Manuscritos de guerra, de Julien Gracq, cuya edición por DÃas Contados sigue la edición francesa de 2011, es la recopilación de dos textos, fechados originalmente en 1942: Recuerdos de guerra (Souvenirs de guerre), que recoge las experiencias de la participación de Gracq en la IIGM, escritos de forma inmediata, contenidos en un cuaderno que firmó con su propio nombre, Louis Poirier, y cuya publicación descartó el propio autor; registrado en forma de Diario, abarca el perÃodo entre el 10 de mayo y el 3 de junio de 1940, en plena ofensiva alemana sobre Holanda y Bélgica y, finalmente, el noreste de Francia; y el cuaderno titulado Relato (Récit), firmado ya con su nom de plume, en el que elabora el contenido del primero bajo la forma literaria de relato. Ambos escritos fueron el germen de una de sus novelas mayores, Los ojos del bosque (Un balcon en fôret, 1958), escrita veinte años después.
«Navegamos a través de las brumas. Ni idea del rumbo. Formas mudas de barrotes oscuros -diques-, increÃble dédalo de caminos.»
Recuerdos de guerra relata el vagabundeo sin propósito de Poirier, al mando de un pequeño batallón, en la retaguardia del frente sin ningún cometido concreto, sin órdenes directas -o con órdenes contradictorias, cuando las hay- de participación. Desvelan, más que ningún tipo de interés de Ãndole militarista, la preocupación por la vida cotidiana de un ejército Ãnfimo que no puede resolver por sà solo ninguna incidencia de carácter bélico, y ofrecen la sensación de que el Alto Mando o no sabe que existe o ignora qué hacer con él.
«Pasamos entre los altos muros de fábricas ciegas por calles completamente desiertas. Parece ser que los civiles llevan ocho dÃas viviendo en los sótanos. Una visión de De Chirico exacerbada por el eco sordo y desconcertante de las bombas, que siempre dan la sensación de caer lejos y de jugar al escondite con nosotros. Continuos aullidos de sirenas. Al fondo de las calles distantes flota una bruma gris de final de un incendio. Esas bombas lejanas y el misterioso adormecimiento resultan extraños, como golpes torpes a la puerta del castillo de la Bella Durmiente del Bosque.»
Poirier exhibe un tono escasamente beligerante, con descripciones de actitudes en realidad poco marciales y que se detienen en los detalles rurales, del paisaje y de las gentes, como si los elementos relativos a la guerra no fueran con él, como si las batallas formaran parte de unos hechos que suceden muy lejos del lugar donde se encuentra su batallón, o en otro tiempo, y las pocas noticias que llegan del frente no fueran sino improbables leyendas que nadie se cree.
«Thielt -rica ciudad flamenca- es un hervidero de civiles y uniformes. Tiendas bastante lujosas; terrazas de cafés repletas, donde la vida civil vuelva a animarse. Los uniformes belgas deambulan ociosos por las aceras. Va instalándose la paz, ya tentadora, aún bajo las bombas. DirÃase un gran centro de desmovilización. Atravesamos el tÃmido Edén mirándolo con envidia e ira. Todo nos expulsa, se aleja, se separa. En las aceras, los civiles se nos cruzan sin el menor reparo, apartando nuestra mÃsera columna silenciosa. ¡Vamos, fuera! Vencidos, estorbos, malos recuerdos. ¡Ah, ojalá lleguemos pronto a Francia, no importa lo que nos espere!»
Sin haber disparado ni un solo tiro ni haber sufrido ninguna baja -excepto la pérdida de un Mercedes Benz requisado y el dedo de un oficial- y ante el empuje de los alemanes cruzando sin apenas resistencia los PaÃses Bajos, se les ordena regresar a Francia, donde la situación no es nada halagüeña, con la excusa de apoyar al ejército francés del interior, aunque Poirier y la mayorÃa de sus hombres saben a ciencia cierta que se trata de una inconfesable retirada.
Recuerdos de guerra contiene un episodio central, que resume a la perfección el desafecto de los soldados comandados por Poirier, relatado en las entradas correspondientes a los dÃas 23 y 24 de mayo, cuando se encuentran ya de regreso en territorio francés, en el que destacan la ignorancia premeditada del curso de la guerra, la insubordinación de los soldados y parte de los suboficiales, las deserciones, todo ello enmarcado en un ambiente de desánimo general, de órdenes, contraórdenes y ausencia de órdenes, de resistencia pasiva ante la ofensiva del enemigo y, sobrevolando el campo de batalla, la certeza de la inutilidad de la guerra.
«Por mucho que me resista, en el fondo me doy cuenta de hasta qué punto, en pocos minutos y sin contacto directo, el enemigo ha establecido su brutal ascendiente sobre nosotros, y hasta qué punto, ahora, nos sentimos sobrepasados. Los haces de gruesas balas, la inmediata reacción de esa ráfaga de obuses contra el fusil antitanque, esa pirotecnia antiaérea… no necesitamos más para saber, en lo más Ãntimo de nosotros mismos, que el menor capirotazo de nuestra parte provocará instantáneamente un violento puñetazo del contrario.»
