Han Kang | Foto: Ariadna Arnés

Un animal mutante y sagrado

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Han Kang | Foto: Ariadna Arnés

“Si no comes carne, te devorará el resto del mundo.”

Han Kang (Gwangju, Corea del Sur, 1970) saltó a la palestra literaria internacional en 2016, con el reconocimiento que le procuró la concesión del Man Booker International Prize por The Vegetarian, la traducción inglesa de su obra cumbre, aunque en Corea había publicado ya varias novelas y antologías de relatos, y había obtenido también premios como el Premio de Novela Coreana (1999), el Premio al Artista Joven del Año (2000) y el Premio Yi Sang (2005). Un relato suyo de 1997, traducido en inglés como The Fruit of My Woman e inédito en español, supone el germen de esta extraordinaria La vegetariana, aparecida en 2007 pero jaleada internacionalmente hace apenas un año. Tanto aquel relato como la novela que nos ocupa toman como punto de partida una frase del escritor Yi Sang —“Creo que los humanos deberían ser plantas”—, que Kang interpreta como un rechazo a la violencia del período colonial nipón. Pero mientras en el cuento había una transformación completa, una metamorfosis kafkiana que nos situaba en el terreno de lo fantástico y lo sobrenatural, la novela presenta un arranque realista con recurso a la parábola y a lo alegórico. Y un furioso lirismo.

Son de admirar, además de la valiente coherencia de su línea editorial, el cuidado y detallismo con que Rata Books trabaja cada nuevo volumen, aderezado con paratextos de lo más sugestivos. El prólogo de Gabi Martínez aporta las coordenadas espaciotemporales y sobre todo socioculturales, e incide en la difícil convivencia entre la vieja tradición confuciana y el capitalismo de nuevo cuño que está acarreando pérdida de identidad y disolución de costumbres en Corea del Sur. En la entrevista realizada por Milo J. Krmpotić e incluida en los anexos, Han Kang declara que en la sociedad actual “hay que vivir superando cambios vertiginosos, una actividad frenética, el cansancio y los daños”; no en vano el filósofo Byung Chul Han, nacido en Seúl y afincado en Berlín, retrató en su Sociedad del cansancio (2010) una sociedad al borde del colapso y el trastorno neuronal. Por otra parte, las viejas estructuras y jerarquías son cada vez más cuestionadas por las nuevas generaciones de la narrativa surcoreana, en que cabe destacar a escritores como Ha Seongnan (1967), Kim Youngha (1968) y Park Mingyu (1968). Con una sensibilidad posmoderna y una clara vocación experimental, penetrada de humor, extrañamiento e hibridación genérica, estos y otros autores radiografían la nueva clase media —entre otras cosas, revisan el rol de la mujer en el patriarcado surcoreano— y superan el realismo de corte social de las generaciones precedentes.

La vegetariana —traducida al español por Sunme Yoon, y al catalán por Mihuwa Jo y Raimon Blancafort— ofrece un estilo que trasluce la práctica poética que la autora jamás abandonó, y constituye una suerte de parábola que, por un lado, aborda la condición inevitablemente violenta del ser humano, y, por el otro, focaliza en la utilización que se hace de los cuerpos en nombre de la sociedad o del bien común. Yeonghye es una mujer sumisa y silenciosa —y, por eso mismo, perfecta para acatar el rol que le reserva la estructura patriarcal de su país— que vive supeditada a la figura del marido. Un día, después de una terrible pesadilla y por motivos que a todos se les antojan herméticos e ignotos, decide dejar de comer carne.

Su cuerpo, cada vez más demacrado, funciona como un objeto sobre el que se proyectan tres miradas, que vertebran tres narraciones complementarias: la del marido, la del cuñado artista y la de la hermana mayor. Su marido la contempla desde la perplejidad y la indiferencia, si bien acaba arrojándole al final todo su odio. El cuñado, en cambio, vierte sobre ella una mirada cargada de deseo y fascinación, que no deja de ser cosificadora y destructiva. Por último, la hermana compatibiliza el rencor con una involuntaria empatía. Animadversión, deseo y compasión, pero sobre todo incomprensión, es lo que suscita el nuevo estado de Yeonghye, empeñada en la consunción.

“Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez.”

La primera parte se intitula precisamente como la novela y permite el acceso a los pensamientos del marido de Yeonghye. Lo único inverosímil de toda la novela reside en el comienzo, en que este narrador en primera persona confiesa sus propias bajezas y debilidades —“De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas”—, lo que resulta poco coherente con el dibujo y las características del personaje. Después de las dos primeras páginas el relato gana en credibilidad y atrapa hasta lo indecible. Y es que la metamorfosis de Yeonghye no se hace esperar. El punto de inflexión se produce una madrugada en que el marido la encuentra de pie delante del frigorífico, completamente inmóvil, descalza y con el pelo desgreñado. Lo que seguirá a esta imagen, además de la supresión de toda proteína animal en las comidas caseras, es la transformación física y psíquica de su mujer.

