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Granta: el nuevo vértigo de escribir

De entre más de 200 autores nacidos después del 1 de enero de 1985, la prestigiosa revista literaria publica su selección de los 25 mejores narradores jóvenes en español | Foto: Dio Hasbi, Pexels

Si es cierto —como mostró la línea de pensamiento literario que va de Kierkegaard a Camus— que la elección refleja el dilema crucial de la existencia y que cada uno de nosotros constituye un problema para sí mismo, elegir los 25 mejores narradores en español menores de 35 años y hacerlo en el prestigioso marco de la revista Granta debe conducir al alborozo pero en gran medida también a la angustia. De la mano de la editorial Candaya acaba de publicarse Granta. Los mejores narradores jóvenes en español, el resultado de la segunda lista en castellano (la primera se elaboró en 2010) y lo primero que podemos decir de ella es que ese censo lanzado al mundo de las letras, por su talento incipiente, por su querencia por los tonos vitales de nuestra lengua, por la diversidad de variantes locales y algunas constantes temáticas (en una terna renovada: la nueva sexualidad, el fin del futuro, la pluridentidad, como variación sutil de la tríada clásica: el amor, el tiempo y la muerte) supone una magnífica oportunidad para tomar el pulso a una literatura recién arrojada al vértigo de existir.

Granta

A la clarificación del proceso de selección entre 200 autores nacidos antes del 1 de enero de 1985 se dedica la introducción sutil y precisa de Valerie Miles: Se trata de una lista representativa de la riqueza y los modismos geográficos y culturales de la lengua —once hombres y catorce mujeres de Argentina, Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, Ecuador, España, Guinea Ecuatorial, Nicaragua, México, Perú, Puerto Rico y Uruguay— un rico, inagotable palimpsesto lingüístico de fronteras muy difusas donde priman las cualidades sonoras, la preocupación compositiva por captar la entonación y los giros idiomáticos más sutiles (todas palabras de Miles). La escritora y editora neoyorkina sitúa muy bien nuestro tomo en la historia de una serie de selecciones que principiaba en 1996: «¿Quiénes son los mejores novelistas jóvenes de Estados Unidos?» Desde entonces se han propuesto cuatro selecciones del Reino Unido, tres estadounidenses, una brasileña y con esta, dos en español. Se agradece su posicionamiento (el de Miles) en un tiempo de crisis del pensamiento cuando deviene patológica la imposibilidad de juzgar: caerán del lado de lo viejo, los acartonados lugares comunes, los lupanares kitsch de Flaubert, el machismo poético de Kundera, la tortura de la generación X.

Después de Carlos Fuentes, pero también después de Salvador Elizondo, por así decir, la diferente relación entre la idea (el contenido) y la forma, es decir, la cuestión del estilo, en las 25 narraciones que componen nuestro libro no se resuelve en el marco de la experimentación ni en la búsqueda de una síntesis narrativa superior (¿solo hay un Borges?) pero la fina sensibilidad de los autores y ciertos fragmentos dispersos alientan, según lo veo, sentimientos insólitos a la espera de la forma definitiva que adquirirá (por decirlo con Gombrowicz) la novedad en su fructuosa inmadurez.

Si sigo el índice de este registro incitante, al modo de un canon vivo y mudable, he de confesar que siento por Mónica Ojeda (Ecuador, 1988) una especial inclinación literaria desde que Candaya publicara sus extraordinarias (en las dos acepciones) novelas Nefando y Mandíbula, matrices ambas de un mundo entre el fantástico en la amplísima línea Quiroga-Barker, la nueva etnología, el sonido del planeta y la penumbra local. Su narradora omnisciente nos sitúa en el umbral de una cosmogonía (como muestra de una galaxia recién nacida en su pluriverso personal) cuando lo ancestral germina entre el erial posmoderno y el atavismo rural.

La pulsión contra el débil, la fascinación del que adolece hacia el cordero, con amplios ecos de Dostoievski a Ana María Matute (Los niños tontos), de Juan Ramón Jiménez a René Girard constituye la trama del sólido Juancho, baile de José Ardilla (Colombia, 1985): sensibles impactos de una infancia antioqueña, bisagra entre la risa y el grito.

