Leer un libro solo con nuestros ojos: “La interpretación de un libro”, de Juan José Becerra

La interpretación de un libro. Juan José Becerra
Candaya (Barcelona, 2012)

Ricardo Piglia dijo a Bolaño en una conversación (rescatada por El País en marzo de 2011) que “lo que suele llamarse latinoamericano se define por una suerte de anti-intelectualismo, que tiende a simplificarlo todo y a lo que muchos de nosotros nos resistimos. He visto esa resistencia con toda claridad en tus libros, y también en los de otros como DeLillo o Magris, que escriben en otras lenguas. Me parece que se están formando nuevas constelaciones y que son esas constelaciones lo que vemos desde nuestro laboratorio cuando enfocamos el telescopio hacia la noche estrellada”. Unas cuantas constelaciones ocuparían espacio en el signo de Argentina, y una de ellas se encontraría formada por autores como Becerra – Chefjec – Covadlo, con sus complejos sistemas planetarios (los de Alan Pauls), bolsas de polvo y gas (Fabián Casas), agujeros negros (Carlos Vitale), y fabulosas estrellas gigantes, antiguas y rojas que ya no están pero cuya luz nos sigue llegando (caso de Juan José Saer). Si analizan la bibliografía de los mencionados, en todos pueden hallar referencias aplicables al universo. La fuerza que sostiene a todos estos cuerpos distintos dentro del plano lejano tan nuestro no es otra que la fantasía. Y esta fantasía galáctica, transformable en fantasía contemplativa, o dejándola en pura fantasía si se quiere, proporciona en su consumación La interpretación de un libro, última novela del autor de Junín.

La relación afectiva / literaria (que transcurre de manera indivisible) entre Mariano Mastandrea, escritor de Una eternidad, y Camila Pereyra, obsesión y claustrofobia, se mueve con intensidad por las páginas de un libro profundamente coherente con la teoría literaria expuesta en una línea del principio, puesta como por casualidad, pero que constituye una deliciosa trampa en la que Mariano cae una y otra vez, y con orgullo: “el que escribe no sabe lo que hace”. Y dentro de ese “no saber lo que se hace” está la ya invocada fantasía. El escritor, por definición, es alguien que vive en lucha permanente con una serie de fantasías:

– Tipo A, o literarias: la de un Andrés Rivera (un enfrentamiento entre autor y el lector), la de un Bret Easton Ellis (“sueñas un libro, y a veces el libro se hace realidad”), la de un Javier Tomeo (“algunas veces la televisión me parece un invento genial. La enciendes y te vas cargando de mala uva”), la de un Saul Bellow (“ser un crío inestable”).

– Tipo B, o carnales: una amante que hace de editora (o viceversa), un miembro viril con pretensiones de cita, ser un pionero en lo que sea, la superación personal.

– Tipo C, o conceptuales: ser un escritor leído por todos… y después, como diría Juan Villoro, llegar más lejos, a México; y además un escritor leído por una lectora nueva y tal vez única, que lo ama hasta lo más vivo (pág. 69 de La interpretación de un libro).

Mastandrea es, siguiendo esta serie de tipologías de fantasías, un escritor en toda regla, alguien a quien en principio acontece todo aquello que es deseable, pero aun así tiene que continuar batallando contra el fracaso y la incomprensión, elementos que siguen preocupándole. Y tiene razón al preocuparle: ¿qué sería de un escritor al que todo lo imaginado y soñado le acaba aconteciendo? Ciertamente es para echarse a temblar.

Juan José Becerra (foto: D.P.)

No me cuesta imaginar que a Mastandrea no le basta con ser leído. El sentido del humor de Juan José Becerra es un poco cruel (como todo sentido del humor elegante) y creo que este personaje quiere ser un argentino sin patria, un argentino francófono, un hombre que posea a la palabra, además del cuerpo de su lectora ideal. Es aquí cuando me acuerdo de esos versos de Arturo Capdevila: “mientras esto se cumple (…) / no olvides a las cómplices estrellas”. Ya dijimos antes que Mastandrea es esa especie de varón que se empeña en caer una y otra vez en sus errores (como todos), es un Sísifo bonaerense, un tipo que reniega de la crítica aunque sea el primero en abrir los ojos con la primera reseña sobre él con la que tropieza.

Hay un aforismo del zen que citaba mucho Paul Schrader y últimamente me persigue, que dice así: “cuando empecé a estudiar el Zen, las montañas eran montañas; cuando pensé que ya había entendido el Zen, las montañas no eran montañas; pero cuando finalmente alcancé el conocimiento total del Zen, las montañas volvieron a ser montañas”. Y esto es un poco lo que ocurre con la pareja del libro, que hasta no haber alcanzado cierto nivel de comprensión más profundo en esa relación tan enfermiza, no logran ver las cosas tal cual son. Es por eso que llegan a un punto en que se comunican por medio de imágenes televisivas, las citas del libro y reproducciones de obras de Hopper. “Detrás del zumbido regular del narrador de Mastandrea que cuenta todo lo que ve, y lo que no ve también (para algo Mastandrea es escritor), aparecen cada tanto las voces que hablan en su nombre” (pág. 64). Los celos en esta historia impulsan a los personajes a una “necesidad de traslado o aislamiento o regreso a los fondos más remotos de su carácter, alterado por tantos años de actuación en los que tantas veces representó aquello que no fue ni será nunca”. Como bien apunta Becerra, en muchos cuadros de Hopper sus personajes parecen mirar a un punto invisible situado entre ellos y el objeto en el que parecen estar concentrados, pero no es así. De igual modo, el modo de visión de esta novela es el indirecto: una mejor apreciación de las cosas que están situadas en nuestro campo de visión cuando observamos lo que está al lado, exactamente igual que esos borrones de galaxia cercana cuando nos encontramos escrutando el cielo nocturno sin ayuda de un telescopio.

Y es que este rasgo de la observación a simple vista que predomina en cierta parte de la narrativa argentina contemporánea es un sano síntoma de haber empezado a superar ciertos complejos y miedos, de haber abandonado el mal hábito de la comparación permanente y la intelectualidad vacua. Un sano síntoma del que la narrativa española actual debe aprender.

Pero si esperamos que esto sea lo único contra lo que el protagonista de la novela tiene que luchar, nos equivocaremos. Pues al final de todo queda siempre la dicotomía aquella planteada por Jorge Semprún, si la escritura o la vida. Y es al inclinarse por la vida cuando el fin se precipita. Fin que no contaremos, porque ya hemos destripado, o interpretado, más de lo necesario. Prefiero dejar esta reseña con el mejor consejo que dio Marilyn Monroe (presente en el libro como un espectro celeste), ese de La tentación vive arriba para combatir el calor: el placer de guardar la ropa interior en el congelador antes de ponérsela.

Daniel Jándula
www.danieljandula.blogspot.com.es

Daniel Jándula

aniel Jándula (Málaga, 1980) es autor de “El Reo” y la obra conjunta, “Pistolas al amanecer” (ambas en Ediciones Noufront, 2009). Colabora con Ruta 66 y Calidoscopio. Traduce bestsellers y manuales que ayudan a mejorar nuestras técnicas de venta, además de corregir y volcar al castellano libros de todos los temas que puedan imaginarse.

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