilizó los ratos quedos para enfocar su atención en la botánica del campo de batalla y en su naciente interés por la mineralogía y la entomología. La vivencia de la guerra quedó registrada en sus diarios, base para lo que más tarde sería el texto por el que es más conocido, Tempestades de acero, para muchos un libro problemático por su visión de joven terrible con la que pinta la batalla y el conflicto como una experiencia casi divina, necesaria para definir y justifica la experiencia humana.

Tusquets Editores

Durante el periodo de entreguerras pasó a ser una personalidad conocida en la cultura alemana, en especial por sus críticas a la República de Weimar, una postura que más adelante le ganó cierta atención que jamás quiso tener por parte de los nacionalsocialistas. Previo a la Segunda Guerra, su talento produjo varios títulos que cimentaron su lugar entre los más importantes escritores alemanes de por aquel entonces. Con sólo 43 años, la publicación en 1938 de El corazón aventurero (Tusquets, 2003), un texto breve, pero de lectura lenta, lo enmarcó como un pensador único: entre lo conservador y lo liberal, espolvoreado de una vasta cultura, conocimientos científicos y sensibilidad mística. Subtitulado como Figuras y caprichos, es un texto que no puede encasillarse en una categoría, salvo tal vez como un ejemplo de la ecléctica a la que se someten algunos intelectos.

Si hay una manera de describirlo, sería como un diario de noche o una bitácora de ideas entre el sueño y la vigilia. No está construido de capítulos, sino de viñetas que van desde unos cuantos párrafos en los que habla sobre las virtudes de quienes nunca pierden la buena suerte, hasta ensayos acerca del poder del color rojo y los bálsamos del azul. La reflexión filosófica y científica se mezcla con recuerdos de la Gran Guerra, observaciones de las manías sociales, pensamientos sobre la intuición, las correspondencias secretas entre la mente y los ciclos del Cosmos, así como los rostros ocultos de la realidad. Las crónicas personales (sus travesías por África, las vacaciones en Brasil) se confunden con cuentos y ficciones. Abundan, sobre todo, referencias a Nigromontanus, ese hechicero que aparece en varias de sus novelas (Desde Sobre los acantilados de mármol hasta la rarísima Heliopolis), pero inspirado en un personaje más que real; Hugo Fischer, compañero de viajes y estudios, un filósofo medio brujo de quien Jünger obtuvo saberes que bien podrían describirse como parte de la tradición hermética y ocultista.

La apreciación que algunos altos cargos del partido nacionalsocialista sintieron por su obra jamás le sentó bien. Aunque se desempeñó como capitán del ejército del Tercer Reich, además de oficial de inteligencia durante la ocupación parisina, tiempo en que se codeó con artistas como Picasso y Jean Cocteau, su estatus como gigante de las letras germanas, además de múltiples condecoraciones militares, le brindaron un grado de protección que de otra manera no hubiera tenido. Antes de la guerra rechazó una serie de puestos docentes y editoriales que los propios nazis le ofrecieron, se negó a sentarse en la misma cabina de radio junto a Goebbels y abandonó una asociación de veteranos cuando sus miembros judíos fueron expulsados.

Que las fuerzas de la época lo arrastraran a situaciones moralmente incómodas no significó que, como muchos de sus contemporáneos, se quedara callado. En 1939 publicó En los acantilados de mármol, una crítica nada velada al nazismo que, sin embargo, no incurrió en la ira del Führer, quien supuestamente lo respetaba tanto por su desempeño en la Gran Guerra que ordenó que nadie se atreviera a tocarle. El mandato permaneció válido incluso cuando el nombre de Jünger apareció en las periferias del fallido Plan Valquiria con el que von Stauffenberg y otros conspiradores intentaron asesinar a Hitler. La anécdota tiene el tufo de lo apócrifo, y es posible que lo sea, pues parece tratar de justifica la inagotable buena estrella que, desde muy joven, iluminó los caminos de Jünger. Un asunto del que reflexiona varias veces en El corazón aventurero, sobre todo en la viñeta Mala hierba de la fortuna, en donde escribe «como el afortunado es como un bailarín cuyos pasos se acompasan con el gran concierto universal. Se parece a los personajes de ópera; sus gestos, sus palabras y sus giros obedecen a la dirección de una orquesta secreta; su inteligencia consiste en seguir el dictado de una razón superior que piensa por sí misma».

