Antonio Orejudo | Foto: Ivan Giménez

La literatura como coñazo o como coña

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Antonio Orejudo | Foto: Ivan Giménez
Antonio Orejudo | Foto: Ivan Giménez

Víctima de un rapto de demencial atrevimiento, hace algunos años propuse a mis alumnos de Cuento la lectura de un libro extraño, obsceno, que no acaba de ser libro de cuentos ni tampoco novela. Una obra a la cual el lector menos entrenado accede con recelo, después experimenta rechazo, siente alguna arcada e incluso odio visceral hacia la persona que se lo ha recomendado. Pero una vez superados los prejuicios, ese lector –ya menos temeroso, ya más distendido– se permite risotadas, subraya con fruición párrafos enteros, se entrena en el epicúreo trabajo de sumergirse en las capas más profundas del texto… Y una vez completada la lectura no duda en recomendarlo a quien se le cruce, incluso con el riesgo de recibir los improperios que él mismo había infligido antes de subirse a este tren.

Ventajas de viajar en tren es la segunda obra del madrileño Antonio Orejudo, publicada inicialmente en 2000 sin el éxito que merecidamente recogió años después, cuando fue reeditada por Tusquets. Previamente, Orejudo había arrancado algunos aplausos con Fabulosas narraciones por historias (Lengua de Trapo, 1996), solidez que ratificó años después con Reconstrucción y Un momento de descanso (ambas, también, publicadas por Tusquets).

Tusquets
Tusquets

¿Pero por qué cautiva tanto esta novela corta, colección de cuentos o híbrido inclasificable? ¿Por qué aquellos alumnos que empezaron rebufando ante tan salvaje lectura acabaron agradeciéndomelo? Empecemos desarrollando lo evidente, las capas más visibles de la obra: una mujer entabla conversación con su ocasional compañero de tren, un psiquiatra llamado Ángel Sanagustín que le enseña una carpeta en la que almacena narraciones escritas por sus pacientes más complejos. Comienza a relatarle el caso de Martín Urales de Úbeda, que intentó engañar al propio Sanagustín con su poder manipulador, ya que casi consigue convencer al psiquiatra de que se arrojara al contenedor de la basura. De pronto el tren se detiene y el psiquiatra baja a comprar un sándwich, pero se olvida la carpeta y el tren vuelve a arrancar. He aquí la excusa: a partir de entonces Orejudo nos empuja displicentemente a las diferentes historias que cincelan el libro, porque a continuación se transcriben los cinco textos de los casos que atesora la carpeta. Aunque no son cinco sino cuatro los casos, ya que la primera historia es la de la propia mujer del tren, Helga Pato, que al final del libro estará involucrada directamente con el caso del sórdido Martín Urales. A través de esta premisa, de los juegos con la realidad, de los cuentos narrados mediante mise en abyme, con la inclusión de ciertos pasajes escatológicos y la esquizofrenia como elemento central, se bosquejan las capas superiores de la obra.

Ahora bien, lo que pretenden estas capas es ocultar el verdadero corazón de Ventajas de viajar en tren: ser una gran tomadura de pelo al acto de escribir y de leer. Y demostrar, al mismo tiempo, que la literatura es capaz de ser más real que la realidad misma. ¿O acaso no conocemos con más viveza y colorido la vida cotidiana del Siglo de Oro mediante El Quijote que a través de los tratados históricos? ¿O acaso no nos ocurre que cuando visitamos una ciudad por primera vez, pero de la que hemos leído mucho sobre ella, sentimos que ya hemos estado allí? Esto le ocurre a Helga Pato cuando, muerta de curiosidad, visita la casa de Martín Urales de Úbeda para comprobar si aquellas historias que escuchó en el tren son verídicas:

Helga conocía aquella casa (…). Aunque sabía que todo había sido pura invención, Helga Pato no pudo evitar que sus ojos contemplaran el salón de la casa de Martín Urales como si realmente los padres y la hermana hubiesen leído las cartas cerca de la ventana…

Este planteamiento también puede hacernos preguntar cosas como: ¿por qué seguimos leyendo una obra que nos engancha? ¿Por curiosidad, por necesidad? ¿Necesidad de qué? En efecto, algo así experimenta Helga cuando no puede resistir visitar la casa de Urales, incluso a sabiendas del peligro que corre su vida al estar a merced de la locura de este paciente.

Ventajas de viajar en tren es un homenaje a aquel “pacto ficcional” de Coleridge: cuando leemos un libro, los lectores firmamos un pacto con la obra, sabemos que lo que se nos cuenta es mera ficción, pero igualmente aceptamos el artificio. Si no existiera este pacto, claro está, no habría literatura. Y este procedimiento consigue que los lectores dejemos de ver letras impresas para pasar a estar dentro de un tren en movimiento, atravesar el Mediterráneo en patera, o creer que una mujer puede sentirse un perro…

La historia que Ángel Sanagustín relata a Helga Pato no es más que una imitación del procedimiento de este pacto ficcional. Y en ello es fundamental un concepto insoslayable de la escritura narrativa: la verosimilitud; o sea: “engáñame, pero engáñame bien”. Seducida y capturada por la historia que escucha en el tren, Helga Pato acude a devolver la carpeta olvidada, llena de intriga por saber quién es realmente ese tal Sanagustín. Después de haber leído aquellos textos –como el capítulo titulado “Depresión postesquizofrénica”, el de la mujer que se cree perro o el del joven invertebrado que se enamora de una chica deforme–, la incauta Helga advierte que ha sido vilmente timada gracias a tanta dosis de verosimilitud: todas esas historias eran mentira, un puro invento de Martín, personaje que sufre de un cuadro de doble personalidad. Así se lo revela su hermana:

[Estos papeles de la carpeta] parecen testimonios de pacientes esquizofrénicos, pero no tienen ni pies ni cabeza, son un puro disparate. Cosas que se habrá inventado.