El tercer texto ya marca un giro interesante en el listado en lo que tiene que ver con las novísimas cadencias formales y las elecciones temáticas. Paulina Flores (Chile, 1988) compone en Buda Flaite un personaje a seguir: une Huckleberry Finn post-milenial no binaria, escapade de un centro de acogida, ¿para cuándo una novela española sobre los MENA? Jerga trangender, intuiciones singulares que desconciertan y dan que pensar, identitarismo urbano y un sentido del ritmo como fruto de un talento innato que deja al lector con ganas de más.

El niño dengue de Michel Nieva (Argentina, 1988) es un miembro anómalo del cuerpo social del siglo XXIII, una nueva cartografía y un monstruo empoderado que haría las delicias tanto de Charles Dickens como de David Cronenberg. Un relato muy solvente pero en el que quizás se eche en falta una mayor penetración psicológica (una apuesta metafísica, más o menos atrevida, si se quiere así) relativa al porqué de la renovación del mal.

Para los escritores que como Mateo García Elizondo (México, 1987) han vivido entre crisis, el futuro no es un lugar mejor sino la entrada a un raro túnel: la distopía es el telos de la ciencia ficción tras la crisis de las hipotecas subprime. Escribió W. H. Auden (La mano del teñidor) que cuando el autor es nuevo tendemos a ver sólo sus virtudes o solo sus defectos y, aun en el caso de haber visto ambas características, no podemos establecer sus relaciones: Cápsula apunta cuestiones interesantes (al modo del «vacío», la herida de la eternidad o los abismos infinitos de la incomprensión del irrepetible y sé que recurrente Stanislaw Lem) que afortunadamente para el autor tienen muchos años por delante para madurar.

El recuerdo ora resentido ora embellecido de la familia cae del lado de la retropía (Bauman) y en ello incide Deshabitantes de Gonzalo Baz (Uruguay, 1985), un relato evocador, de un intimismo sombrío ligeramente inquietante al modo de la poética de lo cotidiano de Clarice Lispector, con una textura lánguida y un estupendo uso de la estructura fragmentada, pergeñado desde una marginalidad soñadora: García Márquez describiendo a Kaspar Hauser asomado a la valla de un solar.

El compromiso social (en el marco más clásico del trabajo en la mina) es el leitmotiv de Reinos de Miluska Benavides (Perú, 1986), el consistente comienzo de una novela de corte clásico (con ecos del colombiano Eustasio Rivera) que apunta a un sensibilidad social que parece agotada en los jóvenes europeos… ¿desde Zola?

Cierta intertextualidad gótica con ecos de la australiana Joan Lindsay (Picnic en Hanging Rock) se filtra en la críptica y metaliteraria Viajeras bajo la marquesina, de Eudris Planche Savón (Cuba, 1985), narración de un libro inédito donde destaca la elección por el estilo elegante y la facultad, tan inusual en esta época, de una observación pausada (no necesariamente lenta).

A pesar de las lúcidas (un tanto rotundas) palabras de Valerie Miles, lo bien cierto es que una buena parte de los relatos se expresan en primera persona y los elementos autoficcionales están presentes en diversos de ellos, el caso más claro es el de Insomnio de las estatuas, de David Aliaga (España, 1989), literatura del Yo lindante a la literatura del Nosotros, donde la cuestión de la identidad (judía en este caso) sigue ¿oportunamente? vigente.

Las claves de un fantástico realista que combina lo íntimo, la denuncia (el feminicidio) y lo maravilloso universal con alguna heterodoxia formal son bien visibles en Mar de piedra, de Aura García-Junco (México, 1988) si bien el acierto inaugural no evita la sorpresiva integración de elementos muy coyunturales relativos a una sociología de la sexualidad (no sé si provocativos) y un cierto narcisismo de la imagen (presente en otros relatos de la selección) que me desconcierta dada la feliz premisa inicial.

Las premisas de Nuestra casa sin ventanas, de Martín Felipe Castagnet (Argentina, 1986), la competencia entre artistas y la lección de vida suponen un inteligente planteamiento de guiños babilónicos y prefacios de la ciencia de la limnología que podría haberse visto lastrado por algunas concesiones en la línea del relato anterior (aquí la alusión al cambio de sexo) pero que dejan entrever una poderosa fantasía.