Ernst Jünger | WikiMedia Commons

El hecho de que Jünger fuera uno de varios altos comandos de la Wehrmacht que despreciaban a los nazis para los que trabajaban no significa que sus ambigüedades pasaran (y sigan pasando) desapercibidas. Gracias a estas asociaciones nada vistosas, su presencia no fue del todo agradable para la intelectualidad alemana de la posguerra, en especial para los comunistas, quienes no dejaron de mirarle con sospecha. Su postura poco comprometedora, roces con el misticismo y sensibilidades de conservador, hicieron de Jünger una especie de tara negra con la que la gente de bien recordaba un pasado del que preferían olvidarse. No retomó camino en la literatura sino hasta los años 50, momento en el que se le reconoció como una de las figuras de mayor peso en la cultural de Alemania Occidental, lo que le valió más adelante una reedición bien cuidada de toda su obra. Muchos años antes, Jünger escribió en la viñeta La rueda de la fortuna, casi al final de El corazón aventurero, sobre la coincidencia entre la adquisición de un nuevo reloj y el inicio de nuevos capítulos en la saga de cada persona.

Su ficción está a mitad de camino entre la fantasía científica y las crudezas del mundo, aunque ambas le fueron expresiones de una misma realidad. Su interés por los minerales, los insectos y las plantas, aunados a una vida interior rica en exceso, informaron su opinión. El Universo, para él, era una lugar mucho más vasto y misterioso de lo que el materialista se limita en conocer, y mucho más accesible a los sentidos y el entendimiento de lo que al esotérico le gusta creer. La filosofía siempre tomó papel importante, no solo como una estructura intelectual para ordenar la esfera pública, sino también como brújula en lo privado. Como muchos otros curiosos de su tiempo (y del nuestro, más mojigato), se interesó en los estados alternos de conciencia, junto con las diversas maneras de entrar en esos espacios en los que las barreras cerebrales se relajan y dan acceso a dimensiones más sutiles de la existencia. Su conocimiento y contacto con sustancias hoy por hoy ilícitas está bien documentado; conocida es su amistad con Albert Hoffman, el químico suizo que sintetizó el LSD, y más conocidos son los viajes que hicieron juntos mientras escuchaban a Mozart. Todo un Matusalén, Jünger abandonó este escenario en 1998, a los 102 años, pero no desperdició jamás la oportunidad de insinuar que su gran vitalidad era resultado de las saludables porciones de ácido lisérgico que su amigo Hoffman le compartía.

Es complicado, si no imposible, leer El corazón aventurero y el resto de sus escritos sin tener la sensación de estar ante la mente de un león; no uno emancipado que vaga tras las rejas de un zoológico, sino uno de esos que andan libres por la sabana, señores de su reino, astutos y brillantes, contentos en dar y recibir la violencia del cuerpo y el alma. En una entrevista hecha en Viena, Bruce Sterling, más acostumbrado a las personalidades placenteras de la ciencia ficción, comentó sobre su asombro y terror ante Jünger, pintándolo casi como una primigenia fuerza guerrera. Aunque es posible que no se tratara de eso, sino más bien de una personalidad forjada por un fuego estoico, consciente de sus propias capacidades y los límites de su control sobre las turbulencias del mundo. Algo así insinúa en El hipopótamo, otra de las viñetas de este libro, donde revela como en más de una vez he podido observar que cierto estado de serenidad y despreocupación nos protege como un amuleto contra las potencias inferiores.

La edición con la que Tusquets presenta El corazón aventurero, traducida por Enrique Ocaña, es ligera y fiel al estilo con el que han tratado otras obras de Jünger. Por otro lado, es posible imaginar ediciones futuras, más de colección, que pudieran acompañar algunas de estas viñetas con ilustraciones o fotografías. Hay algo de diario de viajes, de cuaderno de historia natural, a lo largo del texto. También un poco de grimorio, de confesionario terrible. Es ahí donde está la fascinación.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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