Jean Genet | Errata Naturae

La soledad del volatinero

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Jean Genet | Errata Naturae
Jean Genet | Errata Naturae

“Esto me lleva a decir que hay que amar el Circo y despreciar el mundo. Una bestia enorme, procedente de épocas diluvianas, se posa pesadamente sobre las ciudades: entramos, y el monstruo estaba lleno de maravillas mecánicas y crueles: amazonas, augustos, leones con su domador, un prestidigitador, un malabarista, trapecistas alemanes, un caballo que habla y sabe contar, y tú.”

Asegura Jean Genet (París, 1910-1986) que conoce la malicia y la crueldad de los objetos, entre ellos el alambre, plegado a un juego de seducción con el volatinero. El funambulista (Pour un funambule, 1957) es un poema en prosa dominado por la voluntad de enardecer e inflamar al amante, un joven acróbata llamado Abdallah, a fin de irlo moldeando y conduciendo por cauces arriesgados y capaces de producir una belleza refulgente, fugaz y dolorosa.

Jean Genet —niño abandonado, ladrón, convicto, prostituto, contrabandista, sentenciado a cadena perpetua e indultado por mediación de Jean-Paul Sartre y Jean Cocteau— fue un esteta del mal y practicó una “moral inversa”. El autor de Santa María de las Flores (1944), El milagro de la rosa (1946), Querella de Brest (1947), Pompas fúnebres (1948) y las piezas teatrales Las criadas (1947) y Severa vigilancia (1949) —por citar solo algunas obras de la primera etapa— rehuyó siempre los halagos. Cuando percibió que su trabajo era aceptado y asimilado por la intelectualidad francesa, empezó a reivindicar su pertenencia a otro mundo, el de los bajos fondos, que exaltó con ferocidad y lirismo.

En Diario de un ladrón (1949), Genet abordó temas como la traición, el robo y la homosexualidad, que el autor interrelaciona en la medida en que se apartan de la norma social. Con esta obra revulsiva, en la que afirma que el mal no está en las instituciones sino en el individuo, y donde declara su deseo de todas las virilidades —el soldado, el marinero, el ladrón, el criminal—, pretende inscribirse en la literatura secreta de Francia: “que mi vida debe ser leyenda, es decir, legible, y su lectura, alumbrar alguna emoción nueva que yo llamo poesía”.

Jean Genet manifiesta la firme voluntad y la audacia de seguir un destino contrario a todas las reglas. Así, en El niño criminal (1979) anuncia que había elegido estar del lado del crimen, y que ansía ser esa fuerza del mal, esa materia resistente sin la cual no habría artistas. Por otra parte, si algo mueve al lirismo —añade—, nadie puede decir que sea vil. El autor declara que su actividad como ladrón fue tan solo la estilización visible, desarrollada en el mundo fáctico, de un tema erótico; sus amantes devienen así soportes de meras apariencias, adornos caprichosos sin otro valor que la inutilidad y el lujo.

Errata Naturae
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En El funambulista —publicado ahora por Errata Naturae, en traducción de Regina López Muñoz—, Jean Genet exhorta a su amante, Abdallah Bentaga, un muchacho de 18 años al que conoció en 1955, a subirse a la cuerda floja y devenir así el acróbata de mayor prestigio y galanura, pero también el más cercano a la muerte. Este texto es al mismo tiempo un canto arrobado y una teoría estética. Lo atraviesan el tema del artista y la imaginería del circo como un mundo cuya realidad “se cimienta en la metamorfosis de la suciedad en polvo dorado”. Para acomodarse a la imagen de Genet y colmar su orgullo de Pigmalión, Abdallah caminará sobre la cuerda floja. También desertará del ejército y viajará con el escritor a numerosos países. Tras tener varios accidentes que le impiden seguir subiéndose al alambre, y tras ser relegado en favor de otros jóvenes más idealizables, Abdallah terminará suicidándose en 1964, rodeado de los libros de Genet.

Dice Juan Goytisolo que conocer íntimamente a Jean Genet es una experiencia de la que no se sale indemne. La relación paterno-filial —intervencionista y perniciosa— que Genet establece con Abdallah se ajusta al mismo patrón que las que mantiene con otros jóvenes osados, antes y después; el mismo coqueteo con la belleza y la muerte hallamos en su relación con Jacky Maglia, al que Genet se empeñó en convertir en un piloto de carreras automovilísticas y que tuvo también un final trágico. Abdallah, de padre argelino y madre alemana, trabajaba como acróbata de suelo y malabarista, pero Genet insistió en que se hiciera funámbulo e incluso le financió los cursos. Su implicación en la trayectoria profesional del muchacho lo llevó a participar en la puesta en escena —luces, coreografía, caracterización— de los números circenses.

Airoso y grácil, enfundado en una malla y engalanado con faldones, flecos y escarpines, el volatinero aparece como una criatura dorada, casi mitológica: “Una lentejuela de oro es un minúsculo disco de metal dorado con un agujero en el centro […]. A veces, una o dos se quedan enredadas entre los rizos de un acróbata” Ataviado de esta guisa, su destino es jugarse la vida ante un público que no lo merece.