La duda pone en cuestión la solidez del grupo, y cuando esto sucede la amalgama que mantenÃa la cohesión se volatiliza y cada hombre enfrenta su destino a solas; y la guerra, la de verdad, no está hecha para los héroes solitarios sino para los rebaños de animales camino del matadero cuya única esperanza es que los matarifes hayan abandonado su puesto de trabajo.
«En camino, a la sombra de los árboles. Qué curiosa aventura. Qué joven me siento, vacÃo, ligero, despreocupado, qué bien respiro en esta noche cómplice y fresca, en la oquedad de lo imprevisible, como llevado por el agua. Mediocre, trivial y limitada en el tiempo, no deja de ser la aventura… y una de las sensaciones más embriagadoras de mi vida. Toda una noche de aventura.»
La pérdida de ese espÃritu de grupo afecta, sin duda, a la capacidad bélica de los soldados, pero también a su relación personal en la retaguardia, cuando la existencia de un supuesto enemigo parece un invento de los mandos, es decir, cuando puede olvidarse de que se es un soldado inmerso en una guerra terrible. Soledad, egoÃsmo, incluso una profunda misantropÃa, se adueñan de los reclutas que, en algunas ocasiones, preferirÃan caer prisioneros de los alemanes que tener que seguir soportando a sus compañeros.
«Todo es falso, y cada uno lo sabe, todo es simulacro, y cada uno hace «como si tal». Imita los gestos, las órdenes de lo que decentemente hay que hacer, según la tradición, en una «defensa heroica». Da la orden de hacerse matar in situ, de ejecutar alguna misión imposible (casi todas lo son a estas alturas) con la misma exaltación con que firmarÃa papeles en su oficina del cuartel. Después, cuando todos los gestos de «la defensa heroica» hayan sido llevados a cabo siguiendo el orden más académico, se rendirá dócilmente a los alemanes en Dunkerque. ¿Estoy calumniando? Vamos, es tan cierto que, para no olvidar nada, se comienza, con indecente prisa, por aquellos gestos que resultan más falsos, más inútiles, más convencionales (como quemar la bandera con ceremonia), pero al menos «lucen» y se señalan. Es el mismo malestar horrible que provocarÃa una misa dicha por un sacerdote ateo.»
El enemigo se adivina, se oyen los que se suponen sus disparos y son una amenaza permanente pero, con frecuencia, la tropa de Poirier parece instalada en la fortaleza del desierto de los tártaros; como consecuencia, la atención se convierte en distracción, la predisposición en pereza, el convencimiento en escepticismo, el ánimo en desaliento. La tropa parece poseÃda por una inexplicable predisposición para evitar al enemigo, asà como este, empeñado en una guerra que se dirÃa ajena, parece ignorar al pequeño ejército al mando de Poirier. Aunque la batalla tan esperada como temida no tiene lugar, la impresión de que han sido vencidos aparece mucho antes de que la guerra finalice.
«Lo que sorprende en todas estas acciones es su total incoherencia. Al menos desde el rincón donde estamos. Esos alemanes que pasan, contra quienes abrimos un fuego infernal y que no responden ni con un disparo. Después, nada. Luego esa atención repentina del cañón antitanque. Después nos olvidan, nos abandonan, como el haz ciego de un proyector que se desplaza a bandazos por una extensión de campo.»
Relato, el otro texto incluido en el volumen, consiste en la reelaboración literaria de los hechos ocurridos entre el 23 y el 24 de mayo, el episodio central de Recuerdos de guerra. El cronista en primera persona se convierte en omnisciente, el tiempo pasa de presente a pasado, el narrador se aleja del escenario pero desarrolla, en cambio, una cercanÃa con los protagonistas más estrecha y cómplice de la que consiguió Poirier en su diario, resultando, a la postre, más verosÃmil que este, aun cuando adopte un camino, el del relato literario, más artificioso. Aparte de su valor literario intrÃnseco como obra aislada, este Relato muestra el proceso de manipulación que Gracq aplica a unos materiales reales hasta convertirlos, formalmente, en una obra de ficción, constituyendo una impúdica mirada a través del ojo de la cerradura para ver al cientÃfico loco en su creación de un monstruo a partir de retazos de otro ser vivo.
Gracias a la omnisciencia del narrador, llegamos a adentrarnos más en la conciencia del teniente G -el trasunto literario del autor- de lo que el propio Poirier nos permitió en su diario. Una de las razones de esta paradoja puede que sea el hecho de que en Recuerdos de guerra el papel del narrador es tan omnipresente -ya que escribe sobre sà mismo- que, en realidad, se nos ofrecen dos escenarios independientes aunque relacionados: lo que piensa -lo que escribe que piensa- y lo que sucede a su alrededor -lo que escribe que sucede-, y aunque ambos hechos ocurran de forma simultáneas no conforman sino dos realidades paralelas; en Relato, en cambio, al extraer al narrador del escenario, lo que piensa el teniente G -lo que dice el narrador que piensa- si sitúa en el mismo plano que lo que sucede -lo que dice el narrador que sucede-, colocando ambos escenarios al mismo nivel y, además, provocando que se produzca un solapamiento de verosimilitudes que apoya la autenticidad del conjunto, pues una y otra se apoyan mutuamente.
