Mercè Rodoreda | Foto cedida por Club Editor

Madame Rodoreda (I)

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Mercè Rodoreda | Foto cedida por Club Editor

La muerte y la primavera es una de las novelas más extrañas que se han escrito en el siglo XX. Es sombría, poética, luminosa, perversa, inocente, erótica, hermosa, terrible y devastadoramente triste. Es sencilla y al mismo tiempo incomprensible. Es un alegórico cuento de hadas y también una novela realista, y más realista cuanto más fantástica, y al revés. Es una fábula misteriosa y al mismo tiempo una novela de iniciación a la vida adulta. Es un monólogo torrencial pero también un detallado cuadro de costumbres de un microcosmos que nunca sabremos dónde está. Es intemporal y a la vez nos resulta próxima, y aunque no sepamos muy bien en qué época se sitúa la acción —o siquiera si en ese mundo remoto existe el cómputo del tiempo—, todos sentimos que conocemos muy bien, a nuestro pesar, ese lugar sin nombre donde trascurre la historia. Y por si fuera poco, todos sentimos que esa voz que habla sin parar en la novela podría ser nuestra propia voz.

En catalán, La mort i la primavera se publicó por primera vez en 1986, tres años después de la muerte de Mercè Rodoreda. En realidad, la autora nunca terminó de escribir la novela porque la abandonó a los tres o cuatro años de haberla empezado. Aun así, no es una novela inacabada sino incompleta, que es algo muy distinto. Y no es una novela inacabada porque conocemos el final, y no solo uno sino dos finales contados de forma distinta, según sean las dos versiones de la novela con las que trabajaba la autora cuando decidió abandonarla, o cuando quizá ya no se sintió con fuerzas para continuar. Y ninguno de esos dos finales deja lugar a dudas: el protagonista sin nombre se suicida igual que se había suicidado su padre. Rodoreda, además, llegó a bosquejar una especie de epílogo en el que la voz del narrador seguía hablando después de muerto. Es decir, la novela tiene principio y final y una estructura magistralmente construida que forma una simetría perfecta. Le faltan, eso sí, algunas partes intermedias y algunos capítulos complementarios. Pero esos huecos, lejos de malograr la novela, contribuyen a hacerla mucho más interesante. Todo buen escritor sabe la importancia que tienen los vacíos —lo omitido, lo no narrado— a la hora de lograr que una historia alcance su mayor poder expresivo.

Mercè Rodoreda empezó a escribir La muerte y la primavera hacia 1960, cuando tenía cincuenta y dos años y vivía en Ginebra con su pareja, el crítico y escritor frustrado Armand Obiols (Joan Prat en la vida civil). La historia de amor de Rodoreda y Obiols fue una de las más hermosas de la literatura catalana, pero como suele pasar con las historias de amor, también fue una de las más tristes. Rodoreda era una mujer muy reservada a la que no le hacía ninguna gracia hablar de su vida privada, pero sus biógrafos han podido reconstruir su vida sentimental —y su agitada vida de exiliada en Francia tras la guerra civil— gracias a sus cartas y gracias a las pocas cosas que quiso contar en algunas entrevistas. Si al- guien ve una foto de Rodoreda madura en su estudio de Ginebra, fumando feliz tras su máquina de escribir, podría pensar que esa mujer ha llevado una vida aburrida y tranquila. Pero nada de eso es verdad. La vida de Mercè Rodoreda —y eso se refleja muy bien en La muerte y la primavera— fue cualquier cosa menos aburrida y tranquila. Y aquí se hace inevitable un poco de historia.