“Su tono era calmado, como si no le importara en absoluto la clase de reunión en la que se encontraba […]. Sin prestar la menor atención a la conversación que fluía en la mesa, no hacía más que mirar cómo brillaban los labios de los comensales por el aceite de sésamo […]. Por un instante su cabeza, a la que no me había asomado antes, me pareció una trampa sin fondo.”

Ediciones Rata

El relato refleja la dureza, en la sociedad surcoreana, de los códigos de comportamiento femenino, que llegan a anular todo atisbo de personalidad genuina. La resistencia muda y pacífica, pero innegociable, es descodificada como locura y le acarrea a Yeonghye el repudio familiar. Su marido llega al insulto y hasta a la violación —“se me quedaba mirando como si fuera una esclava sexual forzada por los nipones”—, y no oculta cuánto la aborrece, sin duda por haberse desviado de la norma. Los padres de Yeonghye le piden disculpas a su yerno, como si se sintieran culpables de haberle entregado un producto en malas condiciones, y se organiza una siniestra reunión familiar, en torno a una mesa llena de comida, para hacer entrar en razón a la joven esposa. Se llega al extremo de que el padre la abofetea y le introduce a la fuerza un trozo de cerdo agridulce en la boca.

La conversión de Yeonghye al vegetarianismo obedece a un ciego impulso interno, de raíz onírica. Sumergida en un sufrimiento incomunicable, su voz se nos brinda apenas en breves fragmentos en cursiva, que relatan pesadillas en primera persona: animales despedazados, charcos de sangre, restos de carne cruda en la boca, rostros depredadores, asesinatos. Yeonghye oye los gritos apretujados en su estómago: “Es por la carne. He comido demasiada carne. Todas esas vidas se han encallado en ese sitio”. Las vidas que ha consumido —afirma— se obstinan en obstruirle el plexo solar.

“Como si yo hubiera matado a alguien con mis propias manos o hubiera muertos a manos de otra persona. Es una sensación […] perentoria, frustrante y tibia como la sangre que aún no se ha enfriado.”

La segunda parte se titula La mancha mongólica y, como apunta Gabi Martínez, constituye un espectáculo refinadamente oriental. El cuñado de Yeonghye, un artista multidisciplinar, ve a esta mujer como un símbolo de algo, incluso como una activista que no se ha propuesto serlo y que trasciende el gesto para llegar a la esencia. También la objetualiza, la convierte en hecho estético y en obsesión erótica. Comprendemos que hace tiempo que lo persigue una imagen obsesiva y recurrente, y que aboceta cuerpos sin rostro cubiertos de flores, “tan firmes y serenos que contrarrestaban lo provocativas que eran sus posiciones”. En el momento en que, por casualidad, se entera de que Yeonghye tiene aún una mancha mongólica, “una flor verdeazulada floreciendo en medio de las nalgas”, surge en él un deseo inmoderado y avasallador por ese cuerpo desvitalizado que se le aparece abierto al misterio y en caída libre al abismo.

“Le evocaba una huella de tiempos primigenios, de tiempos anteriores al comienzo de la evolución o al proceso de fotosíntesis que realizan las plantas. Era extraño, pero no tenía nada que ver con una sensación erótica y mucho con algo vegetal.”

De igual modo que el marido la tenía por un objeto doméstico, ahora estropeado, el cuñado la ama más inconsciente que despierta. Ante su cuerpo, más que excitación, siente conmoción, “como si estuviera tocando algo prístino y primigenio”. Sus gestos recogidos, su encogimiento corporal, dejan ver “una soledad sólida como una sombra”, y él no puede evitar preguntarse “qué cosas terribles se estarían enfriando o se habrían hundido del todo en el fondo de su ser para mostrar esa superficie tan tranquila”.

“Verla así, bellamente tendida, sin resistencia alguna y sin nada superfluo […] le provocaba sentimientos intensos hasta las lágrimas. Las clavículas delgadas, los pechos planos como los de un muchacho debido a su posición, las costillas marcadas, los muslos abiertos sin lujuria, su rostro inexpresivo como un desierto […]. Era un cuerpo del que habían sido eliminadas todas las excedencias. Nunca había visto un ser que fuese capaz de decir tantas cosas con solo su figura […], le pareció que era un ser sagrado.”

El artista realiza con ella un proyecto artístico que gira en torno a cuerpos cubiertos de flores. Anda a la búsqueda de una sensualidad casi sacra que Yeonghye encarna; al filmar cómo se abren las flores pintadas en los recodos y volúmenes de su cuerpo, busca registrar la “armonía silenciosa que traía a la memoria lo esencial y lo eterno”. Son de destacar el impetuoso lirismo y la perturbadora belleza de las imágenes creadas —“Un lirio de la mañana de color naranja floreció en la concavidad de su vientre y sobre sus muslos cayeron profusamente hojas grandes y pequeñas de color dorado”—, con intromisión del plano onírico —del sexo de ella rezuma “un líquido verdoso de hojas machacadas”—.

