Boris Vian describe a Giacometti como “otro de los visitantes especialmente valiosos de Saint-Germain-des-Prés, donde todo el mundo conoce su cabellera frondosa, su cara de cera algo arrugada y su porte un tanto alucinado. Gran escultor de talento inquieto. Nunca está contento con lo que hace y se complace en destruirse por su deseo de perfección.†Es evidente que Vian lo conocÃa bien, aunque no sabrÃa decir si su perfeccionismo escondÃa en realidad la búsqueda imposible de algo que el mismo Giacometti reconocÃa como inalcanzable.
Cuenta Simone de Beauvoir en sus memorias que cuando André Breton intentó reconducir a Giacometti en la elección de sus temas, que empezaban a desviarse del Manifiesto surrealista de forma peligrosa, lo que consiguió fue que el suizo se reafirmara en su interés por la figura humana:
“Una cabeza. ¡Todo el mundo sabe lo que es una cabeza!â€, le reprochó Breton, a lo que Giacometti, muy sereno, replicó: “Yo no.â€
Y como él no lo sabÃa, se entregó por entero a la aventura de intentar averiguarlo. No le importaba lo que supiera todo el mundo. Le interesaba lo que no sabÃa él. Y a pesar de ser un hombre comprometido y afÃn a las ideas polÃticas del grupo de intelectuales y artistas del que formaba parte y que más tarde liderarÃa el pensamiento del Mayo del 68, afirmó en numerosas ocasiones que la actividad artÃstica es “inútil para el conjunto de la sociedad. Es una satisfacción puramente individual. Extremadamente egoÃsta y molesta en el fondo. Toda obra de arte es gestada absolutamente para nada. Todo ese tiempo pasado, todos esos genios, todo ese trabajo, finalmente, en el plano de lo absoluto, es para nada.†PodrÃa pensarse que era un romántico fuera de lugar: parecÃa no encajar en el surrealismo a pesar de haber formado parte del selecto grupo hasta 1934, tampoco casaba bien con el cubismo, aun siendo amigo de Picasso, ni parecÃa estar comprometido con los movimientos sociales que se venÃan gestando en ParÃs desde la ocupación alemana y aunque era un habitual en las conversaciones con Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Maurice Merlau-Ponty (la trinidad existencialista, que dirÃa Boris Vian), tampoco era seguidor acérrimo de corriente alguna. Su originalidad reside precisamente en su independencia y autonomÃa dentro de un tiempo y lugar en el que uno se sentÃa obligado a tomar partido. No es que se negara a posicionarse o elegir bandos, es que su lucha no tenÃa etiquetas y englobaba todas las batallas. Estaba rendido a su obsesión: la de poder traducir la experiencia estética del acto de mirar. El arte era un medio que nos podÃa proporcionar una herramienta para darnos cuenta de lo que veÃamos. Es decir, Giacometti no dibujaba o esculpÃa una figura. Dibujaba o esculpÃa el encuentro que se establecÃa entre un cuerpo y la mirada que lo contempla y la emoción que se deriva de dicho encuentro. Y el acto, el gesto, se efectúa en un lugar determinado y un momento concreto, de manera que el interés último de Giacometti era capturar el tiempo. Nada menos. Aquà coincide con Merleau-Ponty:
«Si encontramos de nuevo el tiempo bajo el sujeto, si vinculamos a la paradoja del tiempo las del cuerpo, del mundo, de la cosa y del otro, comprenderemos que, más allá, nada hay por comprender».
Y asÃ, Giacometti encuentra tanto en el dibujo como en la escultura su proyecto vital. Sabe que nunca alcanzará la verdad, pero está condenado a intentarlo, lo que por un lado da cuenta de la pasión por su actividad y por otro de la futilidad de la misma. Pero en eso, al fin y al cabo, consiste la existencia. Una vez entendido esto, la consecuencia natural serÃa el pesimismo, el abandono, el desapego por la vida… Y sin embargo, Giacometti se entrega a ella como un fauno. En una entrevista concedida en 1963 para la revista Época el artista dice que:
“Esculpe para morder la realidad, para atacar mejor, para agarrar, para avanzar lo más posible por todos los planos, para defenderse contra el hambre, contra el frÃo, contra la muerte, para ser lo más libre posible.â€
Es el mero intento de perpetuar el instante captado por su mirada lo que le da sentido a su vida.
Por eso son tan conmovedoras esas esculturas suyas que apenas alcanzan los diez centÃmetros. Porque no representan la figura, pongamos, de una mujer, Representa la silueta femenina que Giacometti vio pasar a lo lejos mientras desayunaba en la terraza de algún café de la calle Didot, por ejemplo. Y lo que encierra esa figura gris y sin rasgos definidos es la distancia que transita en ese espacio medido en metros y que dura tan sólo los segundos que tarda la silueta femenina en desaparecer de su campo de visión. Tiempo y espacio. La sensación es similar a la que Paul Auster y Wayne Wang consiguieron en la prodigiosa escena de Smoke en la que el propietario del estanco (Harvey Keitel) le enseña al escritor viudo (William Hurt) su proyecto fotográfico: una serie de más de 4000 fotografÃas tomadas desde una misma esquina a las ocho de la mañana todos y cada uno de esos 4000 dÃas. El escritor hojea uno de los álbumes por encima y dice no encontrarle el sentido a las fotos. Le parecen todas iguales. Auggie lo obliga a fijarse, a ir más despacio, a atender a los detalles:
“Todas son iguales pero cada una distinta de las otras. Tienes dÃas nublados y dÃas con sol; tienes luz de verano y luz de otoño; tienes dÃas laborales y dÃas festivos; tienes gente con abrigo y botas de agua, y tienes gente con camiseta y pantalón corto; a veces, la mismas gente, a veces, otra diferente; a veces, las personas diferentes se convierten en las mismas, y las mismas desaparecen. La Tierra gira alrededor del sol y, cada dÃa, su luz ilumina la Tierra desde un ángulo distintoâ€.
Y cuando por fin el escritor empieza a comprenderlo, descubre en una de las fotos la imagen de su mujer, aún viva, cruzando la esquina de la cafeterÃa de Brooklyn.
Giacometti afirmaba ver los objetos como figuras transparentes, una comparación que encuentro muy cinematográfica. A través de ellos se proyectan las emociones. Pero si son transparentes ¿por qué los representa grises, oscuros, sin color? Quizá porque si, como dijo Sartre, “existir es ser para la nada†(o ser para la muerte, como habÃa dicho antes Heidegger) la figura representada permite ver el espacio que atraviesa. En este caso, un espacio vacÃo, sin luz, que sólo cobra sentido cuando una figura interactúa con él, cuando una presencia lo habita y una conciencia lo percibe. La nada entonces, se vislumbra apenas, y el negro se vuelve gris. La pieza, en realidad, no es más que una luz tenue en la penumbra. Un medio para comprender la naturaleza de las sombras. De ahà que los trazos de los dibujos de Giacometti se emborronen y difuminen hasta hacer desaparecer los rostros, intentando de manera obsesiva, como hicieran antes El Greco o Cézanne, pintar lo imposible o lo que no queremos ver.
“Hay que tener valor para dar la pincelada final que hace que todo desaparezca.â€
Desde el fondo de las manchas oscuras, tras el óvalo gris de las cabezas de Giacometti parecen asomarse las cuencas oculares. No son los cráneos los que vemos, no son los ojos… Es la nada. Y desde ella intuimos las pupilas que nos miran, como “un ciego que adelanta la mano en la noche.â€