Autoretrato de George Herriman | Dominio público | WikiMedia Commons

El animal singular

/
Autoretrato de George Herriman | Dominio público | WikiMedia Commons

Me pregunto qué fue lo que vio Hearst. Qué descubrió en el trazo de George Herriman que motivara una decisión tan extravagante como la de ofrecer un contrato vitalicio a un dibujante de tiras cómicas de uno de sus periódicos. ¿Qué le atrapó de Krazy Kat? Imagino al magnate de la prensa y lo hago con los gestos que Orson Welles nos hizo llegar de él en Ciudadano Kane, a pesar de todos los esfuerzos de Randolph William Hearst porque así no fuera: Charles Foster Kane examina su legado y su vida para otorgarle valor a lo único que no pudo ponerle precio. Puede que Hearst, a diferencia de su alter ego cinematográfico, vislumbrara su Rosebud a través de alguno de los cielos negros de Coconino y decidiera hacer todo cuanto estuviera en su mano para no perderlo de vista, quien sabe.

Pero me parece más razonable deducir que sus motivaciones fueran algo menos románticas. Lo más probable es que Hearst contratara a Herriman para salvar el prestigio del New York Journal, muy amenazado a raíz de la batalla de titulares sensacionalistas que, desde el hundimiento del Maine, había entablado con su rival, el New York World de Pulitzer. Hearst combatía las acusaciones de amarillismo de sus detractores con una defensa estratégica: Sus columnas se sustentaban sobre las firmas de Tagore, D’Annunzio, E.Wharton, Spengler, Gorki, Bernard Shaw, Huxley, Blasco Ibánez… Completaría su línea defensiva con la de uno de los dibujantes más valorados entre la vanguardia intelectual: George Herriman. La táctica funcionó. En pocos años consiguió que, a miles de kilómetros de la Costa Este, un joven Picasso subiera las escaleras del apartamento de rue de Fleurus de dos en dos. Gertrude Stein le esperaba para abrir el periódico americano por la sección de Arts & Scenes. Nada era tan urgente como conocer la nueva manera en la que el ladrillo lanzado por Ignatz acabaría golpeando la cabeza de Kat. Nada tan estimulante para los ojos como abrir el foco y descubrir el andamiaje de la página completa, o sorprenderlos en giros y deslizamientos imprevistos por la distribución inusual de las viñetas y los movimientos inesperados de las figuras. Se rendían cuando Ignatz lanzaba el ladrillo de derecha a izquierda y se veían obligados a retroceder, a detener el flujo natural de la lectura. Se veían forzados a parar. Tenían que mirar. Y ver.

Krazy les deslumbraba como antes había cautivado a los surrealistas. El fundador del movimiento, André Breton, definió el humor de Krazy Kat como “puro dadá”. Quedó fascinado, claro. Lo cierto es que Krazy Kat se ajustaba muy bien a la moral surrealista, abandonada a la omnipotencia del deseo. Nada tan poderoso e inevitable como el gesto de Ignatz de arrojar el ladrillo contra Kat y el anhelo de Kat de alcanzar el aturdimiento del golpe. Aunque más allá de su simbolismo o de si se ajustaba o no al manifiesto surrealista, creo que había algo que les resultaba mucho más atrayente en Krazy Kat. Algo que iba más allá de la atmósfera irreal de los paisajes pulidos del desierto de Arizona.

En la página del 12 de noviembre de 1916 George Herriman dibuja el grupo de secundarios habitual en Krazy Kat. Están sentados en círculo. El autor escribe:

“Una charla de medianoche en la arboleda de alisos. Hablan de esto y de aquello y la conversación los lleva a la luz que refulge en los ojos de las mujeres.”

En la siguiente viñeta, aparece Ignatz que, tras escucharlos, exclama:

“Así que a esto hemos llegado. Ese glorioso centelleo que acecha en la mirada femenina acaba en boca de la chusma”.

Por páginas como esta, el cómic, la chusma del arte popular, se dignificaba. Una simple página dominical de un periódico norteamericano se empezó a valorar tanto como un caligrama de Apollinaire, Hearst estaría encantado, estoy segura.

En Estados Unidos todos los modernos hablaban de Herriman. Se sabe que E.E. Cummings admiró al dibujante de por vida; que desde el día en que se topó con la primera tira de Herriman se dedicó a coleccionarlas; que con ellas empapeló su habitación en Harvard; que T.S. Eliot se dejó influir por su compañero de universidad en el diseño de interiores; y que hasta es posible que la mezcla idiomática de Krazy Kat afectara a la escritura de La tierra baldía. No es tan disparatado si se atiende a la experiencia lectora de ambos trabajos.

Que a Herriman se le valorara de tal manera entre los intelectuales supongo que se debió, en parte, a la labor de promoción de su amigo Gilbert Seldes, crítico especializado en la cultura popular que se encargó de colocarlo a la altura de Chaplin o Gershwin. Mostró su trabajo a Edmund Wilson, el célebre crítico y dinamizador de la izquierda cultural neoyorkina que, entusiasmado con lo que vio, defendería a Herriman con la misma pasión con la que había defendido ante el gran público a Fitzgerald, Proust, Yeats o Joyce. Y precisamente James Joyce fue otro de los escritores que quedó impactado por Krazy Kat. No me sorprende. Cuando me enfrento a Finnegans Wake, ese wort denso de palabras fermentadas, ya no puedo intentar descifrarlo sin acordarme de Kat. Y cuando leo “loonely, in me loneness” solo la veo a ella.

¿Vería algo parecido Hearst?

Hasta el día de su muerte, el 25 de abril de 1944, George Herriman dibujó a Krazy Kat en exclusiva para el que fuera su mecenas. Más de treinta años sentado a la mesa, día tras día, diagramando planchas, rotulando grafías, diseñando fondos para un único personaje: un gato negro sin sexo ni edad que tocaba el banjo en medio del desierto y suspiraba a las estrellas. Nunca se cansó. Jamás abandonó a Kat. Domingo tras domingo fue fiel a la cita. Acudió a ella como si lo necesitara. Como el que vuelve a casa. Treinta años después de su muerte, su biógrafo descubrió la partida de nacimiento que desataría el escándalo. Lugar: Nueva Orleans; Fecha: 22 de agosto de 1880. Raza: “Colored”. Herriman se había llevado a la tumba el secreto. Jamás desveló a nadie su origen.

Hacia el final de La mancha humana, la novela de Philip Roth en la que el protagonista de raza negra decide hacerse pasar por blanco, leo:

“No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. Jamás se doblegaría ante la tiranía del nosotros que se muere por absorberte, el nosotros coactivo, inclusivo, histórico, ineludiblemente moral con su insidioso E pluribus unum.”

Y entonces comprendo lo que vio Hearst.

Paz Olivares Carrasco

Paz Olivares Carrasco (Madrid, 1969), mujer, inmigrante digital y crítica diletante. Cofundadora y redactora de la revista cultural Factor Crítico. Ha participado en varias publicaciones colectivas y colabora de manera independiente en diversos medios culturales.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Interludio romano

Next Story

Balzac y Dostoievski

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield