Jorge Luís Borges | Foto: Roberto Pera | WikiMedia Commons

La ilusión de identidad

/
Jorge Luís Borges | Foto: Roberto Pera | WikiMedia Commons

“Yo diría que siempre sentimos esa antigua perplejidad, esa que sintió mortalmente Heráclito en aquel tiempo al que vuelvo siempre: nadie baja dos veces al mismo río.”
Jorge Luis Borges, Borges, oral

Hay un motivo recurrente en Borges directamente relacionado con su conciencia exacerbada de la fugacidad. Son numerosos los textos que aluden directa o indirectamente a este planteamiento, tan característico a lo largo de su obra, sobre la futilidad de todos los actos humanos y los problemas filosóficos de la propia identidad.

Podemos encontrar numerosos ejemplos de este planteamiento en los poemas que tienen al río de Heráclito como eje principal de la composición y, por ende, como un símbolo emblemático de esa fugacidad.

En el poema titulado precisamente Heráclito, perteneciente a su libro Elogio de la sombra, Borges escribe lo siguiente:

“El río me arrebata y soy ese río. / De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo. / Acaso el manantial está en mí. / Acaso de mi sombra / surgen, fatales e ilusorios, los días”.

La angustia que produce la fugacidad tiene un doble sentido en estos versos. Primero, el río de Heráclito en el que nos bañamos simboliza el devenir incesante, la multiplicidad y el cambio de la realidad que nos rodea, lo cual implica una dificultad considerable para acceder a un conocimiento fiable -en el sentido más platónico, es decir, un conocimiento universal, eterno, inmutable- de ella.

Pero, al mismo tiempo, resulta que nosotros también estamos hechos de esa “materia deleznable” que es el tiempo: igual que aquello que nos rodea, el ser humano es una realidad que deviene, como nos hizo ver Nietzsche, lo cual imposibilita el cumplimiento de aquel dictado socrático de llegar a conocernos a nosotros mismos: como si el “yo” fuese una especie de naturaleza fijada de antemano, algo perfectamente coherente y nítido, una sustancia idéntica a sí misma que estuviese esperando a ser “descubierta” en virtud de un ejercicio mayéutico o de nuestra introspección infalible.

Afortunadamente, el siglo XX consiguió neutralizar los excesos mito-poéticos heredados de la filosofía griega y trató de situar las cosas en un lugar más razonable. Ortega declaró que el “yo” es inseparable de su “circunstancia”, y que cualquier cambio en ella implica necesariamente una alteración o modificación de la identidad del sujeto. Heidegger añadió que el ser es inseparable del tiempo que lo constituye como tal: el ser solo se “manifiesta”, se nos “ofrece” o se nos “da” en el tiempo, que es co-sustancial a él. Y Sartre, por su parte, dijo que la “esencia” de algo no precede a su “existencia” y que, por lo tanto, la “esencia” es aquello que “aparece” en la forma en que se nos “aparece” bajo un contexto concreto.

En resumen, la filosofía del siglo XX consiguió acabar con la ficción de una identidad única y de una sola pieza, una “naturaleza invulnerable y permanente” que el filósofo debía descubrir más allá de -o con independencia de- las circunstancias históricas que la rodean.

Por eso señala Borges en su poema que el “manantial” del que surge el río es el mismo que “se encuentra en nosotros”: no se trata solo de que vivimos “en medio” del tiempo, sino que, y lo que es aún más importante, “somos seres constitutivamente temporales” -es decir, hechos de tiempo-, un hecho que inevitablemente acentúa la conciencia de nuestra fugacidad.

Borges se refirió a lo largo de su trayectoria literaria en reiteradas ocasiones a esta influencia de la filosofía de Heráclito, que casi llegó a convertirse en una especie de sello particular -o directamente en una de sus principales obsesiones-, que refleja en muchos de sus textos.

Por ejemplo, en una de las conferencias recopiladas en el libro Borges, oral que trata sobre la conceptualización de “El tiempo”, podemos leer lo siguiente:

“¿Por qué nadie baja dos veces al mismo río? En primer término, porque las aguas del río fluyen. En segundo término -esto es algo que ya nos toca metafísicamente, que nos da como un principio de horror sagrado-, porque nosotros mismos somos también un río, nosotros también somos fluctuantes”.

Y en otro poema con el mismo título, Borges evoca una recreación imaginaria del momento de suprema inspiración en el que a Heráclito, sentado frente a un río, se le ocurre el famoso aforismo que se convertiría en el gran símbolo de nuestra tradición sobre la fugacidad:

“Se mira en el espejo fugitivo / y descubre y trabaja la sentencia / que las generaciones de los hombres no dejarán caer. Su voz declara: / Nadie baja dos veces  a las aguas / del mismo río. Se detiene. Siente / con el asombro de un horror sagrado que él también es un río y una fuga”.

