Meterse de lleno en la literatura de Fleur Jaeggy (Zurich, 1940) supone levantar un muro para dejar al otro lado las risas de los niños que salen de la escuela el último dÃa de curso, y un techo de hormigón que nos aparta del cielo azul del Mediterráneo y de los vuelos de las aves que regresan en primavera. Supone pisar el suelo opuesto al de los valles de primavera, no escuchar el rumor del arroyo de montaña ni oler las algas que la marea depositó en una playa durante la noche. Jaeggy nos propone un mundo con una luz que serÃa triste si provocara sentimientos. Un mundo de soledad, que solo se puede formular en condiciones con una indiferencia dolorosa, pero que en cada caso se caracteriza por un dolor divergente. Todos los personajes de cada uno de los relatos, o las diferentes formas que toma un episodio breve, pues no siempre son relatos, de este El último de la estirpe están apartados de los suyos. Un vacÃo envuelve los textos y lo que contienen. La impresión que genera es la de que somos movidos por un dios que no existe, cuyos hilos deciden, con desdén, que la mayor parte del tiempo permanezcamos estancados dentro de él. La vida es una enfermedad en la que raramente se nos permite pensar. Jaeggy nos ofrece una muestra más de un realismo oscuro.
En este caso, en forma de cuadros de una exposición. El resultado de la lectura de este libro es la impresión de haber visitado una galerÃa en la que cada descripción, cada capÃtulo, ese engañoso vacÃo, es en realidad una propuesta de Jaeggy a la reflexión sobre un rosto fotografiado después de la batalla. Recurre con frecuencia a las relaciones familiares, en las que están presentes lagunas de memoria e incluso lagunas de olvido; la orfandad y la no relación entre hermanos. O el descubrimiento de que aquella madre también era un ser abandonado en un rincón oscuro, y el consecuente desengaño que dicta que no pudo ser una buena madre, o sea, que ya no es madre. O el complejo de Edipo que al presentarse en la relación de pareja supone una ambigüedad que no sabemos si calificar como maltrato. Los episodios son tan breves, que en ocasiones da la impresión de que estuviéramos enfrentándonos al arte del gesto; esa brevedad, por ejemplo, resume el exilio en un agujero, pues no da tiempo a gestar una versión de la melancolÃa. Asà solo aparecen trozos de unas vidas huecas, como la de ese aristócrata del relato que da tÃtulo al libro que cree que todos los dÃas son iguales al último dÃa. O están resumidos en un aliento tan escaso como el de quien escribe un post-scriptum sin tener a nadie a quien dirigirse.
El destino o la falta de destino es otra de las constantes, tal vez el tema del libro. Asà pues, nos quedamos con la duda de si llegaremos a plantearnos si tiene sentido vivir, pues todavÃa no hemos resuelto ese dilema. Lo cual, inevitablemente, conduce a resultados de drama, al aislamiento. Como el de la anciana que proyecta sus deseos sobre su heredera, con la que no existe ninguna comunicación. O el de la tragedia de un exorcismo tan real que solo puede ejecutarse como un asesinato, en un relato que forma parte de cierta obsesión presente por lo religioso. Jaeggy entonces estira la goma hasta el lÃmite y entonces prueba a tensarla un poco más. Pero Jaeggy no es inhumana. Tal vez su mejor mirada y puesta en escena es la del relato Nombres, donde propone un reto a la sinceridad, dado que una visita a Auswitchz tal vez sólo pueda reproducir los sufrimientos de las vÃctimas en un ciego, en alguien que no puede visitar el campo de exterminio como parte de un recorrido turÃstico. Auswitchz representa el dolor del mundo, y el dolor es algo con lo que lidia siempre Jaeggy. Basta leer ese relato, La elección perfecta, en el que la inercia del dolor provoca deseo de venganza, necesidad de culpar a quien esté más cerca. En este El último de la estirpe, de nuevo Jaeggy nos ha robado el aliento; se trata, pues, de un libro para corazones dispuestos a soportar las grietas del desengaño por una condición humana.