Tango satánico

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László Krasznahorkai | Foto: WikiMedia Commons

“Lo que he dejado atras sigue delante de mí.”

Los relatos que tienen como temática principal los avatares de un grupo de personajes a la espera de acontecimientos es una materia que ha proporcionado una considerable aportación de obras maestras a la historia de la literatura. Los habitantes de una antigua explotación perteneciente al pasado régimen comunista de Hungría permanecen a la espera de algo que debe suceder -no a la espera de que suceda algo, pasivamente-, no tanto por convicción ni por indicios como por necesidad, y tampoco de forma negativa, como amenaza, sino como la única manera posible de dar fin a una situación insostenible que consideran ya saturada y cuyo estado se ven impotentes para modificar en su propio provecho; esta tensa situación de espera y sus posibles escapatorias son el tema central de Tango satánico (Sátántangó, 1985), la novela que el autor de la monumental Melancolía de la resistencia publicó a los treinta y un años.

“Porque luego comprendí que no existe ninguna diferencia entre yo y un insecto, entre un insecto y un río, entre un río y el grito que lo cruza. Todo funciona de manera vacua e irracional, por la fuerza de una interdependencia y de una oscilación salvaje y atemporal, y sólo nuestra imaginación, y no nuestros sentidos condenados eternamente al fracaso, nos incita a creer en todo momento que podemos liberarnos de las zanjas de la miseria.”

Cuando el régimen criptocomunista húngaro, remoto, aislado y en descomposición, ya no da más de sí, la vida en la explotación, un enclave rural gestionado en régimen cooperativo, ha degenerado hasta tal punto que se hace imposible la supervivencia. Una sociedad en franca descomposición, sometida a las inclemencias atmosféricas, al sol y al polvo, a la lluvia y al barro, componen un desolado paisaje de la derrota y el desamparo y tienden a una insoslayable decadencia moral. Bajo un cielo gris plomizo que amenaza con derrumbarse sobre sus cabezas y en la soledad de un otoño improductivo e intimidante, los distintos personajes, cada uno con su decepción y sus miserias, se arrastran por una existencia sin objetivo y sin más aspiración que ver pasar la interminable sucesión de los días sin que nada modifique su insustancial cotidianidad -como el médico, verdadero y aplicado notario de los acontecimientos, que ha perdido su licencia y acampa en un sillón, al lado de la ventana, se rodea de todo lo que necesita para vivir al alcance de la mano y registra la totalidad de sucesos en un complejo sistema de cuadernos-. La única esperanza de sus habitantes es la llegada de Irimiás, el regreso del desaparecido, el redentor, el justiciero, el pentecostal beckettiano que redimirá la miseria y la injusticia y levantará el velo de un futuro lleno de esperanza y prosperidad.

“La tenue luz del sol apenas atravesaba el remolino de nubes que se dirigía hacia el este; una penumbra casi crepuscular inundó la cocina, no podía saberse a ciencia cierta si las manchas que se dibujaban y vibraban sobre la pared eran tan sólo sombras o los signos de mal agüero de la desesperación latente tras la esperanza que abrigaban sus pensamientos.”

La tarea de socialización está encomendada a la fonda, el centro neurálgico de la explotación, que intenta mantener la ficción de foco de accesibilidad que tuvo en el pasado, pero que ha acabado sucumbiendo a las arañas -invasivas e inextingibles, aunque invisibles e indetectables, cuya presencia se manifiesta por el crecimiento incontrolable de las telarañas-, a la inútil acumulación de unas reservas que jamás se consumirán, y a la asistencia de los cuatro parroquianos que la frecuentan porque no tienen un lugar mejor donde ir. Todo ello en medio de la decadencia física que representan la evidente ausencia de limpieza y la acumulación de desperfectos que nadie se preocupa por arreglar; un lugar en el que los odios cruzados se reprimen a base de aguardiente y de insinuaciones que se dan por no comprendidas. Y regentando el tugurio, entre crisis de ansiedad y ataques de odio visceral a sus parroquianos, el fondista, un individuo execrable con unas cuentas pendientes con Irimiás, planeando el desquite entre el polvo y los sacos de provisiones.