De nuevo vuelve a aparecer el “horror sagrado” que despierta en el ser humano la conciencia de su fugacidad, de la futilidad de todas las producciones humanas, algo que lo separa definitivamente del reino animal: en palabras de Heidegger, el hecho de saberse un “ser-para-la muerte”.

Sin embargo, a continuación, el poema da un giro inesperado y el lector comprueba que el auténtico protagonista del mismo no es Heráclito, sino un “hombre gris” que ha soñado con Heráclito y que “entreteje endecasílabos para no pensar tanto en Buenos Aires y en los rostros queridos”, uno de esos juegos metaliterarios a los que Borges, que a menudo se inmortaliza a sí mismo en sus poemas, era tan aficionado.

Junto con la metáfora de la sombra que vimos anteriormente, la metáfora del sueño en este poema aumenta la sensación de fugacidad que conlleva el paso del tiempo. Experto conocedor de la tradición literaria occidental, Borges introduce este recurso en su obra, como antes lo habían hecho autores como Píndaro, al declarar que el ser humano es el “sueño de una sombra”; Calderón de la Barca, en La vida es sueño; o incluso Shakespeare, al afirmar que “estamos hechos de la misma materia que nuestros sueños”.

La inconsistencia de la identidad es el gran problema derivado de la fugacidad de nuestro ser, algo que ya había apuntado anteriormente Hume, cuya teoría Borges conocía bastante bien, un hecho que tiene su reflejo en su constante preocupación por el tema del “doble”, otro de los temas favoritos en los que Borges se inspira para crear algunos de sus relatos más conocidos.

¿Cómo sería un encuentro con nosotros mismos, pero mucho más jóvenes de lo que somos ahora, cuando el paso del tiempo nos ha convertido en “otras” personas de las que fuimos antes y contamos con mucha más información sobre nuestra vida de la que tiene ese “otro”, atribulado e ingenuo, que concibe el futuro como una incógnita insondable? Después del paso del tiempo, ¿seguimos siendo “el mismo” que fuimos o, por el contrario, podemos incluso no llegar a reconocernos en este espejo deformado por el tiempo? Este es el argumento principal que Borges desarrolla en El otro, el famoso relato recogido en El libro de arena, y que podría interpretarse como una consecuencia literaria de su preocupación por la inconsistencia de la identidad.

La enseñanza de Borges es que para existir o para perdurar en el tiempo, solo cabe inventarnos y reinventarnos lingüísticamente a través de nuevas y mejores metáforas, una idea que adelanta teorías filosóficas posteriores como el pragmatismo norteamericano o el postmodernismo.

Como animales narrativos que somos, nuestra misión en la vida es añadir una metáfora más al entramado de metáforas que utilizamos habitualmente para intentar dar algún sentido no solo al caos que nos rodea, sino también al conjunto desordenado e incompleto que constituye nuestra experiencia del mundo.

Rubén Benítez Florido

Rubén Benítez Florido (Telde, 1978) es profesor de Filosofía de Enseñanza Secundaria. Ha publicado los libros 'Palos de ciego. Cavilaciones y conjeturas de un bloguero' (Beginbook, 2011), 'Llueve sobre mojado' (Beginbook, 2012) y 'Sísifo merece ser feliz' (Eutelequia, 2013). En colaboración con otros autores, la participado en los libros ‘Papiromanía. Textos para tiempos difíciles’ (Anroart, 2013) y ‘Proesías. Textos para tiempos mejores’ (Mercurio, 2014). Durante varios años escribió semanalmente en el blog ‘A vuelta de correo’, alojado en la edición digital del periódico ‘Canarias 7’. En la actualidad escribe en su blog personal ‘Palos de ciego’, además de colaborar habitualmente con el suplemento digital ‘Revista de Letras’ y con la web cultural ‘Viaje a Ítaca’.

1 Comentario

  1. Gracias Rubén. El poema q busco termina con «formas presurosas».. las cosas,el Yo está aquejado de formas cambiantes e inestables.

Deja una respuesta

Your email address will not be published.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Previous Story

Heidelberg, notas de viaje

Next Story

Ilusión de espontaneidad

Latest from Críticas

La memoria cercana

En 'La estratagema', Miguel Herráez construye una trama de intriga que une las dictaduras española y

Adiós por ahora

Eterna cadencia publica 'Sopa de ciruela', volumen que recupera los escritos personales de Katherine Mansfield