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En enero de 1939, poco antes de que Barcelona fuera tomada por las tropas franquistas, Mercè Rodoreda huyó rumbo a la frontera francesa. Rodoreda no tenía militancia política, pero había trabajado en la Generalitat y temía represalias. Además, había publicado cuatro novelas en catalán y diversas crónicas y entrevistas en la prensa catalanista. Cuando huyó de Barcelona, Rodoreda tenía treinta años y un hijo de nueve, Jordi —al que dejó al cuidado de su abuela—, fruto de un matrimonio impuesto con su tío carnal, Joan Gurguí. La familia de Rodoreda, agobiada por las dificultades económicas, la había empujado a casarse con su tío cuando ella tenía veinte años y él tenía ya treinta y cuatro. Como es natural, el matrimonio fracasó y Rodoreda logró separarse de su marido en 1937, gracias a la nueva ley republicana de divorcio. Si el lector de La muerte y la primavera se sorprende por la permanente aparición del fenómeno de la consanguinidad en ese pueblo sin nombre situado en una comarca también sin nombre, debería tener en cuenta que Mercè Rodoreda tuvo que casarse con un tío carnal y tuvo de él un hijo que era también primo hermano  suyo.

En Francia, Rodoreda encontró refugio en el castillo de Roissy-en-Brie, cerca de París, donde el gobierno francés había instalado a un numeroso grupo de intelectuales españoles huidos de las tropas franquistas. Y fue allí, en Roissy, donde Rodoreda conoció a Armand Obiols, un intelectual de gran prestigio —y escasa obra— cuya mujer e hijo se habían quedado en Barcelona. Desde entonces, Rodoreda y Obiols empezaron a vivir juntos una humilde vida de exiliados sin patria ni recursos. Pero todo aquello se acabó cuando los nazis invadieron Francia.

En junio de 1940, el día antes de que los alemanes ocuparan París, Rodoreda y Obiols tuvieron que huir a pie, llevando sus maletas en un cochecito de bebé que había quedado abandonado. En su éxodo, fueron testigos del bombardeo del puente de Beaugency y del incendio de Orleans. Las escenas de muerte y destrucción que vivió Rodoreda en medio de la desbandada general, durante las tres semanas que duró su huida a pie por el centro de Francia, inspirarían más tarde muchos de sus relatos y la novela Cuánta, cuánta guerra (1980). La parodia de guerra civil que aparece en La muerte y la primavera, y que el peculiar humor de Rodoreda cuenta como si fuera una grotesca película del Gordo y el Flaco —solo que con instrumentos mortíferos en vez de tartas de nata—, sur- gió de sus recuerdos de la guerra en Barcelona, pero también de lo que vio en esas tres semanas que pasó huyendo por Francia.

En 1941, en Burdeos, Obiols fue internado en varios campos de trabajo para refugiados extranjeros al servicio de un organismo del Ministerio de Armamento nazi que usaba mano de obra esclavizada. Trabajó en él hasta la liberación de Francia en 1944. Rodoreda y Obiols siempre sospecharon que algún miembro de la colonia de exiliados catalanes lo había abandonado a su suerte porque vivía en “situación irregular”, y aunque esa sospecha nunca pudo ser probada, el ambiente asfixiante que se respira en La muerte y la primavera demuestra que Rodoreda se la había tomado muy en serio. Obiols, políglota y eficaz, supo hacerse con un cargo en las oficinas del campo y logró salir medianamente bien parado de su encierro. Pero tuvo que pasar muchas noches en vela registrando partidas de internos reclutados a la fuerza y llegó a sufrir una enfermedad misteriosa que le hacía vomitar todo lo que comía. Rodoreda, por su parte, tuvo que tra- bajar en una fábrica textil. Fueron tiempos muy duros. El abrigo que llevaba en invierno lo había heredado de una judía austríaca —su primera profesora de inglés— que se había suicidado para no caer en manos de los nazis.

Estas experiencias la marcaron para siempre. Por un lado, Rodoreda descubrió que solo la literatura podría liberarla de lo que había vivido, pero al mismo tiempo empezó a convertirse en una mujer que ocultaba, bajo su aparente dulzura, una dureza anímica que podía llegar a ser cruel. En una carta de 1945 a su amiga Anna Murià, hablaba de vengarse de sus enemigos escribiendo novelas una detrás de otra. ¿Enemigos, qué enemigos? Rodoreda no tenía militancia política ni actividad pública destacable. ¿A quiénes se refería? ¿A los que la habían criticado por su vida amorosa, resumida en ese temible eufemismo de su “situación irregular”? ¿A su propia familia? No lo sabemos.

