Últimas tardes sin fumar

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 Foto: Unsplash | Pixabay Commons
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Un día en Nueva York
Ya no recuerdo el título de aquella novela en la que Enrique Vila-Matas señalaba que todo aquel que pasa por Nueva York se siente empujado a escribir un nuevo capítulo de una historia inagotable y coral. Una historia que le precede y que otros habrán de continuar después de él. Contar, novelar, decir, relatar una historia. No recuerdo el título de aquella novela pero eso es lo que hace el narrador de Un día sin Teresa (Piel de Zapa, 2016): aceptar la invitación de la ciudad sobre la que tantos escribieron -de José Martí a Paul Morand, de E. B. White a Colum McCan-. Contar, novelar, decir, relatar una historia, sí, eso es lo que hace el narrador de esta novela a contracorriente y singular, un narrador racional claro y distinto, del que pronto lo sabremos todo salvo su nombre. Bueno, pongamos que se trata de un trasunto de Ricardo García Manrique (Soria, 1965). G. Manrique, novelista y a la vez personaje de ficción flotando entre las aguas del Hudson, ahora volátil e inventado, ahora sólido y real, como el Joe Gould del New Yorker, Joseph Mitchell; como en la meta-literatura del autor de El mal de Montano, como en la trilogía imaginativa de Auster o en la hermosa canción de Paul Simon (The only living boy in New York): en ella Paul, abandonado por su amigo en la gran ciudad, se acuerda de Art (Tom, por Tom y Jerry, en la canción) que está volando en ese instante a México. Y el amistoso reproche de Paul es aéreo y ligero como este compás: Hey [Tom] let your honesty shine, shine, shine/ Da-n-da-da-n-da-da-n-da-da/ Like it shines on me…

Vísperas del verano de 1994, paseos por Manhattan, anuncio de Teresa, recuerdos de Odessa y Los otros, becas, flashforwards sobre la ubicación personal el día del fin del World Trade Center, desayunos en una cafetería de la Avenida Ámsterdam y pronto queda claro que los desayunos del narrador de Un día sin Teresa, los amaneceres musicales del amigo de Marcos y Lenox y pronto también del lector, no son los Eggs and Saussages de Tom Waits, el hombre roto que cantaba a las jóvenes prostitutas de Brooklyn en el Downtown Train, ni el glamour despreocupado de Jay McInerney, ni el submundo de Don DeLillo, ni la sangría psicópata de Bret Easton Ellis, ni el amanecer con heroína de Lou Reed. No, el arriesgado y valiente acierto de Ricardo G. Manrique reside en la sencillez y en un tipo honestidad estética y vital ligada a esa misma sencillez. Ninguna de ellas parece una buena compañera de la ficción propia de Nueva York pero la apuesta puede salir bien si el que narra es una persona inteligente. Y este escritor lo es.

García Manrique es profesor de filosofía del derecho y escritor. Como profesor diría que debe ser de aquellos muy interesados por la naturaleza de lo humano y es por ello -porque comparte con los novelistas el interés por la compleja naturaleza de nosotros mismos- que García Manrique es al mismo tiempo escritor. La voz de la novela, por decirlo con el rico libro de Óscar Tacca, (la “poética de la prosa”, de acuerdo con Tzvetan Todorov) es la de una persona que piensa mucho, piensa bien y, de forma muy conectada con ello, siente mucho y siente bien.  Es por ello que en esta novela uno siempre se puede agarrar, cuando el inseguro caudal del sentimiento lo ahoga todo, a los sólidos muros que sostienen los puentes de la digresión. Pero diremos algo sobre esto después. Antes de nada, ¿qué tipo de historia honesta y sencilla, de entre todas las tramas que inspira Nueva York, ciudad fecunda de historias, es la que teje aquí Ricardo G. Manrique, el escritor? Yo creo que Un día sin Teresa es, sobre todo, un fresco subjetivo de la contradictoria experiencia del amor.

