El cielo se cae. Lorenza Mazzetti
Traducción de Francisco de Julio Carrobles
Periférica (Cáceres, 2010)
En todo relato mayúsculo con nazis hay un piano. Ese instrumento indica el fin de la armonÃa y vira los engranajes hacia la tragedia. En La lista de Schindler una memorable escena de muerte y desalojo tiene al gran señor racional de las teclas bicolores como fondo, con su intensidad en medio de la barbarie y la masacre. Otra pelÃcula con nombre del profesional que toca ese artilugio mágico exhibe su trascendencia como metáfora en el paso de la normalidad a la ruina, como si la posesión del preciado creador de sonidos fuera la clave que rige los mecanismos transformadores de lo bueno hacia lo malo. En El cielo se cae de Lorenza Mazzetti su presencia parece una anécdota, pero no lo es. Penny, niña que nos encanta por la pueril clarividencia de sus reflexiones, observa desde el jardÃn como un apuesto alemán toca el piano de su tÃo, enamorada de la melodÃa, lo ario del intérprete y la majestuosidad del uniforme alemán. Su inconsciencia la convierte en ignorante de la importancia del acto, pero un lector avispado podrá entender en esa efeméride el principio de un fin anunciado desde la primera página de una novela emotiva, bien hilvanada y cargada de detalles que la equiparan con muchas de las grandes obras transalpinas del siglo XX que se transportaron del papel al celuloide, aspecto nada sorprendente si revisamos la biografÃa de su autora, miembro activo en los primeros pasos del Free cinema británico y colaboradora, ya de retorno a su paÃs natal, del guionista fundamental del neorrealismo, Cesare Zavattini, nombre imprescindible para quien quiera amar y conocer el séptimo arte italiano y su incomparable revolución tras el último conflicto bélico que asoló Europa de la mano de Adolf Hitler y ese bufón circense llamado Benito Mussolini.
Un relato alegre encaminado al drama: Federico Fellini y Ana Frank piden la palabra.
Mis queridas contraportadas vuelven a la carga. Normalmente me decepcionan. En esta ocasión doy la razón a quien la preparó y aplaudo la selección de sugerencias, pues esa es la función que deberÃa tener en cualquier volumen que merezca llevar tal nombre, informar con tino y hacer que la experiencia de abrir el libro se convierta en un posible juego que motive a quien se preste a devorar su contenido. Se nos informa del placer que sintió Federico Fellini con la obra de Mazzetti, y con el transcurrir de las páginas nos resulta harto comprensible; El cielo se cae tiene un indudable aire amarcordiano, éter que destila el anacronismo de la ingenuidad pérdida desde la escuela hasta el desencanto que cierra las puertas de la infancia y desplaza la escena a una nueva dimensión adulta. Hago un esfuerzo y recreo en mi cabeza filmes de la memoria del genio riminés. En Roma recuerdo un pase de diapositivas sobre la historia de la Ciudad Eterna. De repente irrumpe, casi estalla, la imagen de una mujer desnuda. Todos rÃen. Saben que alguien será castigado. Una situación similar inaugura El cielo cae. Penny es una vÃctima del sistema. Todos sus materiales escolares van acompañados de la imagen del Duce, pues en tiempos carentes de televisión ése era el modo perfecto para que los ciudadanos se familiarizan desde jovencitos con la figura hegemónica del Estado fascista. Tanta presencia del dictador tiene sus consecuencias en la joven cabecita de la protagonista. Una noche une las dos obsesiones de los mayores de la época y, sin quererlo, enciende la mecha cuando en plena clase confiesa a su maestra que en un sueño se le ha aparecido la virgen calva. ¿Un precedente de Ionesco? No, una lógica asociación de martilleo que la docente juzga escandalosa. En la casa de la niña demora el demonio, y está presente en todos sus familiares, acaudalados extranjeros que residen en la Toscana ajenos al fanatismo del perÃodo, tranquilos en su Villa, donde conviven en paz con los campesinos empleados en las labores de mantenimiento.
