No es la cálida cercanÃa al idioma, sino el doloroso distanciamiento de la lengua materna que una vez fue sÃmbolo de unión, lo que provoca la confusión de la voz protagonista respecto a su propia identidad, su duplicidad y especificidad, su creciente resistencia, en definitiva, a la monomanÃa del lugar que una vez habitó:
“Éramos, porque asà lo dispuso Dios, no nosotros, beneficiarios de la democracia. En cuanto a los pobres, los compadecÃamos. Triste espectáculo el de sus vidas llenas, ¡pero de carencias! La desdicha ajena empaña la felicidad propia. Por eso quiero que se acaben los pobres, para que no sufran másâ€.
En la saga que nos ocupa, se ahonda en la controvertida relación entre patria y jerigonza. El cronista es un exiliado que arrastra las palabras como bultos repletos de nostalgia, un oráculo enojado y fanático que despliega su cantinela plena de sinsentido:
“Sacando cuentas post mortem, fuimos una progenie de descreÃdos. Bien lo sabÃa Lutero, no hay libertad de decisión, el libre albedrÃo no existe, es una quimera. Fuimos lo que fuimos. Asà lo dispuso Diosâ€.
Al mismo tiempo, se aborda la historia de un paÃs, Colombia, marcado, como todos, por una dieta inmisericorde de nacionalismo, pobreza, hambre, religión y emigración.
La prosa avanza en ritmos sincopados, como una canción que diera vueltas en el tocadiscos obsesivo de la ira:
“El poder no deja vivir. Ni el dinero. Ni la fama. Ni el sexo. El hombre feliz ha de ser un eunuco pobre, humilde, desconocidoâ€.
Se adoptan las mitologÃas de la pérdida para revelar la rareza en que vivimos. En ¡Llegaron! (Alfaguara, 2015), el escritor y cineasta colombiano, nacionalizado mexicano Fernando Vallejo (MedellÃn, 1942) es un archivista de lo destruido, cuya ficción se lee como una suerte de realismo de bordes afilados o un surrealismo que funciona a modo de retahÃla.
“La vida es un raudo vuelo que va rumbo a ninguna parte. Vivos o muertos, seguimos en el planeta girando con él en su traslaticia errancia. No salimos al espacio exterior a rotar por cuenta propia y a darnos un baño de estrellas, no. Somos hijos dependientes de la madre Tierraâ€.
El interlocutor es un tirano, un ideólogo proselitista, un absolutista que cree en el poder de la risa y la fuerza de la inadaptación como medio de supervivencia: lo que ve y oye comienza a convertirse en lo que conoce y entiende: secretos, conflictos, anécdotas, creencias. Es este el relato de una batalla por el significado en las guerras del sentido: un alegato elocuente de la derrota en su aparente simplicidad.
Regresa el columnista de Peroratas (2013) a su biografÃa, consciente de que “no hay mejor antÃdoto contra la infelicidad que no conocer la dicha. Si usted le da a un perro delicatessen, después no va a querer comer concentradoâ€. El narrador se limita, pues, a contar la historia tal como la ha vivido: depende de nosotros rellenar los huecos de la narración. Se explaya en sorpresas, se desvÃa de lo que uno espera de un memorialista. Incorpora una red de alusiones literarias, polÃticas e históricas, de forma aparentemente coloquial, prolijamente simple, evocando el subdesarrollo de los años 50 en el paÃs latinoamericano, un dechado, como cualquier colectivo, de riqueza material y pobreza espiritual:
“Tan pobres serÃamos que ni soldaditos de plomo tenÃamos. Jugábamos con piedras. La piedrita tal es Hitler, la piedrita tal es Stalin, y asÃ. Pero éramos felices. Un rayito de luz surgido de nuestras imaginaciones desbordadas iluminaba nuestras infancias irlandesas, desgraciadasâ€.
No es el socavamiento radical de la credibilidad, sino la intuición de que escribir la historia consiste en manipularla:
“El mÃo es un olvido al cuadrado, newtoniano: se me olvida hasta lo que estaba tratando de recordarâ€.
La franqueza y la vacuidad se solapan en el contexto de lo que Vallejo quiere decir a través del cómo lo dice. Evita el autor de El desbarrancadero (2001), lo sentimental y el reclamo de vÃctimas y verdugos, firme en la in(de)terminable competencia del lenguaje. Lo fantástico se enfrenta asà a lo literal hasta alcanzar la veracidad:
“No hay peor mal para una nación que la desaparición del Estado. Entonces cada quien hace lo que le canta el culo. En el desastre de mi casa tienen retratada a Colombia. Dios quiera que termine como el Edificio Vallejoâ€.
A fuerza de desviarse de la norma, se acerca el novelista de La Virgen de los sicarios (1994) a los estragos de la suerte, la vida o el amor. Para ello, no se subtitula a sà mismo, no escribe un libro de memorias, no trafica con reminiscencias, sino, más parecido al Tristram Shandy de Sterne o a las primeras páginas del Retrato del artista de Joyce, aborda una hilarante y feroz ficción a través de los ojos de un niño. Revisor implacable, sólo desea hacer justicia a través de un libro oscuro escrito desde el iluminado espacio de la pérdida, una letanÃa legible pero indescifrable, verdadera, en movimiento perpetuo hacia la Nada.
Su crudeza es parte de su bondad. En su coraje hay algo extinguido que brilla:
“HabÃa muerto mi abuela, a quien más querÃa, y todo seguÃa igual, como si nada hubiera cambiado en el mundo. HabÃa cambiado yo, el terremoto interior me habÃa cuarteado el alma. Volvà a su sobre la escueta carta en que me daban desde Colombia la noticia y me puse a llorar y a maldecir de esa mala patria que me obligó un dÃa a irme separándome de ellaâ€.
La diatriba del premio FIL de Literatura en Lenguas Romances es contra la escuela del bildungsroman, los superventas plagados de clichés, pergeñados bajo el abuso de la autoindulgencia. Registra el ensayista de La puta de Babilonia, (2007) la enfermedad y la muerte en la imposible posición del analista objetivo / subjetivo, mientras rechaza las lecciones del habla, usando cualquier arma a su alcance: la decadencia, el hastÃo, el silencio.