Heidelberg | Foto: Meritxell Gutiérrez

Heidelberg, notas de viaje

Seguimos las huellas de Joseph von Eichendorff, Karl Jaspers y Emilio Lledó en la ciudad universitaria alemana

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Heidelberg | Fotos: Meritxell Gutiérrez

Al bajar del avión, en Fráncfort, un cuervo negro nos observa bajo la lluvia. De alguna manera será nuestro guía, apareciendo y desapareciendo por sorpresa, cuando de aquí a una hora caminemos por Heidelberg.

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Llegamos a Bismarckplatz. A un paso del río Neckar, este punto de encuentro está atravesado por los principales tranvías de la ciudad. Desde aquí podemos tomar la Haupstrasse, la calle principal, por la que llegaremos a la vieja universidad, creada en 1386, siendo la más antigua de Alemania. Aquí estudiaron, entre muchos otros, Joseph von Eichendorff(poeta que de alguna manera cierra el Romanticismo alemán), Karl Jaspers (figura clave para la reconstrucción de la Educación en Alemania después del nazismo) y Emilio Lledó (que volvería como profesor, gracias a Gadamer, quedándose más de una década en Heidelberg).

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En la puerta de la universidad leemos: “Dem lebendigen geist”. Durante la reconstrucción (Jaspers logra reabrir la Universidad en 1945) los estudiantes crean el primer gabinete gobernado por ellos mismos. Ese “espíritu vivo” que reclama la inscripción de la entrada debe cuidar, según recoge los estatutos, la verdad, la justicia y el humanismo.

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Emilio Lledó llega muy joven a Heidelberg, en plena posguerra, con una maleta de cartón y pesando 53 kilos. No tarda mucho en dar clases a las mentes más privilegiadas del momento en la universidad más prestigiosa, pero lo que recuerda como la experiencia docente más importante de su vida es cuando enseña alemán a los emigrantes españoles en la cafetería de la facultad. El profesor descubre el significado de la palabra Educación justo en ese momento. La vocación ya no desaparecerá.

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Si caminamos por la misma calle encontraremos el ayuntamiento, y el Hotel Ritter, de 1592, un bello edificio de color salmón y letras doradas. Antes de que acabe la Haupstrasse ya podemos ver, a lo alto, el imponente castillo.

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El castillo parece la mejor de las escenografías para el Romanticismo. El musgo se agarra a las paredes y al paisaje, mientras los anfibios que habitan el lugar se esconden ante las miradas indiscretas. Eichendorff no sitúa una de sus obras más conocidas, De la vida de un tunante, en la ciudad en la que ha estudiado. Sin embargo, en algunos fragmentos de la novela parece que la evoque: “En la cima de la montaña, iluminado por el claro de la luna, se alzaba un viejo castillo de grandes dimensiones en el que despuntaban numerosos torreones”. En la puerta del castillo encuentra, nos dice el poeta, una torre amplia y derruida. Como aquí.

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Perkeo | P.G. Dathan

El castillo está repleto de leyendas. La que más ha cuajado es la que explica cómo Perkeo, un enano italiano que hacía de bufón en la corte, murió después de beberse el vino que contenía el barril más grande del mundo, con capacidad para más de doscientos veinte litros. El conde, como divertimento, le animaba a beber más y él, sumiso, respondía “perché no?”. De ahí su nombre. Y de ahí que recordemos por qué un bufón no puede olvidar su verdadera empresa, ser la voz crítica y mordaz en una sociedad obediente y manipulable. Si el bufón no alerta de los excesos, o cae directamente en ellos,  todo se derrumba. Como el intelectual al que el poder le ríe las gracias y, en vez de incomodar con su mirada indomesticable, prefiere jugar a los malabares. El aplauso fácil siempre ha sido letal.

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El puente antiguo, dedicado al príncipe Carlos Teodoro, nos permite cruzar el Neckar y acceder a uno de los lugares más especiales de Heidelberg. Se dice que fue en el Paseo de los Filósofos donde Goethe encontró la inspiración para escribir su Fausto. No importa si es cierto o no, la verdad es que es un espacio en el que, además de poder apreciar la ciudad desde otro ángulo, el tiempo parece detenerse. El mismo cuervo negro que nos dio la bienvenida a Alemania, ahora, nos acompaña por este balcón natural.

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Un amigo de Heidelberg nos cuenta que la gente camina rápido por aquí, hace dos o tres fotos, y se va. “La ciudad es bonita, y el camino es agradable. Pero no sirve de nada si no lo sientes. Hay que caminar el Paseo de los Filósofos y sentir lo que quiere transmitirnos. Es algo aparentemente pequeño, pero muy importante para Alemania”, nos dice. ¿Es aquí, pues, donde cada generación de europeos ha buscado el Zeitgeist? ¿Cómo comprender, desde la mera observación, el espíritu de la época?

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Emilio Lledó parece querer respondernos en El silencio de la escritura, tal vez la obra que más bebe de la idea de hermenéutica que le trasmite Gadamer en Heidelberg. “Todo creador literario reabsorbe en su subjetividad eso que, de una manera muy vaga, podría denominarse el espíritu del tiempo. Esa vaguedad no se refiere a la indudable existencia de ese Zeitgeist, sino a la dificultad de precisar en qué consiste”, leemos.

