C. A. Jordana | "El dia revolt. Literatura catalana de l'exili" 2006 | Julià Guillamon

La lejanía hace el mito

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C. A. Jordana | "El dia revolt. Literatura catalana de l'exili" 2006 | Julià Guillamon
C. A. Jordana | ‘El dia revolt. Literatura catalana de l’exili’, 2006 | Julià Guillamon

La vida sin metas que viene tras haber desandado un camino plagado de pendientes y escollos; el “sueño de un loco contado por un borracho” que dijera Shakespeare; el lecho de rosas pero también de espinas del poeta persa Jayyam, o ese andar epicúreo de su coterráneo Hafiz, que veía a Dios tanto en el cielo como en una copa de vino… Joan Ferrer es un tipo entrañable, capaz de encajar en todas estas definiciones, un introspectivo flâneur que de golpe deviene en circunspecto Leopold Bloom, que da paso a un descreído Bouvard, a un irónico Pécuchet, y que el golpeteo de unas teclas de máquina de escribir o el humo de un gavilanes lo devuelven a su forma original, la de un imaginativo escritor catalán exiliado en la irascible y erótica Buenos Aires de los años cincuenta.

Entre Ambos
Entre Ambos

¿Quién es Joan Ferrer? Ferrer es un símbolo, un personaje imprescindible para la literatura contemporánea que hay que mantener con vida, el del artista arrancado del terruño y trasplantado en un mundo al que debe adaptarse a la fuerza, aquel arquetípico desplazado obligado a sobrevivir a golpe de sueños y recuerdos, ese ser que la distancia le trae una epifanía gracias a la cual comprende que la belleza es el camino a la verdad de uno y del Universo. Este modesto e inmenso hombrecillo es el protagonista de El mundo de Joan Ferrer, la obra definitiva de Cèsar-August Jordana (Barcelona, 1893 – Santiago de Chile, 1958), un autor en lengua catalana injustamente condenado al ostracismo que hoy la edición castellana de Entre Ambos –así como la catalana de Edicions de 1984, del año 2009– lo sitúa por fin a la par de escritores imprescindibles como Joan Sales, Carles Riba y Pere Calders. Una soberbia novela de exilio que escapa a los tópicos –por fin una novela de exilio sin tópicos–, obra necesaria, atrevida, rabiosamente joyceana, recuperada no solo por el loable trabajo de edición sino también por la excelente traducción de Palmira Feixas.

Temblores porteños

El mundo de Joan Ferrer trata de un Ferrer que no es más que un trasunto del propio Jordana –ambos traductores, ambos escritores emigrados–, máscara autoficcional que le permite al autor moldear su yo con plasticidad, jugar a ser más jovial, más desfachatado. Exagerarse. Una estrategia narrativa idónea para eludir el dietario y gestar lo que debe ser esta historia: ni más ni menos que una novela, obra capaz tanto de sumergirse en los estratos subconscientes del individuo como de reproducir resonancias en lecturas externas, paralelas, filtradas por la concepción particular del mundo.

Este mundo debe ser novela porque su estructura en nueve capítulos –que corresponden a nueve días en la vida del protagonista– navega por los pecados capitales así como por las consideraciones de la vida y de la muerte, y porque concluye no con el onanismo del que se siente centro de todo, sino con la nostalgia del que se reconoce un paria eterno capaz de comprender que esa vida que le tocó vivir es irrepetible y, por tanto, maravillosa.

Pero no es fácil sentirse así de paria justamente en Buenos Aires. Allí aterrizó Jordana en 1945 tras haber huido de Barcelona y pasado por Francia y Chile. Y allí pasa sus días Joan Ferrer, entre tranvías, paseos por amplias avenidas y evocaciones de infancia. La capital argentina es una ciudad a la que se puede amar y odiar a partes iguales, lo que para un extranjero significa querer salir por piernas un día y al día siguiente experimentar una rara sensación de pertenencia, como si se hubiese sido porteño toda la vida. Así de histérica puede ser Buenos Aires, o Baires, tal como confesó alguna vez el más célebre escritor expatriado que ha tenido la Reina del Plata, Witold Gombrowicz: “experimento una curiosidad casi enfermiza por Buenos Aires; es realmente extraño que no me atraiga en absoluto Polonia. En cambio, con Argentina no puedo romper”.

