Joshua Cohen | De Conatus Editorial

Cuatro mensajes nuevos

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Joshua Cohen | De Conatus Editorial

«También me he inventado muchas cosas, para vosotros, para mí mismo».

Cuando alguien, en la situación más incoherente con la reflexión filosófica, suelta algo así como «la vida es tan absurda…», y sus interlocutores, con independencia del estado de su conciencia, asienten de manera acrítica mediante rítmicos movimientos de cabeza, nadie, ni el filósofo ni sus contertulios, a) son capaces de argumentar el porqué ni de dar un ejemplo iluminador; b), se aperciben de que el ejemplo más próximo de esa absurdidad lo conforman ellos mismos.

«A la gente aquello le hacía gracia justamente porque era leyenda, acerbo social: no les había pasado a ellos».

Para ser un poco más preciso en ese diagnóstico —caso de que sea veraz—, existen herramientas más fiables que la percepción personal —excluyo las explicaciones religiosas, esotéricas, espirituales y pseudopsicológicas por razones evidentes—; las ciencias sociales proporcionan algunas que proporcionan contrastados índices de fiabilidad, pero es la literatura la que posee el mecanismo más contundente: la ironía. Ninguna tesis, ningún discurso, ninguna revelación es tan efectiva para mostrar la desnudez del emperador que la carcajada de un niño; de igual modo, no existe forma más segura de mostrarnos la absurdidad de ciertos aspectos de nuestra conducta que encarándonos a ellos. Porque muchas veces, el disparate no proviene de un malentendido (excusa #1), ni de la exclusión del contexto (excusa #2), ni de un error (excusa #3), ni siquiera de la socorrida excusa #4, «yo no tengo nada que vez con esto»; simplemente, te han pillado con las manos en la masa.

«Tendría que haberse encargado de la situación en persona, decidió Mono el domingo por la noche, cuando ya solo le quedaban mil dólares y estaba solicitando tarjetas de crédito en Internet: debería haber encontrado la dirección o el teléfono de Em a base de suplicar en fiestas cerveceras y eventos de sociedades de honor estudiantiles, luego debería haberle escrito una carta a mano o haberla llamado en persona, poniendo su futuro en manos de ella o simplemente pagando por su silencio, doscientos pavos o hasta mil; le habría costado el mismo dinero o menos y también menos preocupaciones».

Los narradores que utiliza Joshua Cohen en este Cuatro mensajes nuevos (Four New Messages, 2012) tienen problemas de escritura, son desconfiados en cuanto a su capacidad de hilvanar una historia mínimamente sensata, están preocupados porque pueda atribuírseles el protagonismo del relato, bloqueados por una huidiza inspiración e incrédulos acerca del interés que pueda poseer su narración para sus improbables lectores.

«Fue al escribir aquella línea —empezando la historia por la mitad, me di cuenta— cuando supe que yo también estaba atascado (mis manos estaban crispadas de tensión): supe que no podía decir la Palabra, supe que no podía obligarme a que me importara lo bastante aquella Palabra como para escribir un relato en el que apareciera (y en cualquier caso la Palabra no era una palabra, en realidad era menos que una palabra, carecía de significado, no tenía derivaciones sin contaminar, no tenía un legado ni una belleza verdaderos, era todavía menos que su letra más insignificante, no era nada, era la ruina)».

Pero peor es todavía cuando el narrador no tiene mucha idea acerca de la historia que quiere contar; posee una imagen impactante, concreta, pero no atina a hilvanar los antecedentes de la situación y es incapaz de imaginar las consecuencias que derivan de ella. En cambio, esa incapacidad de concentración se ve sustituida por una facilidad de dispersión histérica con la que puede rellenar páginas y páginas sin ningún sentido; todo ello inspirado y afectado por una incomunicable pero dominante procrastinación, insoslayable y omnipresente. La realidad se resiste a ser acomodada en el inverosímil universo de la ficción y esta pierde su carácter generativo cuando se la encierra en el universo de lo real.

«Eso es porque no lo comparas con cómo me iría si la edición no estuviera muerta y si el dinero no se hubiera marchado y si los editores todavía se dedicaran a editar; mi generación está jodida —no somos la experiencia de la inmigración, no somos la experiencia de la asimilación—, somos la primera generación nada, no tenemos nada de que escribir y nadie que lo lea, todo el mundo está demasiado ocupado tecnologizándose y demasiado agobiado para sacarse títulos».

De Conatus Editorial

Construir una historia —un relato, un artículo— tiene que ver con «formar un enunciado, generalmente una oración ordenando las palabras con arreglo a las leyes de la gramática» (DLE); un escritor no es un albañil, la hoja en blanco no es un solar vacío, y una novela no es un edificio; aunque puede que todo esto que acabo de decir no sea exacto. En todo caso, se puede esperar todo de un escritor venido a menos—una vez que se ha descubierto que su luminosa primera novela era, en realidad, puro trampantojo— que sobrevive a base de talleres de escritura creativa, enfrentado a una panda de inútiles pretenciosos aspirantes a Melville —por decir alguien a años luz de sus aspiraciones— que, en lugar de recibir las instrucciones para escribir La Gran Novela Americana, son encargados de construir —sin cursivas— una réplica —¡ay, el omnipresente plagio!— del edificio Flatiron, revelando de ese modo su verdadera vocación, aquella para la que sí estaban capacitados.

«El árbol de había convertido al crecer en una amalgama de árboles. Un compuesto de carnes veteadas duras, oscuras y cubiertas de corteza. Cuando lo golpeabas, se astillaba como un músculo partido al tensarse. El tanto que el árbol era el más ancho, pero también el más achaparrado, igual que él, de forma que talarlo fue como talarse a sí mismo, que es lo que hace un hijo al nacer, te corta. Imagínate que abres un árbol a hachazos y dentro hay un árbol muy pequeño. Esa era la experiencia del ser humano. Estar consciente y al mismo tiempo ser consciente de que un día dejarás de existir; por eso nos sembramos los unos a los otros».

