Levanto la vista hacia la mujer que tengo enfrente porque he terminado de leer Hablar con desconocidos. La miro a ella, a la otra que hay frente a mÃ. Observo que está sola, que su única compañÃa es un perro blanco, feo, atado aburridamente a una correa demasiado corta. Observo que intercala llamadas con interlocutores conocidos. Lo sé porque los llama desde su teléfono móvil y evita, asÃ, la posible conversación con alguna otra persona que en ese momento preciso, habite el mismo parque que ella puebla. Una curiosidad en su actitud: sale a la calle acompañando a su perro Toto -pongámosle ese nombre por necesidades del guión-, se queda largo rato en un lugar público y, sin embargo, no espera que se cruce una palabra con ella. El desconocido no entra en sus posibilidades de charla. Pero, entonces, ¿por qué ha bajado a hablar al parque? Toto hace rato que ha hecho todo lo que tenÃa que hacer, asà que ella ya podrÃa haberse ido de vuelta a la casa en la que, deduzco, vive sola con la fiel compañÃa del perrito feo y blanquecino. Y no lo hace. Se aposenta en el banquito verde que hay frente al mÃo y me permite -si no, ¿por qué iba a estar hablando en un lugar público?- escuchar sus variadas conversaciones telefónicas. Variadas por número, y no por otra cosa: su cantinela en cuanto a contenido es radicalmente monótona. Aquella noche parece que sÃ, que por fin pudo descansar, pero fue sólo porque la medicación, por azar, sà le habÃa hecho efecto. Pero no, no está bien. Está ofuscada. Que se lo pregunten si no a Toto, que cada vez que ensaya un pequeño alejamiento es rápidamente tironeado y castigado. ¿Dónde vas a ir?, ¡qué malo eres!, ¡quedate acá conmigo! Y Toto, que nunca pensó en irse, se sienta sobre sus dos patas traseras. No está consternado, pero sà algo confuso. ¿Cómo su dueña puede pensar que la quiere abandonar? Él no es humano.
La culpa de todo esto, pienso, la tiene Skliar. Ha escrito un libro que no es de microrrelatos, que no es de poemas, que no es de prosas sueltas. Es una obra inclasificable, lo cual tiene ya su propio mérito y consigue que hagas un alto en la vorágine del reloj que no se amilana. Lo que sucede es que esos textos que él incluye en ese libro de no más de 130 páginas, quieren dialogar con latitudes enormes de la cronologÃa humana: la meta es prodigiosa. Quisiera el autor escapar de la adultez, planteándola como una edad insulsa. La salida, una salvación al menos, está en las edades del hombre que evitan ese aburrido periodo en el que uno añora la niñez y mira con temeridad y distancia la barrera del más allá de los setenta. Ve, él, una necesidad de ternura en los extremos del camino. Infancia y vejez son latitudes por las que transita el salvavidas. Ese esfuerzo del escritor por inscribirse en el pensamiento del niño es últimamente un rasgo común de la nueva narrativa argentina. El amor nos destrozará, de Diego Erlan, Una muchacha muy bella, de Julián López, o El origen de la tristeza, de Pablo Ramos, quieren también experimentar esa dificultad de escribir desde el niño que uno fue.
Pero lo de Skliar se pretende con una profundidad que por momentos extenúa. Sus micro textos dan cuenta de la imposibilidad del lenguaje y, son, por lo tanto, una contradicción en sà mismos. Avisa constantemente al lector de que la obra que tiene entre sus manos es un despropósito. Porque es inútil nombrar, porque nunca el lenguaje es capaz de asir la realidad que configura, porque el presente es como agua que se cuela por todas partes y que, por lo mismo, desaparece entre el ayer y el mañana que es ese tiempo extraño en el que realmente vivimos.
Skliar ha querido poner de manifiesto el abismo que recorremos en nuestras insulsas vidas. Somos seres perdidos en la variedad del mundo. Ciegos a los detalles que crean la carrera en contra de lo efÃmero. Lo relevante es en relación con el otro, sin él, nada somos. De hecho, de ser algo, nos definimos más bien por la negativa, por lo que no nos ocurrió (“El relato de nuestra vida está hecho de una ausencia completamente nuestraâ€) y, a la vez, no podemos ser sin haber vivido (“Hace falta la ternura de las arrugas, tres noches distintas bajo la lluvia y la timidez de la ignorancia, para que la vida ocurraâ€), y esto recuerda a aquello de Gil de Biedma de que para amar, haber estado solo es necesario.
Hablar con desconocidos, en suma, es un libro arriesgado que enuncia su propia condición inconfortable. Y la exalta. Y es entonces también un elogio de la inutilidad de las cosas, un desafÃo a los tiempos que corren. Y en esa vara de medir tan loca en la que creemos tener algo a lo que aferrarnos, Skliar nos pone la zancadilla para que huyamos del sueño, para que seamos conscientes de que sólo podemos mostrarnos honestos con quien no nos conoce. Tal vez porque ahà nos falta el juicio y el prejuicio, porque ahà no somos quienes creÃmos deber ser.
Por eso, cuando termino de leerlo, ya no miro igual a la anciana del banco verde. Tampoco a Toto. Tal vez en ellos haya más verdad que en estas palabras. O no, tal vez sólo lo sepa si me acerco a la vieja abandonada, si dejo que ella, a mÃ, que de nada me conoce, me cuente por qué, en realidad, lo que más miedo le da es que un dÃa se despierte y no tenga correa con la que agarrar a Toto.
Una delicia este ‘Hablar con desconocidos’ de Carlos Skliar, te traslada a un ambiente muy especial. Muy recomendable