Me pregunto qué fue lo que vio Hearst. Qué descubrió en el trazo de George Herriman que motivara una decisión tan extravagante como la de ofrecer un contrato vitalicio a un dibujante de tiras cómicas de uno de sus periódicos. ¿Qué le atrapó de Krazy Kat? Imagino al magnate de la prensa y lo hago con los gestos que Orson Welles nos hizo llegar de él en Ciudadano Kane, a pesar de todos los esfuerzos de Randolph William Hearst porque asà no fuera: Charles Foster Kane examina su legado y su vida para otorgarle valor a lo único que no pudo ponerle precio. Puede que Hearst, a diferencia de su alter ego cinematográfico, vislumbrara su Rosebud a través de alguno de los cielos negros de Coconino y decidiera hacer todo cuanto estuviera en su mano para no perderlo de vista, quien sabe.
Pero me parece más razonable deducir que sus motivaciones fueran algo menos románticas. Lo más probable es que Hearst contratara a Herriman para salvar el prestigio del New York Journal, muy amenazado a raÃz de la batalla de titulares sensacionalistas que, desde el hundimiento del Maine, habÃa entablado con su rival, el New York World de Pulitzer. Hearst combatÃa las acusaciones de amarillismo de sus detractores con una defensa estratégica: Sus columnas se sustentaban sobre las firmas de Tagore, D’Annunzio, E.Wharton, Spengler, Gorki, Bernard Shaw, Huxley, Blasco Ibánez… CompletarÃa su lÃnea defensiva con la de uno de los dibujantes más valorados entre la vanguardia intelectual: George Herriman. La táctica funcionó. En pocos años consiguió que, a miles de kilómetros de la Costa Este, un joven Picasso subiera las escaleras del apartamento de rue de Fleurus de dos en dos. Gertrude Stein le esperaba para abrir el periódico americano por la sección de Arts & Scenes. Nada era tan urgente como conocer la nueva manera en la que el ladrillo lanzado por Ignatz acabarÃa golpeando la cabeza de Kat. Nada tan estimulante para los ojos como abrir el foco y descubrir el andamiaje de la página completa, o sorprenderlos en giros y deslizamientos imprevistos por la distribución inusual de las viñetas y los movimientos inesperados de las figuras. Se rendÃan cuando Ignatz lanzaba el ladrillo de derecha a izquierda y se veÃan obligados a retroceder, a detener el flujo natural de la lectura. Se veÃan forzados a parar. TenÃan que mirar. Y ver.
Krazy les deslumbraba como antes habÃa cautivado a los surrealistas. El fundador del movimiento, André Breton, definió el humor de Krazy Kat como “puro dadáâ€. Quedó fascinado, claro. Lo cierto es que Krazy Kat se ajustaba muy bien a la moral surrealista, abandonada a la omnipotencia del deseo. Nada tan poderoso e inevitable como el gesto de Ignatz de arrojar el ladrillo contra Kat y el anhelo de Kat de alcanzar el aturdimiento del golpe. Aunque más allá de su simbolismo o de si se ajustaba o no al manifiesto surrealista, creo que habÃa algo que les resultaba mucho más atrayente en Krazy Kat. Algo que iba más allá de la atmósfera irreal de los paisajes pulidos del desierto de Arizona.
En la página del 12 de noviembre de 1916 George Herriman dibuja el grupo de secundarios habitual en Krazy Kat. Están sentados en cÃrculo. El autor escribe:
“Una charla de medianoche en la arboleda de alisos. Hablan de esto y de aquello y la conversación los lleva a la luz que refulge en los ojos de las mujeres.â€
En la siguiente viñeta, aparece Ignatz que, tras escucharlos, exclama:
“Asà que a esto hemos llegado. Ese glorioso centelleo que acecha en la mirada femenina acaba en boca de la chusmaâ€.
Por páginas como esta, el cómic, la chusma del arte popular, se dignificaba. Una simple página dominical de un periódico norteamericano se empezó a valorar tanto como un caligrama de Apollinaire, Hearst estarÃa encantado, estoy segura.
En Estados Unidos todos los modernos hablaban de Herriman. Se sabe que E.E. Cummings admiró al dibujante de por vida; que desde el dÃa en que se topó con la primera tira de Herriman se dedicó a coleccionarlas; que con ellas empapeló su habitación en Harvard; que T.S. Eliot se dejó influir por su compañero de universidad en el diseño de interiores; y que hasta es posible que la mezcla idiomática de Krazy Kat afectara a la escritura de La tierra baldÃa. No es tan disparatado si se atiende a la experiencia lectora de ambos trabajos.
Que a Herriman se le valorara de tal manera entre los intelectuales supongo que se debió, en parte, a la labor de promoción de su amigo Gilbert Seldes, crÃtico especializado en la cultura popular que se encargó de colocarlo a la altura de Chaplin o Gershwin. Mostró su trabajo a Edmund Wilson, el célebre crÃtico y dinamizador de la izquierda cultural neoyorkina que, entusiasmado con lo que vio, defenderÃa a Herriman con la misma pasión con la que habÃa defendido ante el gran público a Fitzgerald, Proust, Yeats o Joyce. Y precisamente James Joyce fue otro de los escritores que quedó impactado por Krazy Kat. No me sorprende. Cuando me enfrento a Finnegans Wake, ese wort denso de palabras fermentadas, ya no puedo intentar descifrarlo sin acordarme de Kat. Y cuando leo “loonely, in me loneness†solo la veo a ella.
¿VerÃa algo parecido Hearst?
Hasta el dÃa de su muerte, el 25 de abril de 1944, George Herriman dibujó a Krazy Kat en exclusiva para el que fuera su mecenas. Más de treinta años sentado a la mesa, dÃa tras dÃa, diagramando planchas, rotulando grafÃas, diseñando fondos para un único personaje: un gato negro sin sexo ni edad que tocaba el banjo en medio del desierto y suspiraba a las estrellas. Nunca se cansó. Jamás abandonó a Kat. Domingo tras domingo fue fiel a la cita. Acudió a ella como si lo necesitara. Como el que vuelve a casa. Treinta años después de su muerte, su biógrafo descubrió la partida de nacimiento que desatarÃa el escándalo. Lugar: Nueva Orleans; Fecha: 22 de agosto de 1880. Raza: “Coloredâ€. Herriman se habÃa llevado a la tumba el secreto. Jamás desveló a nadie su origen.
Hacia el final de La mancha humana, la novela de Philip Roth en la que el protagonista de raza negra decide hacerse pasar por blanco, leo:
“No aceptarÃa la tiranÃa del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. Jamás se doblegarÃa ante la tiranÃa del nosotros que se muere por absorberte, el nosotros coactivo, inclusivo, histórico, ineludiblemente moral con su insidioso E pluribus unum.â€
Y entonces comprendo lo que vio Hearst.