«G habÃa pasado los meses de esa drôle de guerre como todos, forjándose, sin atreverse a decirlo, un mundo en el cual la guerra pudiera (con suerte, ¿quién lo sabÃa?) continuar de manera indefinida -ahora que las perspectivas se habÃan ensombrecido notablemente, procuraba meterse en un pequeño mundo de recambio, más estrecho, menos confortable: el mundo en el que ahora cualquier cosa podÃa ocurrir.»
Uno de los efectos de ese cambio de narrador es el alejamiento del punto de vista -yo pasa a ser él- y la obertura del ángulo de visión, excesivamente centrado en Poirier en Recuerdos de guerra y ofreciendo una visión más general en el Relato. Sin embargo, Gracq juega con una paradoja que consiste, al contrario de lo que parecerÃa evidente, en dotar al narrador de una visión aún más crÃtica hasta llegar al sarcasmo, de la aventura bélica en general y del personaje de G que, además, no puede defenderse de la censura del narrador.
«Una cosa era tomar contacto por primera vez con los alemanes el 10 de mayo, hacia Saint-Trond o hacia Bastogne, espoleado por las aclamaciones belgas, y otra muy distinta era avanzar al paso parsimonioso de la infanterÃa, el 24 de mayo, debajo de Dunkerque, a cinco kilómetros delante del mar, sin aviones, sin pan, sin generales, sin esperanza en el corazón y sin hurras franceses, esa vez de ningún tipo (más bien al contrario: el teniente G recordaba la parada en la estación de Menen, y el ademán de cabeza delante del tren militar de los refugiados que regresaban del Somme ya cortado: «No pueden ustedes hacer nada, son demasiado fuertes», y los hombres, en los vagones, escuchaban, mudos y hoscos, y no contestaban: no habÃa nada que contestar, más que aferrarse en medio del frÃo oscuro a lo que pudiera quedar del valor imbécil abandonado por todo), ante la apisonadora cuyos engranajes nada trababa, y que veinticinco años después de haber producido risa, se habÃa propuesto aplastar, esta vez a buen ritmo de galope de carrera y con auténticas ganas, el asfalto impregnado de sudor de las carreteras nacionales.»
A pesar de que Gracq tiene pocas esperanzas de doblegar a un enemigo que supone más fuerte y mejor preparado, el deseo casi pronunciado de caer prisionero -y, por tanto, no morir en el campo de batalla- parece prestarle cierta esperanza. En Relato, esa esperanza se ha evaporado, el tono es mucho más pesimista -el autor, a diferencia de cuando escribió Recuerdos de guerra, sabÃa más que aquel y, por añadidura, conocÃa el resultado de la campaña- y la visión de la guerra como un suceso sin sentido mucho más acentuada.
«Una vez en la carretera, pues ya era hora, cada cual hacÃa por su lado sus pequeños arreglos personales, trataba de inyectar un poco de desinfectante en aquellos profundos armarios suyos en los que no se atrevÃa demasiado a mirar. Para el teniente G, era más bien el cinismo: habÃa momentos en que lograba tomarse el asunto casi con alegrÃa. HabÃa un lado jubiloso y necio en esa catástrofe, no cabÃa duda, donde el corazón flotaba y acababa distendiéndose en algo que se parecÃa bastante a la risa del idiota.»
El narrador interpreta la pura relación de hechos que Poirier enunciaba, pone en correspondencia esos hechos con sus antecedentes y, dotado de una omnisciencia fuera del alcance de este, elabora los sucesos hasta el punto de procurarles un contenido literario del que el diario, por las limitaciones inherentes al género, carecÃa.
«El teniente G estaba realmente pasando por un mal momento. Se sentÃa la cabeza como violentamente atenazada, y todo el resto del cuerpo hueco y blando, fláccido, súbitamente vacÃo de todo influjo nervioso: un acumulador que de repente habÃa quedado descargado. HabrÃa querido dormir, aunque solo hubiera sido un cuarto de hora, dejar atrás esas jetas que rezumaban catástrofe, dejar atrás esa charca, ese sotobosque de foso de lobos donde le parecÃa haber caÃdo como al fondo de una trampa. Se maldecÃa con amargura.»
La edición de ambos textos viene precedida por un prólogo de Félix de Azúa, titulado con acierto El geógrafo, en el que pone en consideración la inusual calidad de la obra del francés, lamenta su poca vigencia en este iletrado siglo nuestro y remarca su relación con la verdad.