En las páginas de esta preciosa antologÃa del vate José MarÃa Eguren, preparada minuciosamente por el poeta y traductor Renato Sandoval, nos deleitamos, además de sus simbolistas poemas que son uno de los pilares, el uno simbolista; el otro social, adolorido, de la poesÃa peruana (junto a Vallejo), con mÃnimas acuarelas, óleos y fotografÃas circulares de embarcaciones casi microscópicas captadas con una minúscula cámara fotográfica fabricada por el mismo Eguren. Un invento del diámetro de un corcho. El venado, poco sorprendido, mira curioso la aparición, acaso noctámbula, irreal, del extraño fotógrafo que se ha robado su astado busto entre la obscuridad del follaje en movimiento.
Los paisajes minimalistas y simbólicos de la poética de Eguren no obedecen a una gratuita puerilidad inundada por ninfas, duendes o sátiros enanos que únicamente hacen la fogata para cocer al ángel dormido en el robledal silbante, y comérselo; de resplandor entre metálico y dorado, que despierta con gemidos benévolos hacia los niños rodeándolo en el bosque, también, de enrevesadas acacias perladas por la blancura de la noche iluminada de lunas, deshojándose de melancolÃa ante los floripondios que le lanzan. Estos paisajes son a la vez que su representación, su mÃtico invento. Se trata de la poesÃa en estado emergente de perfección, no sólo formal sino de fondo; no sólo una poética imitativa, sino la entelequia en estado perfectible.
La poesÃa de Eguren no representa un ritornello infante, pueril, poco serio; no es sino la visión -¡vasta ella!-, en buena medida descripta, esgrimida con la paciencia de un talabartero, como burilada por un escriba antiguo: el don de la simpleza y lo arduo combinados en belleza, de un vate que magnifica con sÃmbolos vivientes, acaso inmortales (¿clásicos?), las plenas sensaciones humanas; amén de representar el ritmo fluyente de la naturaleza vertiéndose -holocausto de sensaciones-, cuyo fondo y forma se ensalman en amalgamada trabazón de muro suspendido, el ligamen del poema; que, con o sin espuma, emerge (aparentemente gratuita), como conjunto total, unificado; y la del verso, como parte inseparable de aquel tono umbrÃo, de violonchelo tocado en plena madrugada, mientras los gatos nocturnos gimen como niños rebeldes sobre el tejado; de lámpara gigantesca, relumbrante entre las redes consteladas de la noche más extensa y silente del mundo.
Casi se tocan los extremos infinitesimales, estrellados, que al extinguirse en un incendio perfumado por su música poética, se adjudican el alma observadora que ha sido elegida; la misma que, en el develamiento visionario, nocturno, pleno en los enigmas, llena vorazmente las maquinaciones onÃricas de un lector henchido hasta la demencia maravillada de un simbolista amague acaecido entre cadmios boscajes de casuarinas humeantes que no relatan la apariencia de seres extraordinarios existidos por sà mismos, al no representar presencia alguna; no más que la sugerida por la palabra, que más descriptora, unifica la revelación final y mordaz de un universo propio que se existe a sà mismo, recreando lo que ve (como el aprendiz de brujo, entusiasta por alucinación más que por charlatana experiencia); a ratos, estatua griega dignificando su estático movimiento de dimensión y caÃda, de vértigo y epifanÃa celestial.
El antologador de Simbólicas, Sombra, La canción de las figuras, entre otros poemarios recogidos con la paciencia de un cientÃfico literario que ha hurgado en los archivos de la Biblioteca Nacional del Perú para entregarnos esta joya, nos recrea a un poeta pilar del simbolismo; a una atalaya creativa borboteante, del colorido musical que dignifica a la poesÃa que representa más que describe, la realidad de amatista homeopática; reflejo ésta, de la naturaleza como telón de fondo; pero a su vez, recreándola, cual en suprarrealistas escenas, relucientes figurantas rebeldes, bagatelas, ninfetas, arlequines, niños rondando a medianoche a aquellos ángeles que existen para protegerlos a cambio de pétalos robados; setos en llamas, fondos lacustres de iluminaciones inenarrables. Se extinguen al vigÃa paso de un rey rojo con un párpado escrito y el otro entornado a la maravilla tañendo la música de la poesÃa; entre el bosque retorcido de acacias grises; y por citar otra pintura de Eguren, de seres alargados, sumergidos en el alba áquea de totorales imaginarios escenificando de esta guisa, el clamor maravillado de la palabra justa, magnificada lÃnea dando el tajo certero, satori aquel; deslumbramiento oriental, que más que sorprender, detiene el hálito divinizado hasta el éxtasis permeable a lo que pudiera ocurrir si uno jamás suelta el hilo vahado, poroso, como por ósmosis quÃmicamente pura; a lo sorpresivo, a lo que corrientemente se es estatua a la vez que movimiento e imagen, blonda ritmada de alturas estéticas: un salvaje simbolismo en quietud a la vez que en movimiento.
Se trata, pues, de la palabra que desdice el desenlace de las admoniciones de cierta crÃtica, que en su momento, y no voy en ello a la invalidez de su veracidad, sino más bien a un punto de vista cuasi personal hasta los convencionalismos muchas veces perdurables por buen tiempo; muy malo para revelaciones geniales como Eguren, rey simbolista de iris estética peruana.
De esta manera, José MarÃa Eguren (Lima, Perú; 7 de julio de 1874–19 de abril de 1942), poeta, periodista, escritor, pintor y fotógrafo peruano); hombre de a pie, amante de la naturaleza, caminante; solitaria cumbrera de la poesÃa simbolista peruana que ni por acá roza con la cantinela modernista de un Chocano, o de sus apresurados detractores, representa el espécimen, carne vibrante, poeta nuevamente, de las plenas sensaciones fugaces de la poesÃa, desde allá en su tiempo, contemporánea, grisou de las minas, pero sublimado en explosión estética de salvaje movimiento; rama real, dorada, extraÃda de la superficie que la sumerge al agua, en iridiscente refracción proveniente del cielo elegido de los prados azulando la memoria espejeante del agua; asciende, borbotea, crea la pared inhallable, poeta de las bailarinas figuras de mágico sueño de Estambul.
La antologÃa La canción fugitiva, seleccionada minuciosamente por el editor, traductor, polÃglota, peregrino, pero sobre todo; y en buena cuenta, poeta; y, de último, As del Festival Internacional de PoesÃa de Lima, Renato Sandoval, es una muestra más de heroicidad poética, en un medio hostil, electrónico y consumista, cuya banalidad reside en el espectáculo aterrador de la televisión basura y la violencia a fauces monstruosas imparable, que no cesará mientras eximan su aparición sorpresiva objetos hermosos como éste; y el escaso tiempo que nos recorrerÃa soñarlos, con la única redención y viaje maravillado de los mundos: la Lectura.