«La bandera inglesa», de Imre Kertész

La bandera inglesaLa bandera inglesa. Imre Kertész
Traducción de Adan Kovacsics
Acantilado (Barcelona, 2005)

Comenta Kertész, en la contraportada del libro: «Siento por estos relatos algo muy especial, porque son fragmentos de mi propia vida: el desaparecido mundo de mi juventud en Budapest, bajo el estalinismo; aquellas figuras pintorescas, preparadas para sobrevivir, algunas de las cuales no me eran en absoluto ajenas; mi encuentro con la música de Wagner y con la literatura; el despertar de una gran aventura intelectual… y la súbita ruptura, simbolizada en el pasar de un jeep con la bandera inglesa. Cuando terminé de redactar estos relatos, tuve durante largo tiempo la sensación de que acababa de hacerme un regalo a mí mismo».

«Â¿Para qué la experiencia? ¿Quién ve a través de nosotros? Vivir, pensé, es un favor que le hacemos a Dios» (Kertész)

Si los gobiernos del mundo se pusieran a pensar, tan solo un poco, en el inmenso e irreversible daño que provocan en la vida humana cuando son dictaduras, totalitarismos, o, también, malos gobiernos, otra cosa sería la humanidad. Al recordar lo que las guerras hicieron en Hungría (por hablar solo de este país donde transcurre el cuento), recorrer las calles de Budapest punza, da rabia, como da el reflexionar lo que ha sucedido en nuestro propio país que aunque diferentes situaciones han causado dolor, impotencia y miedo, miedo a ver lo que sucede ahora o a que vuelva a suceder lo que ya se produjo porque, como dice Kertész, “si ya pasó, puede volver a pasar”. Paralelamente existe siempre la esperanza por un mundo mejor, tanto el propio como el ajeno, que es uno solo.

Imaginemos la vida de un joven de veinte años, como el protagonista de La bandera inglesa, el primer relato de este libro del nobel Imre Kertész, una vida que “aspiraba, con todas sus energías, a vivir” y que, sin embargo, “transcurre en la oscuridad, se mueve a tientas en la oscuridad, que carga con el peso de la oscuridad, pues solo así podía vivirla”. Este joven se mantenía en contacto con el mundo a través de su gran pasión por la lectura, “como a través de un traje protector”. La lectura era su mundo mendaz, “pero aun así vivible y, de vez en cuando, casi tolerable”.

El joven del que hablamos acudía todas las mañanas, “a una hora atormentadora: a las siete”, a la redacción; era un joven que quería vivir, aunque su vida solo transcurría. Se movía en una época en la que el asesinato era un hecho más, en donde comía a través de tarjetas de racionamiento, en particular “tratándose de la carne”, donde los grandes almacenes eran de propiedad extranjera, de las fuerzas de ocupación, y en los cuales sí se servía carne, pero al doble del precio habitual (“es decir, el doble de lo que habrían pedido en otro sitio, si en otro sitio hubieran servido carne”). Cuando en aquél entonces le acechaba algún peligro de muerte en la redacción, en la forma de alguna “reunión”, por ejemplo, él se iba a comer al Corvin, se regalaba:

Un filete de carne rebozada (muchas veces gracias a un adelanto sobre mi sueldo del mes siguiente, porque la institución del adelanto se mantuvo vigente durante un tiempo, por causa de algún olvido sin duda, cuando todo había perdido la vigencia); y por mucho que me enfrentara a numerosos, diversos y fatalmente aburridos peligros de muerte, la conciencia de haberme “regalado” algo antes, o sea, la conciencia de mi prevención, de mi secreto, es más, de mi libertad inherente a aquel adelanto y a aquella carne rebozada adquirida sin la tarjeta de racionamiento, de los que, salvo yo, nadie podía saber con la excepción del cajero, que solo sabía del adelanto, y del camarero, que solo sabía de la carne rebozada, dicha conciencia me ayudaba ese día a superar horrores, infamias, humillaciones.

