
«Por otra parte, mi motor esencial -denominado «instinto vital»- debe encontrarse en muy mal estado, puesto que sin estar enfermo prefiero la muerte a una existencia en la que, como ocurre en casi todas las existencias, tendrÃa que enfrentarme a cotidianas cargas, preocupaciones y privaciones.»
Henri Philippe Benjamin Roorda van Eysinga es uno de los ejemplos que aducirÃamos aquellos que pensamos que se puede llegar al suicidio no únicamente desde la tristeza y la desesperación -una especie de suicidio reactivo-, sino también desde la alegrÃa y, paradójicamente, las ganas de vivir, como si el disfrute total de la vida incluyera, inseparablemente, la posibilidad de ponerle fin de forma voluntaria. No serÃan ni el hastÃo ni el pesimismo, por tanto, los únicos estados anÃmicos que desembocarÃan con la muerte por propia mano, sino que también la alegrÃa y el optimismo podrÃan ser caminos igual de válidos: para apoyar esa afirmación, Mi suicidio (Mon suicide, 1925), serÃa la prueba concluyente.
Afirma el autor que el libro deberÃa haberse llamado El pesimismo alegre, pero que le cambió el tÃtulo por razones puramente comerciales: el público es muy melodramático y se inclinará más por comprar un libro de nombre Mi suicidio. El tono del prólogo del autor da ya una idea de la orientación del texto, alegre, irónico y vitalista. El suicidio, en su caso, no es tanto una huida para escapar de un presente insoportable como para ahorrarse las desgracias futuras que, inevitablemente, acaecerán; es decir, una especie de suicidio preventivo.

Firme partidario de la vida sin preocupaciones, Roorda no es capaz de ser previsor ni con las provisiones ni con el dinero que deberÃa acumular para procurarse una vejez desahogada; ha vivido una vida relajada contrayendo deudas económicas y morales, y el futuro que le espera no es nada halagüeño; pero también alude a una razón de carácter altruista: dada su inadaptación a los requerimientos de una vida ordenada, la cantidad de males que podrÃa provocar en el futuro superarÃa ampliamente el de los bienes. El Estado, y su capacidad conminatoria para imponer una determinada moral desde la infancia, y la religión, con la imputación del sentimiento de culpa, tampoco facilitan la vida. De hecho, Roorda se autocalifica como mala persona y confiesa que todo lo que hay en él de bueno lo debe a la sociedad; sin embargo, después del proceso de socialización, cuando ya te tiene entre sus garras, es esa misma sociedad la que, con sus sistemas de represión -las leyes– y de control -la moral-, la que se encarga de sustraernos nuestras conquistas individuales. Y salir de este cÃrculo infernal sólo es posible mediante una reacción individual, que no egoÃsta.
«Amo enormemente la vida. Pero para gozar del espectáculo hay que ocupar una buena butaca. Y en la tierra la mayorÃa de las butacas no son muy buenas. Si bien es verdad que, en general, los espectadores no son muy difÃciles de contentar.»