C. A. Jordadna | "El dia revolt. Literatura catalana de l'exili", 2006 | Julià Guillamon
C. A. Jordadna | ‘El dia revolt. Literatura catalana de l’exili’ | Julià Guillamon

¿Por qué –como Gombrowicz– Ferrer no puede huir de Buenos Aires? Quizás por el embeleso que le genera la heterogeneidad, “hechizado por aquella confluencia de razas”, un hormiguero étnico del que Ferrer es testigo a diario en la desvencijada pensión del barrio de Belgrano en la que habita, donde el acento alemán de la portera se entrelaza con el deje paraguayo de la joven que prepara el desayuno, o los diálogos de peluquería entre el tano, el ruso y el gallego pueden devenir tanto en peleas como en risotadas. Quizás, también, sea por el atractivo que le causa a un escritor, traductor y corrector como Ferrer –como Jordana– vivir en una ciudad donde el lunfardo y el cocoliche son lengua franca, en la que se puede ser amigo de un engrupido, cruzarse con un atorrante, y donde viajar en colectivo signifique formar parte de un fascinante experimento antropológico.

En Buenos Aires Ferrer vive a diario un Bloomsday, y cómo no vivirlo en la ciudad de los borgianos cuchilleros de extrarradio, de los tranvías de Oliverio, de las “casas chorizo” de Roberto Arlt. Allí todo puede ser jolgorio, lunas llenas, gorriones que pían. Sin embargo, de repente un simple detalle rompe la sintonía con la tierra que le acoge. Detalles que nos recuerdan que no somos más que exiliados, fulanos ajenos a todo:

«Si no se les contestaba según las convenciones, aunque fuera de la forma más lógica, los porteños se quedaban perplejos. En cambio, a veces, cuando uno menos se lo esperaba, le hacían uno de aquellos uuuhs que zarandeaban los nervios, como si, queriendo hacerse el gracioso, uno hubiera dicho una tontería. Esa era una de las cosas que hacían que Joan se sintiera, de pronto, ajeno en aquella ciudad. Entre el humor porteño y el humor catalán había un abismo».

Tales son los vaivenes en los que cae este abnegado catalán. El desplazado, cualquier desplazado, está a merced de la perenne sensación de sentirse ajeno, siempre lejano de lo que se tiene cerca. “En general voy tirando” –confiesa Ferrer– “pero a veces, de repente, todo me parece extraño, completamente extraño. Entonces pienso: ¿Qué diantre estás haciendo aquí?” Es entonces cuando la familiaridad vuela por los aires, cuando aromas del pasado se empecinan en golpearle las sienes, la voz de su amigo Margenat a la salida la Universitat de Barcelona, el olor de la escudella, la voz de la madre, el primer amor.

Mítico país al cual huir

Ante este panorama, el territorio de confort de Ferrer es, como no, la infancia, ese lugar común que las lágrimas y los suspiros hacen único, aquel paraíso de Romaní de Dalt del que tiempo atrás tuvo que huir como un perro. La infancia hace del pasado un bálsamo, el paño tibio que aligera el dolor, pero que, en exceso, puede convertirse en el más implacable de los látigos.