En otro relato parcialmente autoficcional Ruinas al revés, de Carlos Fonseca, (Costa Rica, Puerto Rico, 1987) —quizás uno de las narraciones de mayor profundidad en lo que toca a los marcos temporales, espaciales y culturales— los documentos como cartas del pasado, el secreto, la arquitectura onírica y el art brut son los muros de carga de una narración edificada sobre un raro lirismo con toda la impronta de Bioy Casares.

Alrededor de la distopía y el deterioro medioambiental giran los Anillos de Borromeo, de Andrea Chapela (México, 1990), una historia de supervivencia donde el recuerdo es el refugio perfecto de una memoria empeñada en narrar que tiene el acierto del doble marco espacial, entre México y Madrid, de la intermitente voz en una primera persona del plural (una cierta allegoria in verbis humanista) y de un inquietante sentimiento de colapso que se está convirtiendo (por lo que se deduce el consenso temático solapado de esta edición de Granta) en preocupación universal. Sus inteligentes giros, el fino trasfondo pandémico y un emo-vitalismo radical (reflejo invertido del raciovitalismo orteguiano) hacen de este relato otro de mis preferidos.

La inteligencia paródica de la canaria Andrea Abreu (España, 1995) queda patente en Mi nuevo yo. La construcción, los deseos, ¡la zoofilia! convergen en un relato sorprendentemente maduro (no solo por el desencanto) que funciona también como una finísima crítica de los desvaríos de nuestro tiempo.

De nuevo la infancia y la familia herida se asoma a la poética de Nadie sabe lo que hace, de Camila Fabbri (Argentina, 1989), un relato sobre el peso de las expectativas sociales con un virtuoso manejo de la humildad, en una clave afín a los mejor pasajes de Jenny Offill y una lección no explicitada: una familia la constituyen las personas que se quedan de casa cuando se cierra la puerta al anochecer.

El gender reveal da tanto de sí que El color del globo, de Dainerys Machado Vento (Cuba, 1986), es con diferencia el relato más divertido de la compilación: su tono años 50 (revisión de los relatos que escandalizaban placenteramente el Reader’s Digest) su aire Imitation of life (REM), la privilegiada mirada del migrante y otros aciertos de una ironía tan astuta como emotiva lo convierten en un relato inmisericorde, gamberro y catártico entre los relatos más festivos de Pitol y el Happiness de Todd Solondz: casi un diez.

Es de esperar que la premisa subjetiva de El gesto animal, de Alejandro Morellón (España, 1985) y la sugerente imagen de la papisa católica den de sí pero Morellón tiene el complicado envite de dotar a una carrera literaria cargada de extraordinarias expectativas de una coherencia muy desafiada desde la infernal Caballo sea la noche.

El relato de tinte bíblico de José Adiak Montoya (Nicaragua, 1987) Rasgos de Levert sigue ampliando el campo temático (y el formal con elementos alegóricos de una prosa robusta), el horizonte de sentido (el sensus pneumaticus de Orígenes) lastrada por una constante ética (visible en más de la mitad de los relatos) como es la propensión de los autores a la inocencia (los malvados son los otros) y una turbadora visión de la esperanza rayana en la apostasía que le hace al cuento mucho bien.

El abismo de lo irreversible es el locus de Días de ruina, de Aniela Rodríguez (México, 1992), relato de estupenda sintaxis, olas morales muy lejos del mar de Mutis, entre Rulfo y los excesos de truculencia de la mejor película del maestro Arturo Ripstein (Profundo carmesí).

Wandaja, de Estanislao Medina Huesca (Guinea Ecuatorial, 1990) es uno de mis relatos preferidos: noir con ecos de Mosley donde la forma se hace pronto traslúcida, casi invisible (algo al alcance de pocos escritores de talento). Narración transparente, de estilo delgado y mensaje eterno: anclado en una tradición de los mejores cuentistas norteamericanos, Medina renueva justamente la clave que el arte de la ficción debe de tanto en tanto remozar: la soledad de un individuo contra al poder semejante al silencio frente un ruido de fondo cada vez más insoportable.

Con toda su potente factura visual (sería una extraordinaria base para el guion de un cortometraje) Soporte vital, de Munir Hachemi, (España, 1989) es un relato despabilado y sagaz. La imagen sublime del joven portando el cadáver de su abuela entre las húmedas calles de oriente postula la posibilidad de que un relato contenga una fotografía (como la novela una película), un pie en la postmodernidad y otro en el moderno compromiso del doctor Rieux.