Claro, Helga se queda de piedra. Los relatos tan terminantes, tan persuasivos, son los que consiguen embutir a los lectores en una historia, los que apartan a esos lectores de su vida cotidiana y los trasladan a otro mundo, el que el buen autor le proponga. Y para ello ese autor ha de tener una doble personalidad, ser un esquizofrénico (“¿Quién hoy día no es más o menos esquizofrénico?” nos recuerda Sanagustin). Orejudo defiende la idea de que todo narrador –todo buen narrador– debe saber mutar su conciencia, meterse en la piel de cada personaje para conseguir esa verosimilitud. Ser un fabulador, inventar historias que no imiten la realidad, sino que mejoren esa realidad, que la subviertan o se la carguen. Eso es lo que hace Martín y así es como engaña a Helga.

Existen montones de menciones a los códigos propios del acto de escribir. Uno de ello son los registros verbales de los personajes, que el autor relaciona con la borgiana idea de que la literatura es más real que la realidad misma:

La vida real pareció mucho más monótona, monocorde e insustancial que esa otra vida que reflejaba la literatura. Eso dicen los escritores, ¿no? Pues es verdad. Así como los personajes de una buena novela usan registros verbales diferentes, yo pensaba que cada persona [de la vida real] hablaba de un modo marcadamente distinto, y que una conversación, como las discusiones de las novelas, era un corredor de voces entremezcladas, que se contaminaban las unas de las otras, formando una especie de caleidoscopio verbal. ¡Qué decepción! En la vida real casi todas las personas hablan del mismo modo, hablan cono en el telediario o peor.

Y esa mezcla de chanza y homenaje al acto de narrar ya se percibe no solo en el argumento sino también en cuestiones estructurales. De hecho, en la primera parte del libro, encontramos una “historia dentro de otra historia” en la que un personaje relata un hecho sobre un personaje que narra una escena, y en esa escena aparece otro personaje que relata otra historia, cajas chinas en las que entramos y volvemos a salir. ¿Os suena de algo esta estructura? En efecto, se trata de un guiño a Las mil y una noches.

Pero toda esta constelación formal y discursiva no sería tal sin el humor, la verdadera estrella este libro. No de otra manera podría plasmarse la idea de que escribir ficciones no es más que un juego, simple juego que para lo único que sirve es para llevarnos de aquí para allá, como si viajáramos en tren. Así lo insinúa el pérfido Urales de Úbeda:

En el tren [Helga Pato] volvió a encontrarse con Martín Urales.

(…)

–No esperaba volver a verlo –confesó Helga tratando de aparentar normalidad–. Pensé que estaba muerto.

–Es natural. Le ha pasado a mucha gente; pero no le dé más importancia. Son las ventajas de viajar en tren. ¿Le apetece un poquito de conversación?

Quitar hierro, quitar mucho hierro a este siempre solemne y sobredimensionado universo llamado literatura.

En la misma línea, y para que no nos queden dudas de que el libro no es más que una descarada burla al mundo de las letras, hay constantes guiños sobre ello: hay un fragmento que es narrado con el estilo de un contrato editorial; hay un pasaje que se mofa de la perenne tendencia de ciertos escritores a escribir sobre la guerra civil; hay un catedrático que abandona la lectura de estudios literarios porque advierte su inutilidad y petulancia… Y por cierto, no es casual que Helga Pato sea, justamente, una agente editorial. El cazador cazado, un victimario atrapado por sus propios métodos.

Era Onetti el que decía eso de que “la literatura es mentir bien la verdad”… Ventajas de viajar en tren nos reta a dejarnos mentir pero al mismo tiempo a ir en busca de esa verdad, a conseguir nuestra propia verdad y a reírnos una vez la hallemos. En otras palabras: ser tan ingenuos como Helga Pato y tan cabrones como Ángel Sanagustín. Eso es un buen lector. Pero cuidado, sin tanto drama: a fin de cuentas, a toda esa historia de la literatura no hay que darle más importancia que a la vida misma. Como dice el propio Urales de Úbeda:

            […] la verosimilitud me aburre. ¿Para qué tanto esfuerzo en parecer real si todo el mundo sabe que no es más que un libro?

Franco Chiaravalloti

Franco Chiaravalloti (Buenos Aires, 1979) Reside en Barcelona desde 2003, ciudad en la que cursó sus estudios de posgrado en Literatura Comparada. Vivió en Argentina, Italia, Inglaterra y Kenia. Especialista en narrativa breve, desde 2010 imparte clases de cuento y microrrelato en la Escuela de Escritura del Ateneu Barcelonès. Ha publicado los volúmenes de relatos 'Como un cuentagotas que se presiona suave, muy suavemente' (Hijos del Hule, 2009), 'Esos de ahí afuera' (Talentura, 2015; edición argentina de Baltasara, 2020) e 'Insular' (Tres Hermanas, 2020). Además, ha colaborado en numerosas antologías de narraciones breves e hiperbreves, tanto en España como en Argentina. En 2019 formó parte de la comitiva que representó a Barcelona en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.

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