Cédula identidad Jordana | "El dia revolt. Literatura catalana de l'exili" | Julià Guillamon
Cédula identidad Jordana | ‘El dia revolt. Literatura catalana de l’exili’ | Julià Guillamon

Ese pasado irrumpe con frecuencia en los porteños días de Ferrer. Los sueños y recuerdos son para el personaje –para Jordana– un modo de interponer capas entre la conciencia del individuo y la realidad que lo envuelve, un acto que no es fuga sino observación: es interpelar el propio yo a partir de la ilusión, el deseo de huir del realismo porque el realismo es obviedad –y lo obvio siempre es falso, porque la impresión inmediata es falsa–. Eso mismo pontificaba su amigo, el petiso Carmel Margenat –que no es otro que un trasunto del escritor Carles Riba–: “Es necesario interponer siete velos de ilusión entre las palabras y su sentido”. Sí: filtrar la realidad con los propios valores es tomar distancia y narrarse uno mismo una historia de la propia vida, cada día de nuestras vidas, convertirnos en personajes de una propia novela cuyo título es el propio nombre y el propio apellido, narrar el mundo mojando la pluma en el tintero del mundo que nos rodea, volcar esas letras en el papel solo cuando ya nos resulte imposible de aguantar, cuando la presión aquí dentro sea demasiado fuerte, cuando la angustia sea dulce y los pinchazos en la sien nos hagan cosquillas. Jordana estuvo toda su vida traduciendo la vida de otros, ahora tocaba traducir la propia, darle forma a sueños y recuerdos, producir bilis, ser presa del libre albedrío. El terruño se recuerda, se sueña, se respira pero no se tiene, no puede tenerse, y eso nos cubre de tirria las pupilas, todo es blanco y negro, el autobús es incómodo, el tranvía un caos, los veranos húmedos, los gorriones antipáticos. Ferrer padece a ratos vendavales del síndrome de Ulises, así como suponemos que Jordana padecía el síndrome de Ferrer, de un emigrado en el que su personaje hacía justicia en sueños, arrojaba una mirada mucho más ácida sobre esa realidad de calles empedradas y paredes húmedas.

Traducir y traducirse

Los sueños son, en efecto, la principal vía de escape de nuestro hombre: un día Ferrer puede soñar que es Hitler y al mismo tiempo anti-Hitler, “de modo que mandaba en todas direcciones”, y al día siguiente caminar entre paredes pegajosas. También las divagaciones de corte proustiano son recurrentes, el soñar despierto, preguntarse cómo demonios festejar la Navidad con tanto calor o sentir en las papilas el arroz en su punto justo –sabor que, según Ferrer, en Buenos Aires no puede encontrarse–. Sin embargo, a pesar de tanto caudal de ideas y emociones pueriles, es a la infancia y a la juventud donde indefectiblemente regresa su mente caprichosa.

Pero no se puede vivir así, sometido a esos caprichos. Por eso Ferrer trata de eludir la insistencia de este pasado inasible dedicándose con denuedo al trabajo, su verdadero refugio, capaz de disolver el caos y atenuar la soledad. El trabajo estructura su conciencia, pero a la vez lo transforma en el ser kafkiano que solo se define por su ocupación, escarabajo interesado en cumplir con su deber de traductor más que en cuidar de sus pulmones.

Ferrer se pasa el día traduciendo, interpretando, redactando informes de lectura para una editorial más preocupada en contentar a ciertos colaboradores con buenas influencias que en cuidar su catálogo –sello que en la obra recibe el nombre de Andina, pero que no es otra que la célebre Editorial Sudamericana–. En tal sentido, El mundo de Joan Ferrer es también, por si fuera poco, una semblanza del arduo trabajo del traductor, y precisamente son estos pasajes los más hilarantes de la obra. A caballo de una cáustica ironía, Jordana no escatima en críticas hacia un mundo al que considera inmóvil, en ocasiones amoral, capaz de olvidarse de la gramática y de permitir que sucedáneos de traductores escriban “Dios padre” para traducir Godfather, “equilibrio primaveral” para decir spring balance o “manzana de pino” como interpretación de pineapple.