En Niños perdidos, de Irene Reyes-Noguerol (España, 1997) se detecta, entre el homenaje a los clásicos y el déjà vu, el clima poético-fantástico (con tonos de Issa López y Guillermo del Toro) en la bisagra entra la niñez y la muerte y eso que viene en medio que no tiene sentido y que constituye todo lo que sabemos finalmente de la vida (y que la desconcertante autora parece saber ya).

La madurez nostálgica de Cerezos sin flor, de Carlos Manuel Álvarez (Cuba, 1989) favorece su desistimiento del elemento narrativo a favor de los más propiamente evocativos (o como parte de una reflexión que tiene como objeto los sentimientos) y consigue uno de los relatos más hermosos entre la «cereza-manzana» de Proust, el simbolismo de las tormentas como tropo anímico y alguna intuición nietzscheana que enseguida apuntaré.

La atroz historia de las dictaduras del Cono Sur y la redención deportiva (al modo del Villa del argentino Luis Gusmán) es el trasfondo de Una historia del mar, de Diego Zúñiga (Chile, 1987) un relato con tintes épicos (de la épica del perdedor) comprensibles en términos de clase y compromiso político (del republicanismo que va de Cicerón a Pettit) que creíamos olvidados ya.

Los estilemas más reconocibles de Cristina Morales (España, 1985) estallan en Oda a Cristina Morales: eufemismos, sátira que apuntala con puño americano la distancia entre lo ideal y lo real, agilidad mental, modales imprecativos, relato que conjura el peligro de la idiocia profesional o sociopolítica que amenaza por doquier y que hace pensar mejor.

Eso respecto a las narraciones individualmente consideradas.

En general, lejos de la inmanencia de la literatura estadounidense (y de ese amenazante igualitarismo al que se hubo de referir Tocqueville), el quid del tiempo de esta entrega de Granta resolutivamente editado por Candaya, no es, pese a lo que pudiera parecer a simple vista, el ahora, sino el ayer. Defenestrado el mañana, a los jóvenes les pertenece sobre todo… el pasado.

Conscientes y sensibles al problema de la dualización económica, lo remoto (el ayer, la costumbre, lo acecido, lo… salvado) interesa a los autores no por sí mismo sino con referencia al presente (para ser sentido en él). La sensibilidad no es utópica sino retro, casi vintage. La trascendencia tampoco se hace pragmática: directamente se sacrifica en aras del ritmo de un reloj encerrado en un sueño que apenas se recuerda. No espere el lector encontrarse un Felisberto Hernández, un Macedonio Fernández (tampoco un Mario Levrero). En las mejores de estas 25 narraciones se asume una ironía nueva poco piadosa que se permite prescindir de alardes técnicos como se olvida de terceros (tan alto se percibe el crédito): ¿qué fue de la literatura que describía a un personaje por lo que podía comer?

Según una brillante observación, habitualmente atribuida a Nietzsche, las generaciones se relacionan de dos en dos. Eso me ha resultado visible en los relatos de trasfondo familiar, los escritores han sido (como lo era el Thomas Bernhard de la pentalogía autobiográfica) los mejores nietos. Es lógico que sea así, porque en algunos relatos hay fe de vida, en otros hay auto-semblanza (demasiado indulgente a mi juicio), en la mayoría se hace evidente cierta impregnación genealógica (indirectamente) autobiográfica del relato: en sendos casos el eje inspirador es la memoria que se pregunta por las causas, las personas, las tendencias literarias y sociales que dieron lugar al día de hoy.

Sin embargo, existe una diferencia radical con la literatura que trató el tiempo hace más de diez años. Los distintos modelos de la literatura en castellano son hoy tan ricos como heterogéneos. El conjunto de Granta me sigue pareciendo clásico en intereses (lo que para mí es una virtud) y jerárquico en su identificación con un canon desdibujado pero todavía pertinente. En la mayoría de los relatos hay un consenso relativo al fin de la experimentación formal y una fértil conciencia de la amplitud de contenidos. La mayoría de las autoras, sin embargo, son poco democráticas, están reñidas maravillosamente con los acuerdos alcanzados, esto es, con lo canónico.