Los días de diario en aquellas fechas, nos cuenta el profesor húngaro, narrador del relato que nos refiere su propia historia, se habían convertido en días de infamia sistemática ante la cual decide no hacer formulaciones y mejor entregarse a la mera práctica de la vida, considerarla como algo dado, “lo mismo que el aire que debía respirar o el agua en la que podía nadar”. Cuando, tiempo después de estos hechos, desde el aquí  y el ahora de la narración (1991), un grupo de amigos le anima a contar la historia de la bandera inglesa (esto de “he de contar la historia de la bandera inglesa” es recurrente, un leitmotiv. Historia muy conmovedora de la que nos enteramos al final del relato) y sus alumnos (que se habían reunido para festejarle su cumpleaños) le hacen preguntas como, por ejemplo, si él se creía las acusaciones planteadas en aquellos procesos o si creía en la culpa de los acusados, etc., él les responde:

En el mundo que entonces me rodeaba –el mundo de la mentira, del horror, del asesinato-, ni tan sólo se me ocurría pensar que aquellos procesos no fueran pura mentira, que los jueces, los fiscales, los testigos y hasta los acusados no mintiesen, que no funcionara, eso sí, de manera infatigable, una única verdad, la del verdugo, o que pudiera funcionar una verdad que no fuese la de la detención, la del encarcelamiento, de la ejecución, del tiro en la nuca o de la horca. Todo esto, sin embargo, sólo ahora lo formulo con agudeza (…). Significaban, digámoslo así  el espesamiento del peligro continuo y, por consiguiente, de mi repugnancia continua, la intensificación del peligro que quizá  no me amenazaba directamente o, para usar una fórmula poética, el oscurecimiento del horizonte, junto al cual, no obstante, aun se podía leer algo, si es que lo había.

Toda esta atmósfera totalitaria (es la época de comunismo en Hungría) no le provoca al personaje repercusiones morales, la atraviesa reflexionando a través de sensaciones que le dejan mella, como “la repugnancia mencionada, la alarma, la extrañeza, la incredulidad pasajera y la inseguridad generalizada”. En el instante que nos cuenta la escena de un señor todopoderoso que llega a la redacción a darles una conferencia en la sala de máquinas y que a la salida, que este señor retarda lo más que puede, lo espera un coche negro para llevárselo quien sabe donde y que vuelve a ver en la avenida Andrássy cinco o seis años después hecho un anciano destrozado, roto y medio ciego, uno como lector siente el suceso como si lo estuviera viviendo junto con él en ese momento. La forma de escribir de Kertész, es magistral y poética, seduce.

El protagonista, periodista con talento y después sin él al perder la visión de lo que era realidad y lo que era mentira a su alrededor, deja la redacción, se mete de obrero para posteriormente dejar de ser obrero y dedicarse a sus estudios (gracias a una enfermedad congénita que le permite dedicar su tiempo a lo que desea), aprender italiano, leer a Kafka y vivir en un cuarto realquilado de su futura esposa, después de luchar por recobrarlo y después de año y medio de estar en la cárcel (se la llevaron presa sin decir por qué motivo y sin pretexto alguno); además de la lectura, amaba la música, era un joven que solo encontraba un refugio para resguardarse de la catástrofe generalizada, pública y personal: en las aguas termales de los baños Lukács y en la penumbra de La Ópera, solo en estos dos lugares se sumía “en un ambiente distinto y vislumbraba en algunos instantes afortunados la idea de una vida privada, eso sí, lejana e inalcanzable”.

De pronto el profesor, rodeado de sus amigos y alumnos, mientras su esposa prepara en la cocina los platos con fiambres y las bebidas, recuerda aquél día en que caminando por la calle, con el ensayo sobre Goethe y Tolstói bajo el brazo:

En la misma curva en que desapareció la bandera inglesa fueron apareciendo al cabo de unos días, viniendo de la dirección contraria, los tanques. Tambaleándose casi por las prisas, el nerviosismo y el temor, se detenían por un isntante en la curva y, aunque todo, la acera, el barrio, la ciudad, estuviera desierto y no hubiese nadie por ningún sitio, los tanques, como queriendo adelantarse hasta un posible pensamiento, soltaban cada vez un único disparo antes de proseguir su marcha. Como la posición de tiro, la dirección y la trayectoria del proyectil eran siempre las mismas, en cada ocasión acababan destrozando aún más, si cabía, las ventanas, los muros y las paredes de una habitación de un viejo edificio modernista, de tal manera que el vacío que allí se veía acabó semejando la boca de un muerto, abierta en su último momento de asombro, de un muerto, para colmo, al que ahora le arrancaban incluso los dientes.

Magda Díaz y Morales
http://www.garciaponce.com
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