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Durante el paseo nos encontraremos, precisamente, con un busto de Eichendorff. No podemos dejar de pensar en De la vida de un tunante (obra que inspira a maestros del caminar, como Walser o Kafka), y cómo el escritor realiza, literalmente, una oda al “anhelo de viajar” y al “ansia de incertidumbre” que siente el protagonista, un joven que teme caer en las redes de la burguesía y su ética servil del trabajo. Por eso, como si fuera un vanguardista un siglo antes de las vanguardias, no deja de jugar con las palabras, exprimiendo sus entrañas. Nos habla de Vakanz, activando el doble sentido del término, que tanto puede referirse a las “vacaciones” (a las que el tunante se entrega como forma de vida junto a su violín) como a la “plaza vacante” (a la que todo filisteo aspira desde la más temprana edad). Todos somos una suerte de ese doble, el que se va y el que vuelve, el que siente la asfixia del sitio fijo y el que teme no poder regresar al hogar al que, por muy apátrida que uno se considere, de alguna manera u otra pertenece.

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Todo eso, si observamos con atención, podemos sentir en el Paseo de los Filósofos de Heidelberg. Si se nos hace de noche, Eichendorff también nos ayudará. Gracias a la mondlicht (la iluminación nocturna) podemos escuchar los rauschen (los sonidos más diversos de la naturaleza) que el poeta describe durante ese trayecto incierto y vago hacia la belleza.

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Las nubes son aquí el humo que se cuela entre los dedos de la montaña. Cada conjunto de árboles es una mano abierta que deja pasar, entre sus meñiques, la niebla de la tarde gris.

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Acantilado

También Karl Jaspers ha caminado ese Paseo de los Filósofos. Pocos años después de abandonar Heidelberg, publica, en 1949, Origen y meta de la historia. Acantilado ha recuperado, en una edición exquisita, la magnífica traducción de Fernando Vela. Allí el médico y pensador se pregunta (quién sabe si el interrogante le nace en este tramo de montaña) por la conciencia del presente. “Desde los tiempos más remotos el hombre se ha formado una imagen de la totalidad”, asegura. Y alerta del peligros de que esas “intuiciones” universales del historiador queden “sin crítica”. Sin embargo, aunque reclama que nada se acepte como evidente, reconoce que en la historia “hay repeticiones” y que “en lo múltiple hay lo análogo”.

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La meditación filosófica es para Jaspers un acercamiento a ese “origen único” y a esa “meta final” de la historia. Llama “tiempo-eje” al proceso espiritual acontecido entre los años 800 y 200 antes de Cristo, y que supone una suerte de principio para el ser humano tal y como lo conocemos hoy en día. Ahí coinciden sin coincidir Confucio y Lao-tsé en China, en las inmediaciones de India vive Buda, Zaratustra enseña en Irán, en Palestina aparecen los profetas, y en Grecia encontramos a Homero y a los filósofos (Parménides, Heráclito y Platón). Se formulan, por tanto, las preguntas radicales. Según el autor, “la novedad de esta época (pese a las diferencias en el modo de pensar y en las creencias) estriba en que en los tres mundos el hombre se eleva a la conciencia de la totalidad del ser, de sí mismo y de sus límites”.

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¿No hay ahora, como entonces, un Zeitgeist que nos permita ver más allá del río?

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“Al perder la época su fuerza creadora, se produjo en las tres zonas culturales la fijación de las doctrinas”, apunta Jaspers. Pero lo interesante del ensayo es que desarrolla la pregunta por el futuro. Cuando se renuncia a él, sostiene el pensador alemán, “la imagen histórica del pasado se convierte en definitiva y acabada y, por tanto, en falsa”. El autor sabe de lo que habla. Acaban de descubrir todos los detalles de la deshumanización en los campos de concentración. “Apenas nos atrevemos a hablar todavía”, confiesa. Pero no hay tiempo ni espacio para la resignación. “Solo la más clara conciencia puede valernos. Ella es la que acaso pueda evitar el horror ante tal futuro… Tiene que quedarnos la angustia que se convierta en preocupación activa”.

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“Hay que afirmar la angustia. Es la base para la esperanza”, deja escrito Jaspers.

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Superamos la historia volviéndonos a la naturaleza. Podemos sentirnos liberados, afirma Jaspers, en el raudal luminoso de la aurora. Es la misma aurora a la que incansablemente canta Eichendorff en sus textos, donde tanto el hombre común como el artista son capaces de compartir esa intuición de la unidad profunda que subyace de la multiplicidad de lo real. Lo que, a veces, y de manera imprecisa, hemos llamado el “espíritu vivo” del humanismo. Un humanismo que lee mientras camina.

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Al cruzar de nuevo el puente, observamos el interior de cada hogar, como si fuera una pintura flamenca, gracias a esa costumbre calvinista de no poner cortinas en las casas. Esa moral de no esconder nada, de no velar lo que no hay por qué desvelar, ha quedado impregnada en la epidermis de la ciudad. Nada y todo es herencia y tradición de una religión no tan lejana. No es casualidad que sea aquí donde, en el juego de preguntas y respuestas, se firmara el Catecismo de Heidelberg.

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Paramos en una tasca frente al Neckar. Nos imaginamos esa tarde en la que Lledó toma cerveza junto a Heidegger. “Parecía todo menos el autor de Ser y tiempo”, dice el pensador español, sorprendido por la baja estatura de uno de los más grandes (y contradictorios) filósofos alemanes.

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Después de descansar en el Café Rossi, todavía centro neurálgico de la ciudad, acabamos la noche en el Schnitzelbank. El mazo sube y baja como si estuviéramos en La  fragua de Vulcano. La taberna aún conserva las mesas de trabajo (antes era una bodega en la que vendían barriles) de estos artesanos del empanado que, con sus mandiles de piel, golpean una y otra vez la carne rebozada.

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A la mañana siguiente, el cuervo negro nos indicará el final del viaje. Si es que los viajes acaban en algún momento. Si es que la historia y la naturaleza no son la plaza en la que el pasado y el futuro vuelven a preguntarse por la angustia y la esperanza, por el espíritu de nuestro tiempo.

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Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

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