Un fresco subjetivo de la contradictoria experiencia del amor
Sí, la historia de Ricardo G. Manrique supone, sobre todo, una estampa sensible del amor. Un retrato, o mejor, una película que fluye, como fluyen los pensamientos de los enamorados desde siempre, en desbocada forma de torrente. Un día sin Teresa supone desde la perspectiva más descriptiva de la obra, una estampa de la experiencia subjetiva del amor a finales del siglo XX. Un sub-género de la literatura del yo. Un registro sentimental. Dicho de otra forma, Un día sin Teresa es una novela-río acerca de un sentimiento que se desborda universalmente, un río con muchos deltas y afluentes que fluye en forma de racconto hasta desembocar en un siglo (el XXI) que es también un estado, el de la incertidumbre, o, si asumimos las tesis del sociólogo Zygmunt Bauman, el de la liquidez.

Amor, literatura del yo, muchos paréntesis, saltos en el tiempo, Corday, Historia, Baudry, confesiones, hachís, Hacienda Pública, calendario francés, Pixies, sentimientos de ida y vuelta, Carretera asfaltada en dos direcciones, o, mejor: Dos en la carretera. Y como en el film de Donen (Two for the road, 1967) el camino por donde se desbordan los sentimientos del amor es agridulce y tiene el color acre que dibuja el tiempo de los relojes pero también el tiempo… psicológico. De nuevo, debemos aclarar (porque aún quedan lectores posmodernos por ahí) que la carretera por donde circulan los sentimientos honestos de Ricardo G. Manrique, el personaje-autor, no es la carretera perdida, sucia y retorcida de David Lynch sino una de esas carreteras arboladas del territorio francés (estupenda la reflexión, dejada caer naturalmente, sobre la francesa posibilidad de subordinar la seguridad a la estética: el episodio de Nathalie).

Puentes sobre aguas turbulentas
Muchos paréntesis, decíamos, porque el río-novela de Un día sin Teresa por mucho que se desborde en impetuosa forma de torrente de la subjetividad no es un río recto ni de fluir tranquilo, ni con barcas estridentes de alharacas. No. En primer lugar, tenemos la melancolía instalada en el capricho del tiempo, el antojadizo ir y venir de los recuerdos a la evocadora manera de Proust. Recuerdos de mujeres, oposiciones, whisky, promiscuidad y conciertos pop sobre la finísima línea que distingue la necesidad de novelar y la exigencia de mantener los parámetros más elementales de la discreción. Luego están los puentes, los puentes sobre aguas turbulentas si se nos permite de nuevo el fácil juego con el agua, el río, Garfunkel y Paul. Es éste, lo he dejado caer ya, uno de los puntos firmes de la novela: el narrador discute consigo mismo con inteligencia (hay personas sanas que no siempre se llevan bien consigo mismas y mantienen intensos debates interiores) y calibra los pros y los contras de muchos asuntos públicos y privados. Hay rodeos, digresión sobre cuestiones dispersas más importantes (por vitales) de lo que puedan parecer a primera vista: tipologías de la inteligencia, diatribas contra el paternalismo, algunas bromas (muy divertidas) sobre el hecho diferencial (García Manrique nació en Soria pero vive en Barcelona), cigarrillos sin filtro, esferas de Parménides, elogio de la resaca, apuntes sobre la tendencia a la unidad de las edades, excurso sobre la identidad y sus fuerzas dirimentes.

A Ricardo G. Manrique no se le escapa que lo importante aquí en el género de la novela es la libertad y, en ella, la posibilidad de recoger la contradicción. A diferencia de lo que ocurre en la filosofía política, la reflexión propia de la novela se caracteriza, precisamente, por hacer naturalmente valiosa la contradicción. Por dar a la contradicción,  y a las conjeturas sobre esa contradicción, carta de naturaleza: inseguridad, bourbon, sentimientos melancólicos, primeros coches, más mecheros Zippo, disco-pubs, Black Francis y Frank Black y entre otros aciertos de la novela, junto a aquella lección formal que diera Sterne, destaca pronto la incisiva mirada del autor a la ontología del amor a los veinte años. Esa mirada retrospectiva (nada desencantada, todo sea dicho) tiene muchas veces la lucidez de quienes estamos a veinte años del amor a los veinte años.

