En el apartado 49 del séptimo libro de sus Meditaciones, Marco Aurelio, sabio entre los emperadores de Roma, apuntó que la observación del pasado es una buena manera de conocer el futuro, y que contemplar las amarguras y delicias humanas durante cuarenta o diez mil años viene a ser lo mismo. Lo que ayer fue, hoy también lo es y, desde luego, mañana lo será. Puede ser que el tiempo no sea cÃclico, y de eso quién sabe, pero las tragicomedias de la historia tienen la mala costumbre de repetirse a lo largo de los años, si al menos en ropas cada vez más modernas.
Por su parte Friedrich Reck-Malleczewen, hombre en exceso conservador, pero de juicio exquisito, observó en su libro Historia de una demencia colectiva (Reino de Redonda, 2018) la manera en la que ciertos eventos, ciertos personajes, se repiten a lo largo de la historia, y se sorprendió ante la incapacidad de la gente en reconocer los signos y las señales que preceden el regreso de estos avatares. Interesado más en las dimensiones del espÃritu que en la inmediatez de la carne, Reck-Malleczewen corrió el riesgo de publicar su libro durante pleno florecimiento del nacionalsocialismo alemán. Aquello fue valentÃa, o locura, y resultó en el secuestro del libro por parte de las autoridades. No volverÃa a ver la luz editorial sino hasta un año después de que la guerra concluyera.
Las razones tras semejante celo censor tenÃan su justificante, pues el libro equipara la histeria causada por los jerarcas del nacionalsocialismo con los hechos lúgubres de un episodio histórico, no del todo conocido más allá de las fronteras alemanas. Su trasfondo, sin embargo, lo sabemos todos: luego de que Martin Lutero colgara sus noventa y cinco tesis ante las puertas de la Iglesia de todos los Santos, en Wittenberg, el sentir católico y sumiso del siglo XVI se estremeció ante el inicio de la Reforma Protestante. Aquello desembocó más adelante en una serie de conflictos polÃticos y religiosos que ayudaron a dar forma al mundo en el que vivimos, pero también dejó el escenario listo para la aparición de bufones, chantajistas y toda clase de pequeños matones que, aprovechando el vacÃo ideológico entre las Eras, no tuvieron reparo absoluto en sacrificar a sus sociedades entre los fuegos de la locura. Lo que ocurrió en Münster, entre 1534 y 1535, fue sólo una pincelada de lo que pasarÃa cuatro siglos después.
Venidos principalmente de los PaÃses Bajos, aquella ciudad culta y refinada recibió de buena gana a evangelistas del anabaptismo, esa nueva corriente religiosa que renegaba del bautismo en la infancia y militaba, en cambio, por un segundo bautismo en la edad adulta. Sus razones tenÃan; un niño, decÃan sus teóricos, era incapaz de decidir si deseaba ser parte de la Iglesia de Cristo, por lo que ese primer sumergimiento en las aguas bautismales era más bien nulo. Solo un adulto con pleno entendimiento y aceptación de los misterios, creÃan, contaba con la sinceridad necesaria para ser parte del rebaño. Convencidos sobre la veracidad de sus palabras, o tal vez solo conocedores de las debilidades de un populacho siempre dispuesto a apoyar cualquier causa, estos profetas pasaron de la predicación a la acción, de la palabra a la espada, y en poco tiempo hicieron de Münster el reino de la Nueva Jerusalén, dónde abundaron las profecÃas fallidas y las visiones en masa, la poligamia obligatoria y las ejecuciones caprichosas, la recaudación de bienes y la expulsión de todos aquellos que se negaran a recibir el segundo sacramento.
Por las calles de Münster, que en aquel entonces ya se sentÃa ajena a las bestias y los demonios de los bosques, se pasearon personajes más propios de una pintura del Bosco: Jan Matthys, el profeta, que charlaba en público con el mismÃsimo Dios. Bernhard Knipperdolling, el verdugo, quien se paseaba a sus anchas descabezando al que le diera la gana. El otro Bernhard, pero este Krechting, antiguo sacerdote católico y predicador fanático. Jan van Leiden, mejor conocido como Jan Bockelson, el actorcillo venido a menos que se adelantarÃa por más de cien años al Lucifer de John Milton y reinarÃa alegre en el Infierno de la Nueva Jerusalén antes que servir en el Cielo de su pequeña taberna holandesa. Entre ellos arrebataron la ciudad de las manos del prÃncipe-obispo, Franz von Waldeck, quien en su total incompetencia por recuperarla incitó aún más la arrogancia de los secuestradores. Pues, si las fuerzas mercenarias de von Waldeck y sus nobles asociados, traÃdas de todos los rincones del Sacro Imperio Romano Germánico, eran incapaces de cruzar los muros de Münster, ¿no se encontraba entonces el Padre claramente del lado de los anabaptistas?
El cerco católico, sin embargo, halló aliados naturales en la hambruna, la locura y la muerte. Las condiciones de vida en la ciudad pasaron del paraÃso idÃlico de un cripto-comunismo a la seriedad de un campamento de concentración. La carestÃa de bienes, recaudados todos por la casa real de Bockelson y sus matachines, llegó a ser de tal magnitud, que quienes habÃan logrado hasta entonces llevar una existencia más o menos estable en el interior de la Nueva Jerusalén se vieron reducidos a tragar el cuero cocido de sus sandalias, a masticar las hojas de sus biblias y a roer los huesos de sus ancestros desenterrados. Quién sabe en qué hubiera terminado todo de no ser por un valiente traidor, Heinrich Gresbeck, quien facilitó la entrada a las fuerzas del prÃncipe-obispo más allá de las fortificaciones de Münster. Lo cierto es que la rebelión anabaptista, que durante un año pareció ser un incendio que hubiera podido consumir al Imperio, terminó en tan solo una masacre más del Renacimiento. Tres de los responsables fueron capturados, torturados de la manera más brutal y ejecutados ante los ojos de miles. Las jaulas dónde se exhibieron sus cadáveres aún hoy pueden ser vistas, colgando del campanario de la iglesia de San Lamberto.
Mientras se lee Historia de una demencia colectiva es difÃcil no encontrar paralelos con algunas de las gansadas polÃticas y sociales de hoy. Las referencias sutiles, y no tan sutiles, que el mismo Reck-Malleczewen hace con la Alemania de su tiempo le valió la visita de la Gestapo y el encierro en alguna celda de Dachau, dónde entregó el alma en febrero del 45. La guerra terminarÃa siete meses después.
Es escandaloso reflexionar sobre el poder que unos cuantos carismáticos pueden tener sobre grandes masas de gente; los totalitarismos no serÃan tan efectivos de no ser por la dulce complacencia del hombre común. Pero más escandaloso aún es saber que quienes hicieron una letrina de Münster no fueron grandes estrategas religiosos, o miembros sin escrúpulos de la nobleza, sino representantes de una clase social honrada y trabajadora: panaderos, curtidores de piel, carpinteros, comerciantes de telas. Ni uno solo de quienes enloquecieron a la ciudad fue un duque maquiavélico, más bien personas tan ordinarias y corrientes como cualquier otra.
Gusta mucho hoy dÃa hablar de la banalidad del mal, pero tal vez serÃa mejor hablar de la maldad de lo banal. HarÃamos bien en recordar, viendo el estado del mundo, que al Diablo no siempre le gusta engalanarse con las sedas de los prÃncipes.