En su vida laboral Joan Ferrer se viste de tímido, de tipo discreto; sumamente eficaz en su trabajo y admirado por sus superiores, en el fondo es tremendamente inseguro, un talante que lo empuja a recluirse a menudo en su pensión y en sus figuraciones de hombre solitario. Sin embargo, esta postura no es más que un rol, el papel de ese actor que somos todos, ya que –no lo olvidemos– Ferrer es sobre todo un escritor. Y por más timidez que aparente, el escritor es siempre un exhibicionista, alguien que se desnuda para ser observado por otros. Ferrer se sincera ante los anaqueles que sostienen sus catorce títulos publicados: “soy un exhibicionista”, reconoce, conclusión que contradice con su mirada trémula pero que corporiza con su pulsión por las letras. Es la clásica contradicción del autor atormentado, incapaz de transformar la realidad más que con ficciones o versos, un sentimiento que seguramente gobernó los porteños días de Jordana, el de esconderse allí fuera para desnudarse aquí dentro, teclear con rabia las teclas de una Remington para cobijarse y al mismo tiempo para exponerse.

Jordana, por fin

Jordana e hijo | "El dia revolt. Literatura catalana de l'exili" | Julià Guillamon
Jordana e hijo | ‘El dia revolt. Literatura catalana de l’exili’ | Julià Guillamon

Joan Ferrer –ya lo hemos dicho– es una versión más vivaz del propio Jordana. Y de hecho existió un verdadero Joan Ferrer: según relata Maria Campillo en su estupendo texto introductorio a esta edición castellana, Joan Ferrer i Catalán fue un aventurero que ancló amarras en 1549 en una ciudad llamada Santiago de la Nueva Extremadura –hoy Santiago de Chile–, ocho años después de que la fundara Pedro de Valdivia. Varios siglos después, este nombre adopta el cuerpo y la conciencia de Jordana, otro Ferrer que, como el mismo Jordana, debe reinventarse en las antípodas: aquel aventurero lo hacía quizás para granjearse fama y fortuna; el traductor emigrado en Buenos Aires, para diluir los recuerdos de un terruño el cual nunca más podrá asir, y darle forma a una necesidad visceral de hacer el balance a una vida de vaivenes, de hijos lejanos, de traducciones mal pagas, de novelitas suburbanas, y, por supuesto, de un deseo vital por mantener fértil una lengua catalana cizañada por la dictadura. ¿Cómo alcanzar semejante meta en el ostracismo, allí, en aquella descascarada habitación de Belgrano? No lo consiguió en vida Jordana, evidentemente. Sin embargo, la justicia –divina o no– recayó varias décadas después: el autor murió en 1958, luego de poner punto final a El mundo de Joan Ferrer. La novela no fue publicada hasta 1971, y, como ya hemos señalado, una segunda edición en catalán recién vio la luz en 2009. Los primeros años de olvido son producto de la obvia censura franquista a esta voz de izquierdas y anticlerical. ¿Y las décadas posteriores qué? Quién sabe, quizás el mercado editorial habrá querido atender a otras prioridades, o estaba saturado de tanto relato exiliado. El tiempo, esta vez, ha reparado la ausencia.

Es paradójico que tales ecos hoy recuperados se condigan con la premisa de El mundo de Joan Ferrer: el acto de vivir supone extender las fronteras del propio yo y fusionarlas con el Universo circundante, de tal manera que individualidad y exterioridad se conviertan en lo mismo, –para que, así, aflore el je est un autre rimbaudiano–. En realidad no hay límites al yo, no debe haberlos, las fronteras nos convierten en seres obtusos, impiden la belleza que conduce a la verdad. Ferrer, el personaje, se evapora, a la distancia sus hijos se casan y procrean, y él, en el ocaso de la existencia, se reproduce ensanchando su propio Universo mediante el deseo ferviente de escribir, una escritura que jamás será por vanagloria sino solo movida por una energía incontrolable, tan fuerte que no se pueda soportar. Así ha nacido Ferrer y así perdurará Jordana, un autor que hay que seguir reivindicando, y que –así lo esperamos– el lector se ocupará de mantener con vida.

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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