“Era un cuerpo exento de deseo y paradójicamente era también el bello cuerpo de una mujer joven. De esa contradicción emanaba una fuente de fugacidad, una fugacidad extraña y sólida. La luz del sol se diseminaba a través del ventanal como en infinitos granos de arena y, aunque no fuera perceptible a la vista, la belleza de ese cuerpo también se estaba desmoronando como arena pulverizada.”

En la tercera parte, titulada Los árboles en llamas, un narrador omnisciente focaliza en el personaje de Inhye, la hermana de Yeonghye, presentada de buenas a primeras con la mirada cruel que siempre se vierte sobre las mujeres: “No es muy joven. Tampoco se puede decir que sea bonita. Simplemente tiene una línea del cuello muy fina y una mirada afable”. Ella ha sido la que ha afrontado la situación, ocupándose de los gastos del psiquiátrico y cargando con las murmuraciones del vecindario. Y, aunque no puede perdonarle a su hermana la irresponsabilidad de perder la cordura, a partir de un determinado momento sus percepciones evolucionan y se permite por vez primera ahondar en el autoconocimiento, con todo el dolor que comporta. Para ello hay que remontarse a la noche en que Yeonghye fue encontrada en el bosque cercano al sanatorio, inmóvil e inclinada como un árbol bajo la lluvia.

“La lluvia negra cayendo sobre el cuerpo de Yeonghye como una andanada de lanzas y sus pies desnudos y huesudos cubriéndose de barro. Cuando sacudía la cabeza para borrar esta imagen, unos árboles verdes de pleno verano temblaban ante sus ojos como gigantescas llamas.”

De modo tácito e inconfeso, Inhye empieza a comprender a su hermana, dándose cuenta de que la única violencia que reivindica es la de atentar contra el propio cuerpo. Al mismo tiempo, siente que ella misma tiene una herida abierta, “tan grande que le parecía que todo su cuerpo era tragado por un negro agujero”, y toma conciencia de que no ha vivido realmente, pues no ha hecho sino aguantar, dejándose llevar por la lástima que tanto su marido como su hijo han sabido siempre inspirarle. Comprende, al fin, que volverse loco, soltar el fino hilo que nos une a la vida diaria, es mucho más fácil de lo que parece. No sabemos ya desde dónde habla, pues se ha establecido una continuidad orgánica con su hermana, una lógica ensoñada de culpas y locura, una suerte de derrumbe transferido.

“La voz de Yeonghye, el bosque donde cae una lluvia negra y su propio rostro cubierto por la sangre que se derrama de sus ojos despedazan la larga noche como la porcelana que estalla en mil pedazos afilados.”

La vegetariana muestra a una mujer que ha querido desvincularse de su animalidad y hermanarse con las plantas. Consumida y espectral, ya no habla; apenas murmura cosas incomprensibles. Desnuda su pecho bajo el sol, “como un animal mutante que realizara la fotosíntesis”, y hace el pino para enraizarse en el suelo como un árbol. El dolor le confiere una suerte de clarividencia que transfiere a los demás, ya sea a través de pensamientos inusitados o de pesadillas.

“Yo creía que los árboles estaban de pie, derechos… Ahora lo sé. ¡Se sostienen al revés con las manos en el suelo! […] ¿Sabes cómo me he dado cuenta? ¡Por un sueño! Yo estaba cabeza abajo… Me crecían las hojas en el cuerpo y de las manos me brotaban las raíces […] Sentí que me iba a salir una flor en el pubis, así que abrí las piernas.”

En la entrevista incluida en los anexos del libro, la autora afirma que no es solo el hecho de declararse seguidor de principios diferentes lo que resulta conflictivo en La vegetariana, sino sobre todo la negativa a perpetuar la violencia inherente al ser humano. En este sentido, el acto pacífico de Yeonghye entraña una rebelión profunda y un desafío al sistema. El alimento, cárnico o no, remite a la violencia, necesaria para la supervivencia, y negarse a comer equivale a abrazar la muerte. A pesar de que en el hospital se manejan términos como anorexia o esquizofrenia, hay en la novela una dimensión simbólica que desdice del realismo médico. En este sentido, la fascinación del artista por la mancha mongólica probablemente tenga que ver con la resistencia a la vida que avala la leyenda según la cual algunas almas se resisten tanto a volver a nacer que los espíritus superiores deben darle una patada al bebé para empujarlo a la tierra, y de ahí el moretón —la mancha mongólica— impreso en el cuerpo. La resistencia pasiva de Yeonghye la lleva a mutar en otra cosa, cada vez menos humana. ¿Purificación? ¿Autodestrucción? Más bien deserción, renuncia, abandono, muerte.

“¿Por qué me estoy quedando tan flaca? ¿Qué es lo que cortaré con mi cuerpo que me estoy poniendo tan afilada?”

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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