A los veinte años de El amor a los veinte años (excurso)
El amor a los veinte años fue, lo sabrá bien la lectora o el lector de Revista de Letras, una co-producción de muchos países en la que un quinteto -no de la muerte sino de la vida: François Truffaut, Renzo Rossellini, Shintarô Ishihara, Marcel Ophüls y Andrzej Wajda- contaban episodios breves que deberían tener al amor como protagonista. Escribo “deberían” porque recuerdo bien que lo que me decepcionó de aquella estupenda película, es que no hablaba propiamente del amor: había asesinatos, había embarazo, había fantasías pero no sé si había propiamente amor. En Un día sin Teresa sí encontramos, insisto en ello una vez más, la desbordante naturaleza del amor, incluso si me apuran, la excesiva densidad de la substancia que caracteriza al amor a los veinte años, ese amor vibrante (vibrante, todo un epíteto de Nueva York), ese amor frente al que todo cede, frente al que todo cala, ése que pone al resto de mundo en el lugar que exactamente le corresponde: fuera de uno y de una, o fuera de una y una, uno y uno, fuera de todo, en la zona marginal de la periferia de la vida porque a los veinte años existe el amor y no existe nada más. ¿Qué sucede a los veinte años de El amor a los veinte años? Lo pregunto. ¿Dónde nos conduce el río? ¿Es la vida eso que el río hizo de nosotros una vez?

Dos en la carretera
Un día sin Teresa tiene por objeto el amor, el impacto, quizás el viaje del amor. La amistad, por ejemplo, asoma pero no se desarrolla, el odio no aparece. Tampoco hay un excesivo interés por los neoyorkinos en el irregular afán por retratar que padecieron O. Henry o Henry James. Ahí radican los límites y los aciertos de esta novela sincera: en las posibilidades que ofrece el amor, o mejor, el enamoramiento como gran tema. ¿Se habrá dicho todo ya? De Platón a Alice Munro, de Goethe a John Banville, de Shakespeare a Julian Barnes, la literatura se ha detenido tantas veces en el febril proceso del enamoramiento… Pero García Manrique lo ha hecho aquí sin detenerse ante nada, sin detenerse ni siquiera en los puntos y aparte, con una sintaxis compleja, como un torrente, como el mismo amor: una forma de escribir pero también una forma de vivir. Con G. Manrique vemos las rosas del color de las cosas o, dicho de otra forma, se ponen delante de uno todas las cosas del amor que ve el ojo que ya no desea mirar. Sentimientos difíciles de explicar como esos tapices del ánimo pintados de colores que el ojo humano es incapaz de percibir. El registro de G. Manrique me ha recordado la voz (ahora indecisa, ahora segura, pero casi siempre lúcida) de Marcella Olschki, en Oh, América, esa crónica entre la acción y la reflexión de una joven italiana en Nueva York. Sí, la lucidez y la honestidad de G. Manrique con el asunto del amor llama la atención como hoy llaman la atención las chicas sin tatuajes, los tertulianos comedidos, los chicos sin barba, los basureros eficientes o los lectores de Jules Renard. La mentira nos hace débiles, decir la verdad nos libera, y si este Hudson parece secarse en algún tramo, acuden a él, liberadoras, de nuevo las reflexiones: estupendas las que caen sobre las aristas menos asumibles de la necesidad y de la contingencia, los deseos de segundo orden, una taxonomía de la coquetería, Harry Frankfurt. Kennedy Toole, Orwell, Texas y Solhenitzyn, Darwin, Kieslowski y Poe.

Un día sin fumar
Toda elección es un acto de negación. Y el amor monógamo es el acto de negación por excelencia, para el corazón de ella y para el corazón de él. Elegir es un acto negativo y el compromiso una negación certificada. El autor de Un día sin Teresa tiene una especial capacidad para impregnar en el fluir de una trama monógama, muchos alientos, o, musicalmente, por sostener una nota constante en mitad de una polifonía. Polifonía: tropo (caos de la vida).

