Alberto Giacometti | Paolo Monti | WikiMedia Commons

Giacometti y la nada

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Alberto Giacometti | Paolo Monti | WikiMedia Commons

Boris Vian describe a Giacometti como “otro de los visitantes especialmente valiosos de Saint-Germain-des-Prés, donde todo el mundo conoce su cabellera frondosa, su cara de cera algo arrugada y su porte un tanto alucinado. Gran escultor de talento inquieto. Nunca está contento con lo que hace y se complace en destruirse por su deseo de perfección.” Es evidente que Vian lo conocía bien, aunque no sabría decir si su perfeccionismo escondía en realidad la búsqueda imposible de algo que el mismo Giacometti reconocía como inalcanzable.

Cuenta Simone de Beauvoir en sus memorias que cuando André Breton intentó reconducir a Giacometti en la elección de sus temas, que empezaban a desviarse del Manifiesto surrealista de forma peligrosa, lo que consiguió fue que el suizo se reafirmara en su interés por la figura humana:

“Una cabeza. ¡Todo el mundo sabe lo que es una cabeza!”, le reprochó Breton, a lo que Giacometti, muy sereno, replicó: “Yo no.”

Y como él no lo sabía, se entregó por entero a la aventura de intentar averiguarlo. No le importaba lo que supiera todo el mundo. Le interesaba lo que no sabía él. Y a pesar de ser un hombre comprometido y afín a las ideas políticas del grupo de intelectuales y artistas del que formaba parte y que más tarde lideraría el pensamiento del Mayo del 68, afirmó en numerosas ocasiones que la actividad artística es “inútil para el conjunto de la sociedad. Es una satisfacción puramente individual. Extremadamente egoísta y molesta en el fondo. Toda obra de arte es gestada absolutamente para nada. Todo ese tiempo pasado, todos esos genios, todo ese trabajo, finalmente, en el plano de lo absoluto, es para nada.” Podría pensarse que era un romántico fuera de lugar: parecía no encajar en el surrealismo a pesar de haber formado parte del selecto grupo hasta 1934, tampoco casaba bien con el cubismo, aun siendo amigo de Picasso, ni parecía estar comprometido con los movimientos sociales que se venían gestando en París desde la ocupación alemana y aunque era un habitual en las conversaciones con Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Maurice Merlau-Ponty (la trinidad existencialista, que diría Boris Vian), tampoco era seguidor acérrimo de corriente alguna. Su originalidad reside precisamente en su independencia y autonomía dentro de un tiempo y lugar en el que uno se sentía obligado a tomar partido. No es que se negara a posicionarse o elegir bandos, es que su lucha no tenía etiquetas y englobaba todas las batallas. Estaba rendido a su obsesión: la de poder traducir la experiencia estética del acto de mirar. El arte era un medio que nos podía proporcionar una herramienta para darnos cuenta de lo que veíamos. Es decir, Giacometti no dibujaba o esculpía una figura. Dibujaba o esculpía el encuentro que se establecía entre un cuerpo y la mirada que lo contempla y la emoción que se deriva de dicho encuentro. Y el acto, el gesto, se efectúa en un lugar determinado y un momento concreto, de manera que el interés último de Giacometti era capturar el tiempo. Nada menos. Aquí coincide con Merleau-Ponty:

«Si encontramos de nuevo el tiempo bajo el sujeto, si vinculamos a la paradoja del tiempo las del cuerpo, del mundo, de la cosa y del otro, comprenderemos que, más allá, nada hay por comprender».

Y así, Giacometti encuentra tanto en el dibujo como en la escultura su proyecto vital. Sabe que nunca alcanzará la verdad, pero está condenado a intentarlo, lo que por un lado da cuenta de la pasión por su actividad y por otro de la futilidad de la misma. Pero en eso, al fin y al cabo, consiste la existencia. Una vez entendido esto, la consecuencia natural sería el pesimismo, el abandono, el desapego por la vida… Y sin embargo, Giacometti se entrega a ella como un fauno. En una entrevista concedida en 1963 para la revista Época el artista dice que:

“Esculpe para morder la realidad, para atacar mejor, para agarrar, para avanzar lo más posible por todos los planos, para defenderse contra el hambre, contra el frío, contra la muerte, para ser lo más libre posible.”