“El fondista estaba satisfecho con la creación, pues sabía cómo había de construir los “fundamentos” de su gran sueño. Ya en su infancia y juventud calculaba casi al céntimo el rendimiento que podía sacarles al asco y al odio que lo rodeaban.”

Ahondando en el ambiente oscuro en que se desarrolla la acción, la mayoría de escenas tienen lugar de noche, prácticamente en ausencia de luz, con los primeros fríos de finales de octubre -esos fríos que siempre sorprenden a los desprevenidos con menos ropa de la que sería adecuada-, en medio de la bruma que desdibuja el paisaje, engulle a las personasa y hace aparecer a los fantasmas que vienen a perturbar la paz del lugar, y con la presencia constante de la lluvia, tamborileando sobre los tejados, chispeando en los charcos, empañando los cristales y empapando las raídas ropas de los habitantes de la explotación.

“Las cosas se simplificaron de manera definitiva. Contempló las acacias peladas que flanqueaban el camino, el paisaje que un poco más adelante se perdía en la oscuridad, percibió el olor asfixiante de la lluvia y del barro y no le cupo la menor duda de que estaba actuando de forma correcta y acertada. recordó lo ocurrido durante el día y comprobó con una sonrisa que los hechos estaban conectados; le dio la sensación de que esos acontecimientos no se relacionaban de forma casual y aleatoria, sino que hasta el vacío entre ellos era salvado por un sentido indeciblemente bello.”

Descartada la posibilidad de huida -¿para qué? ¿hacia dónde?-, el modo de liberación más a mano, una vez que los que podían marcharse lo hubieran hecho, en definitiva, los que tenían a dónde ir, parece ser la muerte, porque existe algo que mantiene a los residentes de la explotación anclados al lugar, algo que tiene que ver con el destino, con la fatalidad, con esa parte de su ser que ya está ligada para siempre allí, hasta el punto que ya no les pertenece, que ya no pueden disponer de ella, un genius loci que les tiene aprisionados, anulada su voluntad.

“Nacemos en un mundo cercado como una pocilga, continuó pensando con el cerebro zumbándole, e igual que los cerdos que se revuelcan en su propio fango no sabemos con qué fin nos apelotonamos en torno a las ubres nutricias, para qué luchamos encarnizadamente en el barro, por llegar al comedero o, al atardecer, al lugar donde dormir.”

Algunos hechos, casuales o intencionados, tienen la capacidad de remover la aparente quietud y romper el tenso equilibrio que mantiene la aparente homogeneidad de la sociedad, como la muerte de una niña deficiente, sorprendentemente previa del discurso de Irimías, un ejemplo de demagogia y manipulación, en el que éste consigue que todos se sientan concernidos por la tragedia y que asuman como “penitencia” contribuir a su iniciativa. Es precisamente ese proyecto, a todas luces irrealizable, el que actúa como argamasa para la reintegración de todos los habitantes, incrementa su fe ciega en una especie de pensamiento mágico en el que no cabe ni la crítica ni el escepticismo, una especie de certidumbre inquebrantable no sujeta a ningún suceso que pudiera imponerle la realidad; es tan necesario creer en algo -a los individuos, para mantener su sanidad mental; a la sociedad, para conseguir una homogeneidad de intereses imprescindible para su supervivencia-, que lo que menos importa es la lógica de la creencia.

“Era comprensible que sólo entonces pudieran respirar aliviados, ya que Irimiás no sólo era la fuente de su futuro, sino que bien podía serlo también de su desgracia, de modo que no fue de extrañar que sólo a partir de entonces confiaran en que ahora “todo iría como la seda” y en que hubiera llegado el momento de entregarse por fin a una alegría que dejara atrás las angustias, de entregarse a la ebriedad del alivio y de la repentina libertad, ante la cual incluso “la maldición aparentemente inevitable se vería obligada a retroceder”.”