Creo que para la mayoría de las situaciones de la vida (caos polifónico) aún no hemos encontrado el estado de ánimo apropiado. A ello ayudan, demasiado tarde, cuando todo ha sucedido ya, epimetéicamente, las novelas. Esta también. Nos explicamos, o nos diseñamos,  después del impacto de las cosas y el estruendo de la vida y por ello toda escritura es también un exorcismo practicado en medio del silencio. Cuerpos extraños -los párrafos largos de Ricardo G. Manrique- extraídos del alma de una época que suena próxima y lejana y que recogen, por decirlo con una expresión propia de la fenomenología, el amor en la parcela finita de su significado. Tiempo psicológico, fenomenología del amor, monotonía y música, porque la música, lo dijo Hegel, es la más lírica de las artes ¡más lírica que la poesía lírica!, y es por ello que el autor la ha incluido en la novela (invitamos al lector a visitar en el universo digital, la ecléctica banda sonora de esa obra en la página Un día sin Teresa).

Piel de Zapa
Piel de Zapa

Un día sin Teresa tiene la recurrencia obsesiva de los que llevan un día sin fumar. Dejar atrás una adicción (o una enfermedad) nos da una conciencia exagerada de nosotros mismos. Nos saca de una existencia autómata; nos regala una desbordante intensidad. Una intensidad lírica más lírica que la lírica, sí. Hace las veces de la agonía. Y los recuerdos no nos dejan, muchas veces, caminar. Por ello nos detenemos, como G. Manrique, a recordar. Tenía razón el poeta libanés Gibran Kahlil con aquello de que el olvido es una forma de libertad. Y entre los distintos olvidos, el olvido del vicio del amor. ¿Se puede enseñar la virtud?, se preguntaban los antiguos. Y los modernos: ¿se puede desaprender un vicio?

A uno le gusta hacerse una idea final de la inteligencia del autora o del autor, la literatura más personal se presta a ello: ¿le es conocida nuestra peculiar ontología de la irrelevancia?, ¿con qué carácter se maneja en este hermoso mundo raro y despiadado?, ¿abraza con convicción credos e Iglesias?, ¿sabe algo acerca de los deseos de segundo orden aunque no haya leído ni una sola línea de las teorías sobre ellos (no es el caso de García Manrique conocedor de la obra de Jon Elster, de Ulises y de tantísimas sirenas)?; ¿es bueno o es mezquino?, ¿cómo se explica en el mundo?, ¿ha hecho mucho daño por ahí?, por cierto, ¿ha dejado de fumar? Esta historia de Nueva York aprueba todos los exámenes humanos y mundanos. Un día sin Teresa es además una anatomía literaria del corazón de los años noventa, una crónica agridulce, un capricho sobre el self-restraint de extensión atípica en una primera novela, una apuesta arriesgada sabiamente blindada por la fortaleza de la sencillez y la inteligencia.

Destaca en el fondo, el disimulo que se tiene con la vida, las maneras de estar en el tiempo caracterizadas por una elegante indiferencia, y, en lo formal, por el racconto y la analepsia, por la frase larga y digresiva. Indolencia elegante por las últimas tripas de la ciudad de El guardián entre el centeno, por los materiales esenciales del escenario de algunos de los mejores momentos de El gran Gatsby, por el amor asfixiado de los personajes de Edith Wharton, por el humor retorcidísimo de los escritores judíos más famosos de Nueva York: E. L. Doctorow, Isaac Bashevis Singer, Henry Roth… Woody Allen. En Nueva York también nacieron dos de los más grandes autores norteamericanos: Walt Whitman y Herman Melville, pero esta novela (este capítulo de Nueva York) no mira fuera, ni al mundo, ni a la historia, sino que observa dentro y aún así da mucho vértigo cuando se asoma al abismo de los sentimientos del pasado, un vértigo que a uno le ha hecho recordar al funambulista francés Philipe Petit bailando sobre el aire que dejaban entre sí las torres gemelas de Nueva York. Un día sin fumar es también un homenaje al ánimo de Henry Miller, a la desorientación vital y a lo mejor del eje N.Y.-París en lo que afecta a la libertad personal.

Hay una forma muy sencilla de describir la vida desde la dialéctica: una persona que fuma no siempre es una persona que fuma. A menudo es una persona que fuma y a la vez una persona que desea dejar de fumar. Tanto el hecho de fumar como el deseo de no fumar forman parte de ella y completan su descripción. Es así que un día podemos decir de la misma persona que es una persona que no fuma.

