Conversaciones con suerte

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 Estambul | Foto: Olafpictures | Pixabay Commons
Estambul | Foto: Olafpictures | Pixabay Commons

Estambul es… Estambul es muchas cosas. Es grande. Enorme. Y multicultural, politeísta y políglota. Transcontinental. Una mujer de ojos árabes y carácter kurdo. Cabello largo y liso, al estilo oriental. Un individuo cuya conciencia se debate, fracturada, entre las tensiones de la religión, las exigencias del turismo y la presión del Viejo Continente. Como señala el premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk, es una ciudad en blanco y negro. Tiene un color específico.

Viajar a Estambul es fácil. El visado es barato y la gente, hospitalaria. No podía ser de otra forma, el turismo representa la mayoría de los ingresos del país. Turquía acoge a más de 30 millones de visitantes cada año de los que un 32% eligen la antigua Constantinopla como destino. Una cifra vertiginosa que según el Gobierno crece al cerrar cada ejercicio. Muchos son, pues, los que se lanzan a seducir esta ciudad pero, para poder ahondar en el alma de Estambul, hay que tener Suerte. Yo conocí a la mía un jueves de diciembre, en la calle Ibni Kemal, en Sultanahamet, después de mil vueltas en un taxi.

-50 liras.

-No las llevo justas, ¿lleva cambio? – no, no llevaba y se marchó con 10 liras de propina sin mediar palabra.

Mi Fortuna en este caso fue un hombre, joven, de pelo y piel morenos. Tenía una gran sonrisa en la cara y me invitó a cenar en su pequeña cafetería. Amablemente, rechacé la invitación. En el corazón de Turquía las calles están repletas de restaurantes y las puertas de éstos llenas de guapos y seductores turcos que te sientan en una mesa en lo que duran una sonrisa y un guiño. «Pues un té», me replicó en un español casi perfecto. Mi gesto se transformó. Las cejas enmarcaron una mirada perpleja y, entre el asombro y aquellos ojos color café, sin llegar a decir nada, me senté en un silloncito de su terraza.

Con un vaso de çay en las manos, para ahuyentar el frío que trae consigo la noche turca, Suerte se sentó a mi lado. Me explicó cómo seducir a esa mujer de ojos árabes para conocer todos sus secretos. Me señaló cuáles eran los primeros pasos a seguir: visitar Santa Sofía, la Mezquita Azul, Topkapi y la Torre Galata. El tour de los más de 9 millones de visitantes anuales que pisan su piel empedrada. Obviamente, el primer día me comporté como una turista más, pero mis ojos intentaban ver más allá de las multitudes y las mezquitas.

-¿Qué pasa contigo, Estambul?-, le preguntaba en voz bajita.

No recibía respuesta. O no la escuchaba. La aglomeración, las colas interminables para entrar en el templo del Sultan Ahmed (la antes mencionada Mezquita Azul, que solo los extranjeros llaman por su color, según me explicó Suerte), las llamadas a los rezos, el olor a maíz y a castañas, las motos, los gritos de los vendedores, las risas de las jóvenes musulmanas, el claxon del tranvía… Me mareaban. Sentía como si a cada inspiración la ciudad calara en mi sistema, como quien da la primera calada a un cigarrillo y nota como la nicotina le invade. Quizás esa era la respuesta de Estambul a todas mis preguntas.

Cosas de kurdos.

Exhausta, regresé a mi hotel después de una primera jornada intensa, no sin antes pasar por el que sería mi rincón de las preguntas. Sin mediar palabra me volví a sentar en la misma terraza, en el mismo silloncito, y le pedí a Suerte un çay y un secreto. Me moría de curiosidad por saber qué pasaba con esa ciudad. Cómo se organizaba, qué locura de tráfico era esa, por qué todo me recordaba al medioevo y a la vez en cada esquina había Wi-Fi.

-Oye… pero aquí… el Gobierno, ¿qué tal? -, lancé la pregunta, tímida.

-Celebramos elecciones y el Gobierno actual perdió. Las anularon y ha convocado unas nuevas. Obviamente no les gustó el resultado-, concluyó guiñándome un ojo.

Suerte cogió un şal (los şal son unas enormes pasminas de lana que abrigan como una manta) y me cubrió los hombros. Pidió más té y continuamos nuestra conversación.

-¿Cuál es tu trabajo en España?-, me preguntó mientras entrecerraba los ojos. Creo que mi curiosidad le estaba creando sospechas.

-Soy periodista-, afirmé con ese orgullo que tenemos los recién salidos de la facultad.

-No es buen trabajo, peligroso…

Le aseguré que estaba de vacaciones y que, además, no estaba trabajando en ningún medio de comunicación. Me volvió a sonreír, paternal, me rodeó los hombros y me clavó esos ojos color café.

-¿Qué quieres saber?

La respuesta sólo podía ser una.

-Todo.

Suerte resultó ser kurdo, uno de los 15 millones que viven en Turquía. Su postura corporal cambió cuando me reveló su etnia. Se irguió y me hizo sentir pequeña, pero no en mal sentido: fue como una sensación de protección. Los kurdos y, es de importancia destacarlo, las kurdas están plantando más que cara a los radicales del Estado Islámico. Son un pueblo que evoca esos países que acaban en -istán y que llevan años de lucha. Por su tierra, por su historia y por su identidad.

-Los kurdos son los únicos que hacen algo para luchar contra el Daesh. Los contienen, les han arrebatado alguna ciudad importante, nos defienden-, a Suerte se le iluminaba el rostro de orgullo.