En 1946, al año de acabar la Segunda Guerra Mundial, Obiols y Rodoreda regresaron a París y se instalaron en una buhardilla cerca de Saint-Germain-des-Prés. En esos años, cuando era imposible publicar en Cataluña por la prohibición absoluta del catalán, los dos consiguieron sobrevivir de milagro gracias a las colaboraciones en algunas fantasmagóricas revistas de exiliados. En 1948, la tensión de esa vida miserable empezó a pasarle factura: Rodoreda sufrió una parálisis somática en el brazo derecho de la que le llevó mucho tiempo curarse. El brazo lisiado de la madrastra quizá nació ahí.

Mientras tanto, Obiols consiguió hacerse con una biblioteca de más de mil volúmenes. Era un tipo curioso ese Obiols: tenía pasión por escribir cronologías de todos los hechos que vivía, pero luego no convertía esas notas en relatos ni en novelas. Solo leía, leía sin parar, y de vez en cuando escribía poemas y artículos dispersos. Según él, la creación se le resistía porque poseía una “imaginación demasiado lógica o geométrica y la realidad siempre es mucho más matizada, o al menos mucho más desordenada”. Como lector, Obiols no soportaba los excesos de la retórica ni la banalidad. Mercè Rodoreda, que admiraba la inteligencia crítica de Obiols, hizo suyas esas antipatías y las convirtió en la base de su estilo.

En 1954, Rodoreda y Obiols se fueron a vivir a Ginebra porque él había encontrado un trabajo de traductor en la Unesco. Fue su primer periodo de desahogo económico, pero en Ginebra se intensificó el aislamiento en el que vivían los dos. Si en París habían tenido muy pocos amigos, en Ginebra solo se tenían el uno al otro. Desde finales de los 40, Rodoreda había empezado a escribir poesía y cuentos y bosquejos de novelas. Obiols siempre había sido para ella su crítico más despiadado, pero también el lector fiel que la ayudaba y le trasmitía confianza. “No te extrañe que para mí Cataluña haya quedado reducida a esta habitación”, le dijo una vez Rodoreda al editor Josep Maria Castellet en su estudio ginebrino.

En 1960, Obiols encontró trabajo de traductor en la Organización Internacional de Energía Atómica y se fue a vivir a Viena. Por razones que desconocemos, Rodoreda se quedó en Ginebra. Desde entonces su relación con Obiols pasó a ser casi siempre epistolar y se fue produciendo un progresivo distanciamiento

entre los dos. Las cartas de Obiols desde Viena ya no concluían con un “t’estimo”. También hay rumores de que Obiols tenía una relación con otra mujer en Viena. Rodoreda empezó a sentir el peso agobiante de la soledad, que compensó escribiendo sin parar. De ahí que los años de vida solitaria en Ginebra fueran muy productivos: Rodoreda escribía a la vez cuatro novelas distintas, que le enviaba en manuscrito a Obiols para que éste las revisase y corrigiese. Todos los originales volvían de Viena llenos de sugerencias, además de largas cartas con extensos comentarios críticos.

Fue en esos años cuando la autora se embarcó en La muerte y la primavera. En 1961, al terminar la primera versión, Rodoreda le envió una carta a su futuro editor, Joan Sales, en la que le explicaba cómo era el libro:

“La muerte y la primavera es muy bueno. Terriblemente poético y terriblemente negro. En mi estilo actual: primera persona y procurando decir las cosas de la manera más pura y más inesperada (…) Será una novela de amor y de soledad infinita”.