Es el mero intento de perpetuar el instante captado por su mirada lo que le da sentido a su vida.

Por eso son tan conmovedoras esas esculturas suyas que apenas alcanzan los diez centímetros. Porque no representan la figura, pongamos, de una mujer, Representa la silueta femenina que Giacometti vio pasar a lo lejos mientras desayunaba en la terraza de algún café de la calle Didot, por ejemplo. Y lo que encierra esa figura gris y sin rasgos definidos es la distancia que transita en ese espacio medido en metros y que dura tan sólo los segundos que tarda la silueta femenina en desaparecer de su campo de visión. Tiempo y espacio. La sensación es similar a la que Paul Auster y Wayne Wang consiguieron en la prodigiosa escena de Smoke en la que el propietario del estanco (Harvey Keitel) le enseña al escritor viudo (William Hurt) su proyecto fotográfico: una serie de más de 4000 fotografías tomadas desde una misma esquina a las ocho de la mañana todos y cada uno de esos 4000 días. El escritor hojea uno de los álbumes por encima y dice no encontrarle el sentido a las fotos. Le parecen todas iguales. Auggie lo obliga a fijarse, a ir más despacio, a atender a los detalles:

“Todas son iguales pero cada una distinta de las otras. Tienes días nublados y días con sol; tienes luz de verano y luz de otoño; tienes días laborales y días festivos; tienes gente con abrigo y botas de agua, y tienes gente con camiseta y pantalón corto; a veces, la mismas gente, a veces, otra diferente; a veces, las personas diferentes se convierten en las mismas, y las mismas desaparecen. La Tierra gira alrededor del sol y, cada día, su luz ilumina la Tierra desde un ángulo distinto”.

Y cuando por fin el escritor empieza a comprenderlo, descubre en una de las fotos la imagen de su mujer, aún viva, cruzando la esquina de la cafetería de Brooklyn.

Giacometti afirmaba ver los objetos como figuras transparentes, una comparación que encuentro muy cinematográfica. A través de ellos se proyectan las emociones. Pero si son transparentes ¿por qué los representa grises, oscuros, sin color? Quizá porque si, como dijo Sartre, “existir es ser para la nada” (o ser para la muerte, como había dicho antes Heidegger) la figura representada permite ver el espacio que atraviesa. En este caso, un espacio vacío, sin luz, que sólo cobra sentido cuando una figura interactúa con él, cuando una presencia lo habita y una conciencia lo percibe. La nada entonces, se vislumbra apenas, y el negro se vuelve gris. La pieza, en realidad, no es más que una luz tenue en la penumbra. Un medio para comprender la naturaleza de las sombras. De ahí que los trazos de los dibujos de Giacometti se emborronen y difuminen hasta hacer desaparecer los rostros, intentando de manera obsesiva, como hicieran antes El Greco o Cézanne, pintar lo imposible o lo que no queremos ver.

“Hay que tener valor para dar la pincelada final que hace que todo desaparezca.”

Desde el fondo de las manchas oscuras, tras el óvalo gris de las cabezas de Giacometti parecen asomarse las cuencas oculares. No son los cráneos los que vemos, no son los ojos… Es la nada. Y desde ella intuimos las pupilas que nos miran, como “un ciego que adelanta la mano en la noche.”

Paz Olivares Carrasco

Paz Olivares Carrasco (Madrid, 1969), mujer, inmigrante digital y crítica diletante. Cofundadora y redactora de la revista cultural Factor Crítico. Ha participado en varias publicaciones colectivas y colabora de manera independiente en diversos medios culturales.

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