“Que te achine los ojos hasta el nacimiento del pelo. Las uñas las llevarás pintadas. ¿Qué persona normal y biempensante camina sobre un alambre o se expresa con versos? […] Con la primera de tus cabriolas sobre el alambre comprenderán que ese monstruo de párpados malva sólo podía danzar ahí.”

En su fulgurante prólogo al texto de El funambulista, Miguel Morey habla del secreto y la fortaleza moral del volatinero, que busca detener el instante en un segundo de precisión. Jean Genet aconseja al acróbata que esté muerto antes de subir a la cuerda, y que busque existir solo allí arriba. Afirma que el alambre transmuta y hace centellear lo muerto en vida. Lo único importante, para el funámbulo —para el artista—, debe ser tensarse hacia la mayor y más arriesgada realización de uno mismo, hacia la apoteosis y la caída subsiguiente.

“¿Baila Narciso? Pero no se trata ni de coquetería, ni de egoísmo ni de amor propio. ¿Y si fuera la Muerte misma? Baila, pues, solo. Pálido, lívido, ávido de gustar o disgustar a tu reflejo: es sin embargo tu reflejo el que bailará por ti.”

La soledad mortal es “la región desesperada y deslumbrante donde opera el artista”. Este debe apartar con crueldad a los amigos y a los curiosos; alejar “toda demanda que pretendiese inclinar su obra hacia el mundo”. El aislamiento y un cierto malditismo lo hará capaz de todas las audacias. Ya en Diario de un ladrón, dice Genet: “La soledad no se me regala, me la gano. Un deseo de belleza me conduce hacia ella. Quiero en ella definirme, delimitar mis contornos”. Es la soledad del artista, del volatinero en busca de su reflejo que huye y se esfuma sobre una maroma de hierro, la que nos hechiza.

“La caza sobre el alambre, la persecución de tu reflejo, y esas flechas con que lo acribillas sin tocarlo y lo hieres y lo haces refulgir, es pues una fiesta. Si alcanzas a tu reflejo, estalla la Fiesta.”

El funámbulo es una maravilla en llamas, un relámpago. La pura actualización del salto: “Ese salto está en ti, indómito, disperso, luego infeliz. Haz lo que tengas que hacer para darle forma humana.” El público, la bestia a apuñalar, es aniquilado por la perfección y la audacia del acróbata durante el tiempo que dura la actuación. La descortesía de los espectadores alcanza su culmen cuando estos cierran los ojos ante los movimientos más peligrosos del volatinero, que roza la muerte solo para deslumbrarlos.

“Si bailas para el público, éste lo sabrá, estás perdido. Serás uno de sus conocidos. Roto para siempre el hechizo que ejercías, se reacomodará pesadamente en sí mismo, de donde nunca ya podrás arrancarlo.”

Una idea básica en los ensayos de arte de Genet es la renuncia al mundo, y la búsqueda de la santidad a través del arte. Una santidad subversiva, a través de la rehabilitación de lo innoble, y de la exaltación de lo abyecto y lo feo: lo inmundo. En el período creativo en que se inscribe El funambulista, Jean Genet escribe sobre todo teatro —El balcón (1956), Los negros (1958) y las primeras versiones de Los biombos (1961)—, y su artista de referencia en el campo de las artes plásticas es Alberto Giacometti, al que admira porque consigue resaltar la soledad del objeto y liberarlo de sus apariencias utilitarias —en El taller de Alberto Giacometti (1958), sostiene que este escultor no trabaja para sus contemporáneos ni para las generaciones venideras, sino que modela estatuas que arroban a los muertos—.

En El funambulista, Jean Genet se expresa a propósito del arte y su efímera eternidad, y concibe la soledad como realeza secreta e incomunicabilidad profunda: el artista, ya sea escritor, escultor o funámbulo, debe crearse una soledad física y a la vez moral, y desaparecer enteramente detrás de su obra. La búsqueda estética no puede darse más que al filo del abismo, y la poesía solo aparece cuando uno se pone en peligro de muerte. Esto es, en la cuerda floja.

Ana Prieto Nadal

Ana Prieto Nadal es licenciada en Filología Clásica (UB) y Doctora en Filología Hispánica (UNED), y está especializada en el estudio del teatro contemporáneo. Como escritora, obtuvo el premio Ojo Crítico por su novela 'La matriz y la sombra' (Acantilado, 2002) y tiene relatos publicados en la revista 'Granta en español', 'El silencio en boca de todos' (Emecé Editores, 2004) y en la antología 'Todo un placer' (Berenice, 2005); también participó en el proyecto europeo Scritture Giovani 2006. En la actualidad, es miembro del Grupo de Investigación del SELITEN@T y compagina la investigación literaria y teatral con la docencia de lenguas clásicas. Ha colaborado en revistas especializadas como 'Acotaciones', 'Anagnórisis', 'Don Galán', 'Pasavento', 'Signa' y 'Tropelías', entre otras, y ejerce la crítica literaria en 'Quimera' y 'Revista de Letras'.

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