La nueva entrega de Granta presenta a la universalidad del mundo de las letras reivindicaciones radicales y luchas del barro del boom; a priori ninguna textualidad se desestima (aunque en ciertos fragmentos se empuja lo que cae). Casi me hubiera gustado encontrar en ciernes la literatura filosófica más digresiva la línea Bolaño-Michon-Sebald. Pero no parece moral ni justo, respectivamente, afirmarlo con rotundidad. Salvo excepciones la literatura joven adolece de enmienda y redención. Y de nuevo esto me parece meritorio. Si no querríamos que pensaran y sintieran como piensan y como sienten, no deberíamos haber consentido que estos escritores convivieran tanto tiempo con el drama (culpa de los padres, es decir, de la generación política anterior), no deberíamos haberles dejado los gobiernos tan llenos de chalados, no deberíamos haberles dejado un planeta herido de calor. Sé que nos habrían desarmado por entero si las instituciones, si el estado mismo, les hubieran facilitado los medios para abrir periódicos, para mantener editoriales, para hacer teatro (maestra de la dicción y de la composición, Cristina Morales, sería una gran dramaturga y una estupenda cronista paródica el día que sobreviva —tan grande es su agudeza— al derrumbe epocal de un estilete que ahora se clava con la ayuda del viento).

Los textos inéditos que han conformado nuestro libro (relatos o fragmentos de novelas en curso), distintos en calidad, no constituyen por sí solos el motivo de la inclusión sino que dirigidos a definir la selección final (entre un número mayor de preseleccionados) se antojan una renovación del aval que constituye al menos una producción narrativa anterior. En ese sentido también nos ha magnetizado.

Sobre la lista se podrá diferir pero creo que no se debe refutar, nos gusta el tacto crítico del prólogo (la generosidad puede ejemplificarse pero no enseñarse, me temo). La literatura del yo es siempre confesional, se debe evitar la confidencia de los pecados pero también se puede confesar un pasmo ¡y un milagro! Un canon nunca es demostrable (a estas cuestiones dedicó George Steiner gran parte de sus complejísimas Presencias reales), esto es, las técnicas centrales de la percepción de acuerdo con el modelo de las ciencias naturales pueden enseñarse en el laboratorio (o en seminario matemático) pero, excepto en el plano más formal o lingüístico textual, todo ello no es aplicable al pronunciamiento estético. Tampoco la creación, ni el proceso de comprensión son estrictamente acumulativos… y se nota.

Exuberancia, instantáneas mágicas y dislocaciones, innovaciones punitivas, spray y grafiti sobre la rayuela, retazos de abjuración, interpolaciones, trasvases cargados de lengua y misterio como un beso a medianoche, intereses poco pasajeros, poliamor, puente atlántico, melodías a raudales, afluencia de tonalidades carentes de afectación, cierta subordinación de la forma al contenido, de la razón a la emoción, de la ética a la estética… Está bien para los que suscribimos la autonomía del arte y algunas tesis de Hume. Hay cierto premio al premio, pero también hay esfuerzo que expulsa el talent show (en los relatos no hay exordio, como si ya se hubiera captado de sobra la atención). Caben algunos reparos sobre prejuicios de las subjetividades o por regresar a la jerga existencialista con la que comenzábamos, hay elementos narrativos que apuntan a una cierta vida inauténtica (vivida o pensada por los otros: la crisis de lo binario, la descripción física absorbiendo el retrato moral). También llama la atención la renuncia a la experimentación o el desinterés (tan caro a la generación anterior) por salirse de un esquema prestablecido. Sartre: estamos obligados a ser libres, es decir, a tomar decisiones. El escritor debe huir de la profesionalización (manía mía) y soplarle de cara al viento (de los tiempos) pero los 25 jóvenes que hemos leído con atención podrían estar ahora mismo inventando un valor nuevo que uno no podrá entender. Tanta chispa, tanta clarividencia, tanto futuro encierra este volumen. Nos hemos acercado a sus palabras con toda la simpatía, el tiempo será el juez más severo. ¿Qué decir a estas voces nuevas aunque suficientemente consagradas? Huyan de las estrategias, jueguen más, vivan como si el ideal también existiese; en un punto muy concreto del idilio de lo desaparecido con la vida-por-venir todas sus inteligencias llevan razón, no hagan caso a nadie el día que se formalice tal enlace: sigan haciéndolo así.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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