«Al menos tan importante como las historias es el cómo se cuentan.»
La literatura de John Barth puede verse, con igual legitimidad, desde dos extremos engañosamente opuestos: como una apuesta radical de cambio de paradigma narrativo -esta serÃa una visión apocalÃptica según la distinción de Umberto Eco-, o como el mayor de los homenajes posibles -en la visión integradora del semiólogo italiano- a todos aquellos escritores que, en su dÃa y en sus respectivas épocas, intentaron sustituir los moldes existentes por otros cuya caracterÃstica principal era la flexibilidad. Estas primeras novelas de Barth, La ópera flotante (The Floating Opera, 1957) y El final del camino (The End of the Road, 1958), contienen ecos evidentes de Sterne, de entre los clásicos, al mismo tiempo que parecen incluirse, de entre los contemporáneos, a esa generación de inventores -como Robert Coover, Donald Barthelme, William Gaddis, William Gass o Thomas Pynchon-, con quienes comparte las formas de planteamiento y resolución de las situaciones narrativas en las que se desenvuelven sus protagonistas.
«Convertir una experiencia en lenguaje -es decir, clasificarla, categorizarla, conceptualizarla, gramaticalizarla, sintactizarla- siempre es una traición, una falsificación; pero sólo al traicionarla de ese modo podemos asumirla, y sólo al asumirla de ese modo me he sentido yo un hombre vivito y coleando.»
La ópera flotante plantea, de la mano de su protagonista y narrador, la escritura sobre las numerosas circunstancias que afectan al hecho de escribir, e intenta especular sobre el dilema acerca de si se escribe como se vive o se vive como se escribe. Todd Andrews, un abogado de Maryland con una extraña fijación por el suicidio, relata, desde la perspectiva de los años transcurridos desde los hechos, en 1937, hasta el presente de la narración, 1954, un episodio en el que planeó suicidarse; para ello, Barth juega con la sincronización entre el tiempo de la narración y el tiempo real, con constantes referencias tangenciales a la acción y al lector. Haciendo gala de la incontinencia tan caracterÃstica de los escritores de su generación y orientación estilÃstica, hace un uso exagerado y recreativo de las digresiones; al fin y al cabo, el texto que leemos no es el texto protagonista de las ansias creadoras de Andrews, que es el autor de La investigación -«Una investigación acerca de las circunstancias que rodearon la autodestrucción de Thomas T. Andrews, de Cambridge (Maryland), el DÃa de la Marmota de 1930 (más concretamente, sobre las causas que la ocasionaron, o algo asû- que, con La ópera flotante, sólo nos está entreteniendo. Para ello, Todd utiliza un engañoso tono conversacional, de compromiso leve, casi en forma oral, ilusoriamente directo, muy próximo al lector en cuanto al continente, que le otorga esa dosis de confidencialidad como la de un viejo amigo que nos cuenta una aventura casi inconfesable:
«Abre tu mente antes de leer este párrafo; tengo que advertirte que no hagas juicios apresurados o fáciles sobre mÃ, si te interesa ser riguroso»;
Por contraste, el fondo, el contenido, es de una complejidad mayúscula.
«Algunas cosas que para mà están muy claras resultan incomprensibles para los demás, lo cual está en el origen de este capÃtulo, si no de todo el libro.»
Todd está absorbido, aparte de su ocupación como abogado, por dos trabajos que no son tanto tareas a largo plazo como proyectos cuya envergadura hace dudar de su verdadera intención de completarlos: uno, intelectual, la mencionada Investigación; y otro, fÃsico, la construcción de un barco. Todd evita tomar decisión alguna al respecto, simplemente deja que pase el tiempo y va cumpliendo con sus tareas; esos trabajos pendientes dan, de alguna forma, sentido a su vida y mantienen vivo el relato de La ópera flotante -el relato de Todd, no el de Barth-, que pasa a ser una combinación de dos lÃneas temporales cuya esencia es el no-suceso: los recuerdos -principalmente los de ese dÃa de junio de 1937, columna vertebral del relato, pero también diversos episodios de su vida, relacionados o no con aquel- y las dos tareas mantenidas sin visos de conclusión. En medio de todo ello, otro suceso también programado pero no ocurrido, el suicidio del protagonista, convierten La ópera flotante en un relato eminentemente intencional.