Amor y soledad infinita: esa es la clave de la vida de Mercè Rodoreda. Y esa es la clave de La muerte y la primavera. Como es evidente, la soledad surgía de la distancia que había entre Obiols y ella, sí, pero también de la distancia terrible que separaba a Rodoreda de todo lo que amaba: la alegre Barcelona del periodo republicano, los recuerdos de su infancia feliz y una vida libre en Cataluña.

Cuando Obiols murió en Viena, en el verano de 1971, la soledad de Rodoreda se agudizó aún más. Muerto Obiols, Rodoreda ya no tenía el lector privilegiado que justificaba todo lo que ella iba escribiendo. Es cierto que por aquel entonces Rodoreda se había convertido en la escritora más leída en Cataluña gracias al éxito editorial de La plaza del Diamante. Pero muerto Obiols, Rodoreda ya no podía engañarse pensando que tenía a toda Cataluña en su apartamento de Ginebra. En algún momento se planteó dejar de escribir. Por fortuna cambió de idea dos o tres años más tarde. En 1973 quitó la placa de la puerta de su estudio ginebrino que decía “Monsieur Prat” y colocó otra placa: “Madame Rodoreda”. Y poco a poco, empezó a trabajar de nuevo en su novela interrumpida, Espejo roto, que acabó publicando en 1974. En uno de sus mejores cuentos de los años 50, La salamandra, Rodoreda cuenta la historia de una mujer quemada por bruja a causa de sus amores prohibidos y que en el mismo cadalso se convierte en una salamandra resistente al fuego. Rodoreda, igual que la salamandra del relato, logró sobrevivir al fuego como mujer y como escritora. Madame Rodoreda.

Pero si Rodoreda logró sobrevivir como mujer y como escritora, ¿por qué no logró terminar La muerte y la primavera? En la correspondencia con Joan Sales se pueden rastrear los estadios por los que fue pasando la novela. Desde el primer momento, al leer los capítulos iniciales, Obiols se había dado cuenta de que podía ser una obra maestra. Rodoreda, confiada, redactó una primera versión que presentó al premio Sant Jordi, en 1961, pero igual que le había pasado el año anterior con La plaza del Diamante, la novela no ganó. En su día, La plaza del Diamante llamó la atención de Joan Fuster, miembro del jurado, que se la recomendó al editor Joan Sales, quien la publicó entusiasmado y logró que se convirtiera en un éxito de ventas a escala catalana (en diez años logró vender unos 50.000 ejemplares, algo insólito en la literatura catalana de la época). En cambio, La muerte y la primavera no parecía gustar a nadie aparte de Obiols. Sales se mostraba cauto porque desconfiaba de las novelas que denominaba “irrealistas”. El jurado del premio Sant Jordi no le prestó atención. Obiols, sin embargo, seguía animando a Rodoreda a escribirla introduciendo cambios sustanciales. La autora alteró por completo la primera versión y amplió los tres capítulos iniciales a cuatro. Pero la cosa no cuajaba. En junio del 63, en una carta a Sales, Rodoreda le decía:

“Antes de terminar La muerte, descanso porque ya estoy harta de tirar páginas y páginas a la papelera”.

Durante ese descanso se embarcó en la escritura de otra novela que también sería un gran éxito editorial, La calle de las Camelias (1966).

Eduardo Jordà

Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956) es narrador, poeta, traductor y profesor de escritura creativa. Entre sus obras destacan la novela ‘Pregúntale a la noche’ (2007), los libros de relatos ‘Playa de los Alemanes’ (2006) y ‘Yo vi a Nick Drake’ (2014), los libros de viajes ‘Tánger’ (1993) y ‘Norte Grande’ (2002), y una antología de su obra poética, ‘Pero sucede’ (2010). En el volumen ‘Lo que tiene alas’ (2014) ha reunido catorce lecturas en profundidad de los clásicos de la narrativa breve, de Gógol a Raymond Carver. También ha traducido, entre otros, a Conrad, Stevenson, Thoreau, James Salter, Blai Bonet y Mercè Rodoreda.

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