Penny es huérfana y sus tÃos la han acogido como si fuera su hija, castigándola puntualmente con la repetición de frases para que aprenda y dejándola en la libertad de la niñez para que descubra poco a poco todos los entresijos de la existencia. La chiquilla piensa, tiene dudas, se aventura a hallar luz en las actitudes de los mayores y recorre la campiña a la búsqueda del conocimiento, algo que la narradora muestra con sutileza a través de pinceladas definitorias que generan al lector empatÃa con la protagonista, quien obsesionada por la reprimenda de su profesora descorchará la botella de una ridÃcula expiación religiosa, embarcándose en delirantes absurdidades de sufrimiento que se toma muy en serio. Surge la carcajada, nos tronchamos y callamos, porque pese a lo entretenido de sus peripecias sabemos que el drama se avecina a marchas forzadas, y asà lo corroboran ciertos sÃmbolos malditos y las menciones al devenir histórico con la destitución del Duce el 25 de julio de 1943 y la invasión nazi de la PenÃnsula Itálica. Para Penny la llegada de los enemigos a su hogar es una celebración por movimiento y novedad, un recurso más para ampliar su caudal de infinita curiosidad. Es una niña bien educada y hasta invita a una peculiar comida al jefe teutón, del que no puede sospechar nada malo ni en las partidas de ajedrez que entabla con su tÃo, duelo de enroques, reyes y caballos que inevitablemente nos traslada al bergmaniano El séptimo sello, el caballero contra la muerte en una partida por la supervivencia. La suerte está echada. La cuadrÃcula no se limita a sus 64 casillas porque el tablero es mundial y los lances del juego vienen determinados por un cientÃfico judÃo que se exilió del Reich. Hitler no pudo acabar con Albert Einstein, por lo decidió terminar con su familia, de ahà que Curzio Maltese compare la espléndida novela editada por Periférica con El diario de Ana Frank, al contar ambas lo abominable desde ojos tiernos que sólo habÃan empezado a acariciar la tierra, siendo la gran diferencia que Penny pudo seguir paseando después de 1945 y emprender una próspera carrera en el celuloide, lo que no pudo ni siquiera atisbar la malograda adolescente holandesa, fallecida poco antes del punto y final marcial, cuando los cañones ya estaban cansados y las banderas clamaban ser blancas.
La sinceridad en el relato de la Resistencia: mezcla de ClÃo con lo personal.
Penny no es un personaje inventado, y ello refuerza su hechizo, su encantadora forma de explicarnos las cosas, que sólo flaquea al final, cuando la prosa parece adquirir ecos del neorrealismo literario, desde Pavese hasta Vittorini pasando por Moravia, autores que escribieron sus mejores novelas sobre la Resistencia cuando pusieron en el asador carne narrativa y personal, tal como sucede en Il compagno, Uomini e No o La ciociara, libros que emocionan porque en ellos hay partÃculas invisibles que tocan directamente nuestra fibra al estar escritas desde el sentimiento, que es lo mismo que sucede en El cielo se cae, que gana peso precisamente por ser la crónica que honra a seres queridos que desaparecieron en el marasmo, individuos inocentes que tuvieron la mala suerte de padecer aquellos feroces años de racismo, fuego, intolerancia y genocidio. Ya que hemos mencionado pelÃculas, quisiera acabar mi reseña con otro recuerdo fÃlmico. La paz llegó a Italia el 25 de abril de 1945. En Novecento de Bernardo Bertolucci los campesinos se reúnen, ondean la gloriosa bandera roja y cantan himnos partisanos. El espectador, tras seis horas de metraje, se conmueve y llora. Penny reÃa mientras entonaba canciones fascistas. Hay humores que derivan en tragedia, son antesala de llanto y no quieren engañar a nadie, simplemente ejercen su función en ese teatro llamado Historia que nunca cierra el telón y prescinde de guionistas de postÃn porque se vale solo para desbaratar lo que parecÃa ordenado y estable. Lorenza Mazzetti sufrió y tuvo el valor de contárnoslo con honestidad, brillantez y un inusual aplomo, porque desvelar que el piano cambió de dueño a lo largo de una lenta agonÃa requiere mucha solvencia narrativa y un valor extremo en lo personal que hace de su novela un escalofriante testimonio que ya figura con letras de honor en mi estanterÃa.
Jordi Corominas i Julián
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