En realidad, Barth se propone relatar la rutina y, para ello, hace uso de un personaje obsesivo que lleva instalado en ella la mitad de su vida y le da el papel de narrador para reforzar la verosimilitud de sus ocurrencias. Aunque a menudo es el propio Todd el que nos advierte, directamente, de la veracidad de su reportaje, como en la cuestión en que si bien nos aconseja no hacer caso de todas sus afirmaciones, también nos previene acerca de esa misma afirmación.
«Y esto sà que refleja, aunque sólo en pequeña medida, una postura filosófica mÃa, o por lo menos una práctica general: la de ser poco coherente en prácticamente todo, de manera que cualquier afirmación general sobre mà probablemente resulte inadecuada.»
Barth efectúa cambios de escenario con pasmosa facilidad, acompañándolos con las respectivas alteraciones del tono para adaptarlo a la situación descrita, y los acompaña con la perfecta ligazón temática entre el tiempo de la narración, el transcurso de ese dÃa de junio de 1954, y los flashbacks mediante los cuales Todd recuerda episodios de su pasado, siempre provocados por algo que le acaba de suceder o en estrecha relación con el devenir de su discurso.
Si Todd Andrews es un personaje peculiar, Jacob Horner, «En cierto sentido, soy Jacob Horner.» el protagonista y narrador de El final del camino, le supera, en algunos aspectos, con creces. Parece que Barth, en sus inicios, gusta de hacer descansar la trama de sus novelas no tanto en la acción como en la elección de unos personajes capaces de sostener por sà solos el armazón deliberadamente endeble del texto; apoyados, eso sÃ, en un insuperable relato en primera persona que aúna, simultáneamente, la credibilidad que otorga la cercanÃa con la duda acerca de su fiabilidad.
«-¿Sabes lo que he llegado a pensar, Jake? Pienso que no existes. Hay demasiados Jakes. Es algo más que una máscara que te pones y te quitas; todos tenemos máscaras. Pero tú eres diferente de verdad, diferente cada vez. Te anulas. Te pareces más a alguien que aparece en un sueño. No eres fuerte ni eres débil. No eres nada.»
Jacob, un tipo neurótico de poco fiar, consigue, a regañadientes, un trabajo de profesor en una institución de poca monta en una indistinguible ciudad de Maryland, y su proceso de aclimatación incluye instalarse en la ciudad y relacionarse con sus colegas de profesión, ocasiones en las que saca a relucir un cinismo ilustrado y una absoluta incapacidad para la empatÃa.
«La humanidad, en general, no me genera ninguna clase de emoción.»
La escalada de la tensión, apoyada en unos brillantes diálogos y en el acortamiento de las escenas, se acompaña de la supresión paulatina de los temas que podrÃan considerarse secundarios o superfluos -¿»literarios»?- para ir cerrando el foco en la cuestión fundamental: el asunto se ha convertido en central después de que la acción haya vacilado entre otras cuestiones que sólo en un momento dado han tomado un cariz secundario.
«No hay causa, ni resolución, ni filosofÃa en la que podamos involucrarnos hasta tal punto que no quede una parte de nosotros en contacto con el asombro y la soledad.»
Más de cincuenta años después de escribirlas, los años 50 del siglo pasado, qué lejos parecen según para qué, estas dos novelas primerizas de John Barth mantienen una frescura envidiable; aunque sólo fuera por esta razón, son una lectura inexcusable.
Acertada descripción de Barth y su singularÃsima escritura, un tesoro para descubrir para muchos supongo. Es una pena que joyas como Perdido en la casa encantada o Gilles el niño cabra no estén más difundidas. En Buenos Aires se leyó bastante Barth entre los 70 y 80, pero desde hace añares ya casi no se habla de él. La ópera flotante es una novela excelente, pero no es para cualquiera que busque entretenimiento fácil.