Es verdad. En los tiempos que corren muchos medios de comunicación ensalzan las actuaciones del pueblo kurdo. Manuel Martorell, experto en Oriente Medio y autor del libro Kurdistán, viaje al país prohibido, considera que esta comunidad lleva casi un siglo luchando, desde los ochenta cuando el ayatolá Jomeini les declaró ‘la guerra santa’ en Irán o en los años noventa haciendo frente en Turquía a un Hezbolah apoyado y armado por el Ejército turco. Ahora, le ha tocado el turno al ISIS.

-El Gobierno turco le da dinero al Daesh. Lo sabe todo el mundo. El único que ayuda, y a su manera, es Putin. Además aquí tenemos nuestros problemas políticos: no todos los atentados que en Europa se comenta que son del ISIS lo son, pero al contrario que ellos, jamás atacan a civiles.

Suerte vaticinó que, tras el incidente aéreo entre Turquía y Rusia, va a haber un bloqueo de gas. «Joderán el turismo», se lamentó. Me sorprendió que tuviera un conocimiento tan profundo del español y me reí al escuchar el vulgarismo.

Además, Suerte es musulmán. Me explicó que la guerra entre kurdos y Daesh no es sólo por religión, hay kurdos que siguen el Islam y otros que son cristianos. Le pregunté por qué reza cinco veces al día.

-¿Y por qué no?

Me quedé sin respuesta. Me despedí con un abrazo y subí a mi habitación. Demasiadas cosas por procesar.

Diseñador gráfico, de profesión: sirio.

Se llamaría Ahmad, Mohamed o Samir. No me acuerdo con exactitud de su nombre. Recuerdo que me invitó a sentarme en el interior de un pequeño puesto del Bazar de las Especias, me invitó a un té hecho de algo así como galleta y moras, excesivamente dulzón para mi gusto, y su mirada color esmeralda analizó mis facciones una por una.

-Tienes ojos de turca-, afirmó en un inglés impregnado de ese melodioso acento árabe.

-No lo soy. Tú, ¿de dónde eres?

-Siria.

Lo primero que se me pasó por la mente fue preguntar «qué hace un sirio como tú en un bazar como este». Transformé en silencio la interrogativa en un «a qué te dedicas», pero estaba claro, así que me callé. Las dudas me quemaban en la lengua.

-¿Llevas muchos años en Estambul?

-Unos cuantos- sonrió -, desde que acabé la universidad.

-¿Qué has estudiado?- demasiado típico, pero me había dado por dónde tirar del hilo.

-Soy diseñador gráfico, pero cobro más trabajando en este puesto. Para que te hagas una idea, en Siria, como diseñador, ganaría la mitad de lo que gano aquí.

Su acento me hipnotizaba y me sumergía de lleno en sus palabras. Esos ojos esmeralda me observaban burlones, como diciendo «sé lo que me quieres preguntar». Me arriesgué con un «Â¿tan mal está la cosa?» y los dos sabíamos a qué me refería. Me lanzó una mirada cómplice.

-Depende. A mí me parecía mejor venir aquí.

-¿Por qué no hay mujeres trabajando en el mercado?

-Porque es un esfuerzo físico importante. Una mujer no podría aguantar tantas horas de pie, hablando con todo el mundo y subiendo y bajando escaleras y cajas.

Me indignó esa respuesta. La verdad es que vi a pocas mujeres turcas por la calle. Las féminas que invadían los adoquines eran sobre todo turistas. Con burka o sólo cubriéndose el pelo, muy pocas descubiertas. Todas con el cabello largo, recogido. Decidí obviar el comentario y le enseñé una foto mía en la Mezquita Azul, con una falda larga hasta los pies que me hicieron poner para tapar mis tobillos y el velo cubriendo mi pelo corto.

-Pareces musulmana. Serías una buena musulmana.

-¿Tú eres musulmán?

-Sí, pero no de ese tipo.

No del tipo que ha escondido su humanidad en un recóndito rincón del alma y decapita gente, quería decir.

-¿Y de qué tipo?

-Del bueno.

Me levanté de la pequeña silla ante la llegada de potenciales clientes al puestecito. Nos miramos y Ahmad, Mohamed o Samir me abrazó. Le devolví el abrazo, nos besamos las mejillas y salí otra vez a los pasillos del Bazar mientras me absorbía la multitud y sentía esos ojos esmeralda clavados en la nuca.

Atrás dejé bazares, puestos, pescadores en el Puente Galata, adoquines y motoristas kamikazes. Los rezos, los minaretes y las cúpulas recortando el cielo que se incendiaba cada atardecer. El olor a cordero y fruta en la calle, a especias y a narguile. En una estación de metro me despedí de mi Suerte. Sabía que no volvería a verle, o a verla, al menos en un futuro próximo. Me encaminé al aeropuerto.

-Estambul, ¿cuántas cosas te han quedado por contarme?

El melodioso acento del diseñador gráfico sirio seguía rebotando en mi cabeza.

Esta crónica se ha realizado en el marco de las actividades del Curso de Periodismo Narrativo de Revista de Letras.

Andrea Gil

Andrea Gil Modrego (20 de noviembre de 1992) es periodista y música. Graduada en Periodismo por la Universidad de Zaragoza, trabajó durante más de un año en Heraldo de Aragón y colabora en Artenativas, una web de periodismo cultural. Ahora está cursando un posgrado especializado en crimen organizado y se dedica a viajar acompañando las carreras del mundial de MotoGP por Europa.

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