Hace un tiempo, en una de las presentaciones de sus libros, Fernando Clemot dijo algo que me gustó oÃr. Hablando de Polaris o de La lengua de los ahogados, comentaba que no sabÃa si ese era su mejor libro, pero sà que estaba seguro de que era el mejor libro que podÃa haber escrito en aquel momento. Aunque me entusiasman otras novelas o libros de cuentos de Fernando, de este Fiume yo dirÃa que no es solo el mejor libro que podÃa haber escrito hoy, sino su mejor libro, a secas, porque en él concentra buena parte de su universo literario y lo amplÃa hacia nuevas perspectivas, con un pulso narrativo que no pierde tensión en ningún momento.
El universo literario al que me refiero, lo que concede singularidad a la obra de Fernando Clemot, bascula principalmente entre dos polos: el lugar y la memoria, una combinación, o un diálogo, en el que yo, como lector y escritor, me siento muy próximo. En Fiume, estos dos pilares se intensifican, porque Fernando consigue explorar todas sus posibilidades. Ambos, territorio y memoria, se complementan, como si uno diera pie continuamente al otro. Esto es lo que sucede en buena parte del libro, una novela que nos narra un falso regreso, la vuelta de un personaje, Tristam Vedder, a una Italia que no ha abandonado jamás, porque uno nunca regresa a los lugares de los que no ha salido. Por eso Tristam no va solo mientras camina. Tiene a gente a su alrededor (su mujer, su hija, su yerno, un tal Guido), pero ellos no son los únicos que le acompañan. Quienes están realmente a su lado es una multitud de ausentes, personas que formaron parte de su vida y que, desde la distancia, le hacen observar el paisaje con otros ojos. Tristam no ve una tapia o un muro en mitad de una comarca desierta, sino las trazas de lo que ocurrió allà hace mucho tiempo. Lo que recuerda y también imagina. Ve su propia historia y la Historia de toda la humanidad, tiempo atrás. El lugar convoca en el personaje esos recuerdos durmientes que nunca se han ido de su lado. Hay un diálogo continuo entre lo que queda fuera y lo que permanece dentro. Cito un fragmento muy significativo: «Me escuece este escenario como lo hacen esas molestas piedras que de tanto en tanto recorren mis riñones buscando la uretra». Esa correspondencia se percibe también en la estructura del libro, la manera en que Fernando ha elegido narrar esta historia, a partir de transiciones abruptas y de saltos vertiginosos. Todo convoca a todo, lo minúsculo se vuelve universal, y viceversa. Los tiempos y lugares se superponen de forma casi violenta, quizás porque hay recuerdos que nos siguen generando una cierta angustia cuando decidimos traerlos de vuelta. «Nada de lo que estoy reviviendo me hace perdonar el dolor», nos dice la voz narrativa. Es aquà donde descubrimos la verdadera dimensión de la memoria: no arrastramos recuerdos, sino culpa. Arrastramos rencor. Eso nos enseña un personaje como Tristam Vedder. Un tipo ensimismado cuya condena es encontrarse en muchos sitios a la vez. Alguien que observa, recuerda y vuelve a quedarse en silencio. Lo que ha visto le sigue remitiendo a la ignominia y la barbarie y descubre, asÃ, cómo nuestra historia privada y la historia universal no son más que el desarrollo de una violencia incapaz de detenerse. Desgraciadamente, no hay nada más atemporal que la brutalidad y el crimen. El problema surge cuando nos debatimos entre narrarla o permanecer callados. Esa es la gran paradoja a la que se enfrenta Tristam: en querer olvidar una infamia y, sin embargo, no hacer otra cosa que dar vueltas en torno a ella. En no parar de volver una y otra vez de una guerra que terminó para la Historia pero no para él.
Uno no escapa nunca de su pasado. Es imposible. A menudo nos preguntamos, como se pregunta Tristam, quién viene a visitarnos desde el recuerdo, quién nos busca para resucitar el pasado. La memoria es, en ocasiones, una carga demasiado pesada, un veneno que se ha ido inoculando en nuestro cuerpo y contagia lo que somos, lo que seremos. El pasado de Tristam Vedder está plagado de momentos que le atenazan en el presente. La muerte de un hijo, la decadencia de un matrimonio, el ajusticiamiento que, por cuenta y riesgo, decide llevar a cabo para restituir el honor de su hija. Sin embargo, esa memoria inmediata no es el germen del mal, sino la consecuencia. La causa, el origen, debemos buscarlo más atrás, en un pueblo llamado Fiume al que va como periodista y sale como un lisiado. En esa población se estaba gestando algo, una atmósfera que servirá como preámbulo a las tinieblas que asolarán Europa años más tarde. Un lugar dominado por un ser despreciable, el poeta Gabriele D’Annunzio. Clemot nos acerca a ese personaje y nos hace preguntarnos hasta dónde llegarÃamos para conseguir nuestra gran obra, si, como nos decÃa Flaubert, estarÃamos dispuestos a vender a nuestra madre a una caravana de tuaregs con tal de escribir la novela que deseamos. El arte produce monstruos, y la grandilocuencia de quien se cree un elegido, un visionario, un profeta, con sus delirios y desvarÃos, acaba provocando la barbarie. Eso es lo que nos enseña Clemot en estas páginas, que el fascismo también pudo ser el sueño megalómano de un poeta. Fiume, como antesala, es una ciudad diseñada a imagen y semejanza de un loco. Sin embargo, lo que amenaza a Tristam no es solo lo que vio, sino la seducción que le produjo aquel universo. Siente una mezcla de repulsión y rechazo y, al mismo tiempo, se sabe fascinado por lo que está surgiendo en esa esquina del mundo en la que podemos ejercitar la violencia con total impunidad. Aquà está el origen de su mal al que nos referÃamos antes. Aquà comienza también su penitencia. De alguna forma, él también colabora en aquellos crÃmenes. Por eso su existencia se acomodará a una prolongada expiación. Estará obligado a cumplir una condena de la que, por mucho que lo intente, por mucho que pretenda obviarla, no podrá librarse jamás.
Si Fuime fue el laboratorio que sirvió de antesala al fascismo, la literatura ha conseguido que Fiume también sea la novela que nos sirva para prevenirnos contra él. Porque de eso habla también Clemot, de cómo el pasado interpela al presente, de cómo la escritura puede ser una forma de aviso, aunque el autor no sea más que una vieja Casandra a la que nadie hace caso. Por eso hoy necesitamos estas obras más que en ningún otro momento de nuestra historia.
Fernando Clemot ha conseguido, de nuevo, que sus lectores nos encaminemos hacia el vértigo de la lectura.