Del mismo modo que cualquier obra literaria puede considerarse una metáfora, más o menos ajustada, más o menos acertada, de cierta realidad que queda modificada por el solo hecho de ser representada, ya que debe convivir con su copia, también el hecho mismo de la escritura puede quedar sujeto a las leyes de la metáfora —construcción, tejido, viaje, proceso…— hasta perder su sentido original y, con ello, su intención primera. En la interpretación de esas metáforas —a diferencia de lo que sucede con la realidad, que solo puede reproducirse— es donde la escritura naufraga o triunfa en función de su inteligibilidad. Y así, a través de generaciones —o, en lenguaje artístico, versiones—, hasta que la metáfora, cuya obsesión, como la de cualquier forma volátil, es la permanencia, acabe sustituyendo a la realidad y la haga desaparecer del campo intelectivo: el recurso se convierte en folclore y el folclore, en mito.

«Imaginad que existe Dios. Imagináoslo, no hace falta que empecéis a creer de golpe en nada ni que os cortéis el escroto ni sumerjáis la cabeza en ríos. Imaginad que existe una entidad omniperfecta que nos está contemplando a todos desde las alturas, con ojos, con ojos antropomórficos de verdad, mirándonos realmente. Y ahora imaginad que nos está mirando desde las alturas de esta habitación de motel, que es una especie de rectángulo, la verdad es que parece una pantalla; y no hay techo, Dios mismo ha quitado el techo. A nuestro héroe se le puede ubicar en la esquina inferior derecha. Ahí está; es un punto. Un píxel olvidable, el capricho de un baudio beodo. Lo habíais tomado por una manchita de café, por una mancha de estornudo o de semen. Pero imagináoslo ahora. Ahora, Dios, o bien dirección invisible del motel, saca el dedo gigante y ponlo sobre él. Tu cursor. Ponlo directamente encima de su cara. Directamente encima y parpadeante. Clic».

El paso de la cultura escrita a la cultura visual y el progresivo arrinconamiento de aquella, más compleja, menos apropiable, más exigente en cuanto a su procesamiento, conlleva una dificultad creciente en la decodificación de las metáforas porque todo aquello que se ve tiene más visos de realidad que aquello que debe procesarse —el poder erotizante de un capítulo de Las 120 jornadas de Sodoma ha perdido relevancia frente a los seis minutos gratis de porno en internet—, hasta el punto de que el concepto ficción ha perdido parte de su significado —oh, sí, lo siento, tengo una mala noticia, los actores de las pelis porno también fingen, como los pistoleros abatidos de las del far west o las embobadas damas de la de época victoriana, a diferencia de sus referentes escritos.

«Los hombres habían usado armas de fuego y estilográficas en el pasado. Disparaban balas calientes a la boca del enemigo o bien escribían largos y ambiciosos poemas para denunciar a sus amigos íntimos: así era como se destruía una vida. Varias onzas de plomo parduzco en el cráneo o bien Tus ideas políticas son tan ideológicamente corruptas / como un otoño sin peras. Y entonces ya solo quedaba el recuerdo, hasta que el último rememorador, el que apretaba el gatillo o escribía el verso, había fallecido también, llevándose su recuerdo consigo; pero luego se inventó la cámara y ya nada cayó en el olvido».

Leer a Cohen es como escuchar a uno de esos telepredicadores incontinentes que buscan el efecto deseado en su audiencia mediante la enunciación de un discurso a tal velocidad que hace imposible su asimilación —aunque tal vez no sea esta la intención del escritor norteamericano—. Cohen utiliza una escritura torrencial que parece querer acabar con el lector por saturación; un colapso que este debería evitar porque camufladas en esa verborrea, a diferencia del telepredicador, se hallan no solo las informaciones relevantes de la historia, sino también, en un segundo plano de lectura —la sombra de David Foster Wallace es alargada—,  todo aquello que quiere que sepa el lector pero que no va a proporcionarle de manera explícita.

Todos los relatos incluido en el volumen tienen que ver, de una forma explícita o tácita, con el hecho de la reproducción de la realidad por medio de la escritura, con las dificultades de su representación mediante un código y de la imposibilidad de traslación de esa realidad, no tanto por las limitaciones del código como por las restricciones de quien quiere materializar ese cambio.

No sé si Cohen es un escritor muy inteligente, pero estoy seguro de que es uno de los más inteligentes de los que no lo parecen en absoluto que yo haya leído.

«Nuestra generación no tiene nada que esconder debajo de la cama, no ha de ocultar lo prohibido en el armario, detrás de los zapatos, detrás de los calcetines con olor a semen, de los calcetines con olor a zapatos. No, la nuestra es una pornografía práctica, que no necesita incómodas visitas a los quioscos ni a las suscripciones para renovarse; no hay secretos, todo es aceptable en su totalidad. El ordenador descansa orgullosamente en el escritorio a plena luz del día. Para ayudar aportando hojas de cálculo e instrucciones. Podemos pulsar un simple botón y mujer desnuda. Pulsar otro botón y otra mujer desnuda. Puntero, clic, penetración, te penetra el cerebro y te cambia el cableado. Pasas a esperar poder dar a todas las mujeres por el ano, que les puedas echar lefa en la cara y dentro de la boca y ellas traguen, todas lo hacen voluntariamente, sin una sola queja, en habitaciones como esta: con pinta de que no vive nadie en ellas, con sábanas mugrientas y las puertas de contrachapado».

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

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