Nunca he entendido a las personas que cuentan los días que llevan sin fumar, o mejor, las he entendido demasiado bien. Una persona que dice llevar cuatro años sin fumar es una persona que fuma diariamente (de forma negativa).

Un vicio, como una pasión no se quita con la renuncia sino con un vicio (o una pasión) de signo contrario, o, al menos de distinto signo. Un amor no se cura con el olvido del ser (que lo causó) sino con otro amor.

«Bachelor Kisses» (Go-Betweens)
Disección de los sentimientos hecha con la misma dependencia que tenía del alcohol aquel personaje de Dylan Thomas (poeta-río cuya muerte desembocó, precisamente, en Nueva York) incapaz de sacar el dedo enganchado a una botella; Un día sin Teresa resulta en algún momento una auténtica taxonomía del flirteo, o de la cristalización de baile del amor (Stendhal) en ese objetivo que tiene el largo eco de Proust y el más cercano de Milan Kundera. Uno que también se dedica a la filosofía estaría tentado a decir (con temor a que los soldados de la razón le lancen los tanques a la cabeza) que al fin y al cabo las cosas importantes de la vida se apoyan en la suave lona de los buenos sentimientos; no estoy nada seguro de que García Manrique, ya no el escritor, sino el filósofo, suscriba la adhesión a Richard Rorty en ese punto, le imagino, al menos, simpatizante de David Hume. Yo hay días que estoy a muerte con Descartes y otros que no dejo que me mate la razón.

No hay nada como poder desmentirnos a nosotros mismos. Otra paradoja del amor… propio. Hemos asistido en esta novela al curso sinuoso del amor con todos sus tonos y sus temperaturas casi siempre contradictorias y febriles. Hacer natural la contradicción, insistimos en ello, es la hermosa posibilidad de la novela. Es cierto que en Un día sin Teresa hay una única perspectiva (la del autor-narrador) pero es ésa y no otra la historia que ha terminado por narrarse en Nueva York y es ése y no otro el punto de vista desde el que Ricardo G. Manrique necesitaba contar, narrar, decir, relatar. Cuando el texto caía del costado del joven Werther o del lío de Flaubert, han acudido en su auxilio la filosofía, la estructura bien pensada (fenomenal en este punto el capítulo sobre el Ice Tea en Long Island, el mejor del libro), la ternura y la risa. Que la inteligencia sin la ternura no es nada lo supo muy bien Capote cuando hizo deambular por Nueva York, como ha hecho nuestro autor, entre gemas y cristales, a la inasible Holly Golighty. ¿De qué escribirá ahora Ricardo G. Manrique, escritor enérgico, presumiblemente agotado? Me lo pregunto. En todo caso, en la novela como en la filosofía no hay un conclusión definitiva.

No hay conclusión sobre el amor ni sobre los vicios, no podemos concluir nada sólo por el hecho de llevar un día sin fumar. En la historia, la “gran Historia”, los herejes nunca acaban de demoler los edificios, apenas dejan en sus cimientos rastros de carmín, como diría Greil Marcus. Pero hay rastros de carmín que nos persiguen toda la vida. Uno mismo no ha podido olvidar la sonrisa que le dedicó Kim Deal la noche que los Pixies tocaron en Valencia. (Sé que seguramente no fue así, pero, ¿no da igual). Psicología, disertación, halagos de la fortuna y exploración infatigable de la conducta. Someter la propia conducta a un escrutinio celoso, observarse ahora fumando ahora sin fumar, ahora sobrio ahora borracho, es decir, enamorado, o (por decirlo con Nietzsche) medir las cosas ahora con el ojo del odio, ahora con el ojo del amor. Es así como podemos acercarnos a una versión bien acabada de nosotros mismos.

Todos podemos ser increíblemente sabios, al menos por un día.

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico (Valencia, 1969) es profesor universitario, crítico de cine y escritor. Colabora con críticas culturales y literarias en distintos medios y es autor de los ensayos 'Chéjov en la calle 42: mérito y decepción' y 'La tortura: aspectos sociales y estético-culturales', el libro de narrativa breve 'Una casa holandesa' y la novela 'Singular'.

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