«Estaba claro que mi problema es que seguÃa confundiendo a las mujeres con hombres.»
Disfrutando de una acomodada vida con su segunda esposa y de un trabajo refrescante, la vida de Stanley Duke sólo se ve afectada por dos contratiempos: el alcohol, que teniendo en cuenta su extracción social y sus relaciones no es ningún motivo de preocupación; y su hijo, fruto del matrimonio con su primera esposa, un joven consentido y malcriado -el conocido cliché para el hijo de una pareja divorciada- en plena crisis esquizoide.
Pero desde una perspectiva sonrojantemente egocéntrica, Stanley parece tener problemas en sus relaciones con -algunos de los- demás, con sus jefes y sus subordinados, con sus amigos y sus enemigos, con la gente que conoce y con la que no soporta; estos problemas, una vez asumido aquel egocentrismo, son de muy diversa Ãndole y se manifiestan únicamente algunas veces, en situaciones que tienen que ver con el tipo de relación que mantiene con aquéllos. Sin embargo, existe un grupo de personas con las cuales su relación es invariablemente conflictiva: las mujeres.
Su animadversión para con Nowell, su primera esposa y madre de su hijo, se remonta a la época remota en que ella lo dejó y parece fundamentarse en la herida, aun no cicatrizada, que supuso para su ego ese abandono, y que el tiempo parece que no ha hecho más que agravar. Un segundo conflicto, este contemporáneo, es el que estalla con la psiquiatra de su hijo, una mujer decidida y dominante, la primera entrevista con la cual posee la sutileza de un combate de boxeo. Problemas que se repoducen hasta con la mujer de la limpeza, que no soporta el pijerÃo de Susan, y que abandona su puesto en pleno ataque del hijo de Stanley. Y, finalmente, con Susan, su esposa, que no se ve capaz de mantener la convivencia en presencia de las locuras del hijo y del supuesto desentendimiento de Stanley.
Kingsley Amis escribe Stanley y las mujeres (Stanley and the Women, 1984) a los 62 años. Queda atrás su época de angry young man, y su posicionamiento polÃtico ha ido evolucionando hacia el conservadurismo, ciertamente muy británico pero no por ello menos radical, llegando a aparejarse con la misma derecha que siempre habÃa aborrecido desde su ideario filo-comunista -un comunismo ciertamente muy británico, también-. Ese escoramiento habÃa provocado que muchos de sus enemigos dejaran de serlo -se habÃa convertido en uno de los suyos-, y esa era una situación que, al menos el Kingsley público, no podÃa permitirse; para mantener su fama de tocapelotas debÃa buscar la cuota de enemigos en otras partes, y vaya si lo consiguió: su cÃrculo familiar Ãntimo -el libro está escrito en mitad del proceso de divorcio de Elizabeth Jane Howard, su segunda esposa- y, por extensión, cualquier especimen del sexo femenino -independientemente de la especie-; pero también para asegurarse el odio de aquellas personas a las que él mismo odiaba -no como revancha sino más bien como confirmación.
Stanley parece transitar en frágil equilibrio por la tenue lÃnea que convierte, por exceso de hipérbole, el odio en chifladura -y no deberÃamos posicionarnos nosotros, como lectores, en ninguno de ambos lados-. En su esfuerzo por parecer civilizado, intentando reprimir las aristas más hirientes de su misoginia, en sus relaciones con «las mujeres», acaba exagerando su amabilidad hasta quedar como un calzonazos imbécil; es después de las escenas que comparte con ellas donde, en sus reflexiones, acaba aflorando el Stanley real. ¿Paranoia? Tal vez, pero ilustrada. Una lectura estupenda.