Acantilado

Formalmente, Tango satánico posee dos características inusuales y complementarias que alteran la lectura de sus páginas. Al lector español puede sorprenderle el hecho de que los diálogos no se escriban después de punto y aparte e iniciados por un guión, sino en medio del párrafo y entrecomillados; aparte de la modificación “topográfica” en la página que representa esa alteración del párrafo usual, contribuye a no romper la otra particularidad: el texto está compuesto por dos Partes de seis capítulos cada una, numerados en forma creciente en la Primera y decreciente en la Segunda, y cada capítulo está formado por un solo párrafo. Esa ausencia de puntos y aparte no es únicamente un recurso tipográfico empleado con fines irreverentes en aras de una supuesta originalidad o inútil frivolidad, sino que dota al texto, de desarrollo lento, detalle minucioso y compleja estructura, de un voluntario ritmo continuo, tanto en el tiempo -cada capítulo consta de un único episodio- como en el espacio -debido a esa particularidad tipográfica-, que le permite acelerar o decelerar el desarrollo sin la brusquedad del cambio de párrafo. Esa restricción, no obstante, obliga al autor a hilvanar las escenas cuidadosamente, mediante cambios prácticamente imperceptibles que le permiten el paso de una a otra sin que la ausencia de corte se quede en una cuestión puramente formal, ya que debe justificar mediante el texto la carencia del signo de puntuación.

En lo referente al contenido, Laszlo Krasznahorkai compone su novela mediante la construcción de unas imágenes que, más allá de su función propia de representación, para la cual deben ser comprendidas, brindan un amplio abanico de posibilidades de interpretación; es en este sentido que la lectura de Tango satánico facilita -exige- la abertura a una multiplicidad de enfoques para no quedar reducida a un texto corriente. Como en el caso de un cuadro que ha estado expuesto a la intemperie, que el paso de los años ha depositado en su superficie una mezcla de grasa y polvo, que la luz ha descolorido ligeramente a la vez que lo ha oscurecido aunque conserve todo el contenido original, el trabajo del autor ha sido librarlo de esa pátina de suciedad, cuidadosamente, para, sin afectar la composición, poner de nuevo a la luz la escena principal y desvelar asimismo los detalles que la suciedad mantenía ocultos.

“Como una imagen de una nitidez fascinante vio ante sí todo el camino que le esperaba, la niebla que poco a poco le envolvía por los dos lados y en el medio, en una estrecha franja luminosa, todos los rostros que se desvanecerían en el futuro, y en aquellos rasgos, la historia infernal de la asfixia.”

Joan Flores Constans

Joan Flores Constans nació y vive en Calella. Cursó estudios de Psicologia Clínica, Filosofía y Gestión de Empresas. Desde el año 1992 trabaja como librero, actualmente en La Central del Raval. Lector vocacional, se resiste a escribir creativamente para re-crearse con notas a pie de página, conferencias, críticas y reseñas en la web 2.0, y apariciones ocasionales en otros medios de comunicación.

2 Comentarios

  1. Este –fácil– pudo convertirse en mi libro favorito (el final me decepcionó). Ahora, abusando de tu amabilidad… ¿Podrías recomendarme algún libro, así, de forma ciega, sin conocerme de nada? (Ando desbordado y ante tantas posibilidades, no sé qué leer).

    Yo podría dejarte una recomendación (en caso que no hayas llegado hacia él): «Circo Familiar»de Danilo Kis, editado también por Acantilado (y las dos primeras obras son , un sí total).

  2. Hola, Ariel. Reconocerás que me propones un reto imposible… aunque si te gusta Kis (sí que he llegado; me parece un autor inmenso), tal vez podrías probar Mrozek, Zagajewski o Tisma. Y, sin que tenga nada que ver, uno de los libros de autor desconocido que me ha sorprendido más de lo que he leído últimamente: ‘Grans Hotel Europa’, de Ilja Leonard Pfeijffer. ¡Un saludo!

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