Cecilia Quílez | Foto: Bartleby Editores

Renacimiento de Cecilia Quílez

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Cecilia Quílez | Foto: Bartleby Editores

No se pueden describir los desencantos, pero hay una mujer sola que los intenta convocar en un duermevela insolente. Está vestida sólo con las lágrimas que ya se han solidificado sobre su piel de aceituna negra. Tiene hambre, dos perros que la custodian y una hija que le obliga a levantarse y recordar de qué manera se utilizaban los pasos, las botas rotas, la ropa interior deshilachada y las sábanas que pesan de sudor cautivo. Está herida: ha dormido entre las zarzas y la sangre asoma entre sus muslos. Pero no muere. Es más fuerte que los capitanes que la obligaron a saltar del barco en plena tempestad. Así que purga su pena con las herramientas que descubre al mirar en el fondo de sí misma. Y son gigantes. Entonces lo logra. Aparta el cabello pesado de la frente y se incorpora. Ahora se la ve de perfil desde el resquicio de la puerta. Está serena, sentada en el límite de un sofá mal ahuecado, en un piso oscurecido de Madrid. La misma ciudad que la contuvo hace décadas le resulta inabarcable. Los muros de hormigón que consiguió viniendo del sur son ahora su fortaleza. Tiene las manos llenas de moras y una araña se cuelga del último marco que se limpió hace años. No cierra la ventana, al contrario. Sus brazos ofrecen el fruto de aquello que ha podido rescatar del naufragio impuesto.

“[…] El capitán come esas ratas / La carne putrefacta / Sueña sin fin y al confín de la esperanza / Dónde / Dónde hemos llegado / Se ha decretado el luto con un solo voto / No hay consagración para los héroes / Baja el cielo / Suben las aguas / Tal vez los Shuar / Convenzan a Moby Dick / Cuando recite la canción del pirata […]”.

Bartleby Editores

Es ella, la poeta Cecilia Quílez (Algeciras, 1965). Una autora que se dio a conocer a los cuarenta años y que tiene detrás varias obras en las que ha querido, en la medida de lo posible, sobrepasar el papel fijado e incorporar otros registros para ampliar el alcance del género poético. Son suyos los títulos La posada del dragón, El cuarto día, Vísteme de largo y La hija del capitán Nemo, sobre el que creó en 2015 Memoria salina, un poema cinematográfico que llegó a presentarse, entre otros lugares, en la Fundación José Hierro. El que defiende ahora editado por Bartleby, Caligrafía de la necesidad, confiesa que es “el más triste” que ha escrito nunca. Y puede que sea cierto. Lo ha concebido como un salvavidas al que aferrarse, como apunta en el propio título, cuando estaba noqueada por la última gran crisis que golpeó a nuestro país. Han caído muchos. Siguen fuera de juego varios. Algunos levantaron la cabeza, pero lo han hecho acostumbrados a bajar las expectativas sobre su propia dignidad. Y ahí, justamente, es donde cabe preguntarse por qué, hasta cuándo y hasta dónde.

“[…] A todos / Proclamen en su patria los insumisos / Tres versos universales / Y un caracol / Quién necesita un juglar / Para tanto cementerio.”

La poesía no es el género más adecuado para usar datos duros, pero sí el más potente para convocar a la raíz de la verdad sobre lo que estamos dispuestos a aceptar en este nuevo tour de force.

En una estructura de cuatro bloques diferenciados, la poeta cuestiona la obligación de respetar incluso las reglas ortográficas, como si su propia creación se iniciase desde la rebeldía a las normas básicas de conducta. ¿Qué se le puede demandar a quien se duele desde la cuneta de nuestro exceso?

“Mi sueño contra el vuestro / La mansedumbre es un ciervo / Herido de estrellas / Debería hablar / Ser delicada no cotiza / No me despertéis con coronas / Esto jamás lo podría en mi epitafio / Ya firmé un pacto / Con los cofrades de la logia”.

Se pregunta por las medidas de nuestra ingratitud, y hace extensiva la incomodidad a quien quiera acompañarla en la lectura: qué es esto que estamos haciendo, qué lo que permitimos y hacia dónde se supone que tiene sentido que sigamos caminando. Quién quiso mirar hacia otro lado y avanzar sin tener presente los escombros. Quién, quiénes, ¿nosotros?

No lo proclama cualquiera. Es una mujer sola que desconfía hasta de la sombra que la duplica. Es una madre que hace camino porque su hija lo requiere y nada más. Es un especímen raro que se preocupa porque su estómago ruja tanto como el de los dos perros que la acompañan en el silencio de la rutina de quien no esperaba que el zarpazo de la realidad le tirase de un batacazo del confort conquistado en años de nóminas y cotizaciones que no la definían pero que sostenían la posibilidad de seguir en pie y reír a manos llenas. Caer desde lo alto es más difícil que recurrir a la certeza de que el futuro es impredecible.

“[…] Hay cabecitas de gato / En vuestras peores pesadillas / Que dicen miaumiau / Y de pronto / Oh certeza / La floración llega / Como un lobo / Intranquilo / Eternamente / En la luz / Dadme el nombre / De aquellos que murieron / Con la boca rebosando de rocío”.

Lo pide una mujer que es consciente de que ha consumido besos que traían guindillas en la boca. Escribe una voz que no pide consuelo, sino respuestas que sabe con una seguridad indigesta que probablemente no tendrá, ni tendremos. Y entonces qué, a qué se debe la poesía, a qué nos han convocado en esta fiesta de resaca y sal. Y la respuesta que resulta consiste en seguir vivas, parir esperanza entre la destrucción, ser tan fuertes como lo que parecemos: mujeres heridas que no claudican ante la barbarie. Simplemente porque no pueden permitírsela.

Violeta Serrano

VVioleta Serrano (León, 1988) es periodista cultural y escritora. Fundó y co-dirige el posgrado internacional Escrituras: creatividad humana y comunicación de FLACSO-Argentina y es creadora y directora de la revista digital 'continuidaddeloslibros.com'. Es colaboradora habitual de ‘RADAR’, de 'Página12'. Ha escrito también para los suplementos culturales de 'La Nación', 'Clarín' y 'Perfil' en Argentina y la publicación 'FronteraD' en España. En 2016 se publicó su primer libro: 'Camino de ida' (ed. Modesto Rimba).

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