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El color de las ciudades

Gabi Martínez reflexiona en 'Naturalmente urbano' sobre la necesidad de transformar nuestro entorno y analiza el proyecto de las supermanzanas como el concepto urbanístico más revolucionario de las últimas décadas | Foto: Pixabay

La defensa de la supermanzana, un espacio que reúne a varios edificios para ser gestionados, a nivel urbano y con limitaciones de tráfico, como una comunidad, constituye la principal propuesta de este ensayo, Naturalmente urbano, en el que Gabi Martínez (Barcelona, 1971) manifiesta su deseo de naturaleza. Ese deseo, ese amor, esa necesidad de ser feliz de manera natural, está presente en muchas obras que se han ido filtrando para concluir en ésta: Richard Louv, Wendell Berry, Francesco Tonucci y un buen puñado de arquitectos, biólogos o psicólogos.

La contaminación, que en el libro comienza por el ruido y la sordera como consecuencia, y que se extiende a todos los sentidos y a cualquier órgano, oprime demasiado a la ciudad y urge una solución. Hay infinidad de propuestas, a pequeña escala o a largo plazo, pero la más viable, la inmediata, son las supermanzanas. Gabi Martínez denuncia, una vez más, el sometimiento al automóvil, que es a la vez un sometimiento concreto y una metonimia del sometimiento al mercado económico y a la industrialización mal entendida como progreso. Este progreso será el mismo que nos traiga enfermedades, patologías que cada día requieren más y más dosis de fármacos. Ya no deberíamos considerarlo como higiene, que es la farsa que se nos ha ido inculcando.

“A la persona que circula por la calle la denominamos “peatón”. Un cambio pasa por volver a llamarla “ciudadana”. Por que la ciudad crezca a partir de las personas. Y ese cambio hay que hacerlo, casi me cuesta escribirlo, rápido.”

Destino

Gabi Martínez se remite a los modelos históricos de ciudad para reconocer de dónde venimos y en qué momento se contaminó hasta la nomenclatura. La ciudad medieval se encerró en sí misma, en sus calles estrechas, en una formulación claustrofóbica; la ciudad del absolutismo es agorafóbica con sus enormes avenidas y edificios monótonos; la ciudad del barroco es sobrecargada y sacrifica lo humano al tráfico. Lo que desaparece es el ciudadano, que reclama, por ejemplo, cuando trata el asunto de la infancia, de los niños en la calle, que es un termómetro para calibrar la habitabilidad de una urbe. Como lo son, por otro lado, los animales presentes en las calles, en los edificios, indicadores de una salud ecológica que todavía podemos conservar: “Ver saltar a una ardilla o jugar a adivinar la especie que profiere el trino que escuchas aporta ese tipo de riqueza inmaterial que da ganas de seguir viviendo”.

El comportamiento del ciudadano se asemejaría al de Marcovaldo, el personaje de Italo Calvino que hallaba rastros de naturaleza entre el cemento, o al de Robert Macfarlane, que en Naturaleza virgen no necesita alejarse cientos de kilómetros de la ciudad para acariciar las cortezas de los árboles o bautizarse en las aguas renovadas.

A falta de otra palabra, el concepto tras el que camina el hombre urbano que anhela Gabi Martínez, es el de la felicidad, y su propuesta pasa por ser silvestre, olvidarse de esas intenciones de ser sublime, con o sin interrupción, con que nos han aturdido tantos años de educación formal y de educación religiosa: “Nuestras imperfecciones dan una oportunidad a otros seres cuya presencia, aunque a veces no lo parezca, enriquece el conjunto. Una ciudad algo imperfecta se aproxima a la textura humana”.

Entre las fuentes que ha consultado Gabi Martínez para llegar a estas conclusiones, está la experiencia propia. El libro comienza con un episodio de pérdida de audición, pero en él también se refleja, por ejemplo, cómo mide el paso del tiempo en la gran ciudad, cómo lo mide caminando Nueva York, que es el epítome de nuestra civilización y donde la dimensión del tiempo es menos humana. Y el tiempo está vinculadísimo a la necesidad figurada de transporte, que a ser posible conviene que sea individual y múltiple, contaminante y nervioso: “Que un sistema sano se basa en las dependencias mutuas, en el maravilloso juego de equilibrios que propone la biodiversidad. Basta echar un vistazo a la ciudad para constatar que el monocultivo del coche desequilibra por completo la vida alrededor”.

De alguna manera, atenta contra lo que deberíamos preservar por encima de todo, que son los restos de dignidad que todavía conservamos o que podemos recuperar, y que se adecúan mejor al modelo de supermanzana: “Jacobs (se refiere a Jane Jacobs, teórica del urbanismo) piensa que los ojos de los vecinos tejen un clima de confianza, una red de seguridad mejor que la de cualquier cuerpo policial, y que hay que aprovechar esa confianza para disfrutar del entorno. Vivir con confianza tiene repercusiones profundas, y una de ellas, fundamental, es pensar ciudades que puedan transitar niños solos”. Volvemos a los niños como sistema, eje y síntoma regulador. Tal vez en ellos es donde mejor podríamos reconocer ese afán de dignidad al que todavía podemos agarrarnos, el que nos ayudará a reconsiderar con fuerza la ciudad y a poner en marcha propuestas como las de Gabi Martínez, que leídas superficialmente pueden parecer un poco vehementes, pero sumergiéndose en ellas encontramos mucha sensatez.

Ricardo Martínez Llorca

Ricardo Martínez Llorca es autor de las novelas 'Tan alto el silencio', 'El paisaje vacío', 'El carillón de los vientos', y 'Después de la nieve'. De los libros de viajes 'Cinturón de cobre', 'Al otro lado de la luz'. Del libro de relatos 'Hijos de Caín' y el de perfiles vinculados al mundo del alpinismo 'El precio de ser pájaro'.

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