Marcelo Rizzi | Foto: Héctor Río

Una música enigmática

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Marcelo Rizzi | Foto: Héctor Río

El libro de los helechos, de Marcelo Rizzi, nos conduce a repensar la relación entre obra y trabajo, y el modo en que el lenguaje consume ciertas definiciones sobre sí mismo cuando las verdades se suspenden en burbujas de confort. Es decir, el espíritu de lo manuscrito como arte poética en tensión con otras resultantes de este binomio: productos en serie, condiciones de producción, etc. En este caso (como en el de cierta poesía consciente de este aspecto) lo que está en proceso adquiere un carácter perpetuo y principal. Es en ese estadio que el trabajo artesanal de la escritura no busca ni alcanza la categoría de “obra”. Los cristales de helechos que receta el acápite («Reducid a cenizas un helecho, disolved esas cenizas en agua pura y haced que se evapore la solución. Nos quedarán unos bellos cristales que tienen la forma de una hoja de helecho». Abate Pierre Lorrain de Vallemont-Curiosités de la Nature et de l’Art sur la végetation oul’ Agriculture et le Jardinage dans leur perfection. Paris, 1709) no sirven para adornar los modulares de la vida.

“Con fe de amanuense
haz que tu mano
vibre sobre el azar”.

Barnacle Ediciones

El valor de consejo y la imperatividad magistral trazan a lo largo del poemario un vínculo con los herbarios antiguos. Incluso el carácter terapéutico de aquellos libros podría leerse como vertiente de una concepción órfica del cuerpo: la mano que tañe el curso de las cosas con fe en sus correspondencias. Armonía, visión, elevación son algunos de los núcleos que se imbrican en este lenguaje.

La poesía de Rizzi establece un tono y un código. No negocia con modas conjeturales ni con deslices del habla; si hay voces (“me acusan luego de hablar / con fantasmas”) entran en la sintonía adecuada al sistema. La lengua: “máscara que hay tras la máscara, / ropas que al final nunca se queman, / gotas de ajenjo morado que beben / de a sorbo los hombres crispados”.

Uno de los tantos versos inquietantes dice: “la materia es incómoda”. Lo sensible resulta ser un puente para trascender:

“Vean esta naranja
que ha convertido su mineral
en exquisita fragancia”.

Hablar de una época es también hablar de sus pérdidas, explorar sus ruinas y recobrar la sabiduría que suele resguardarse en los códices de la buena memoria. Porque, a pesar de ciertas inclinaciones ruidosas, la poesía no es un acto a contratiempo, sino un acto que surfea heroicamente la experiencia de lo finito. Y ahí estamos: leyendo las propiedades de una música enigmática y curativa mientras resolvemos qué hacer con las máscaras.

«Me palpan de armas primero,
me acusan luego de hablar
con fantasmas;
me interrogan más tarde
por esos pájaros que al vacío
desde ayer se arrojan;
la materia es incómoda, aclaro,
y a veces no se sienten
del todo completos:
encienden sus pechos
con fosforitos del alba
y ensayan clavados perfectos
en lagos que de tan profundos
los ven como prados y espejos».

Diego García

Diego L. García nació en Berazategui, Buenos Aires, en 1983. Es Profesor en Letras, egresado de la Universidad Nacional de La Plata. Escribe poesía y crítica. Entre sus últimas publicaciones se encuentran los libros de poesía 'Esa trampa de ver' (Añosluz editora, 2016), 'Una voz hervida' (Jámpster e-books, 2017), 'Una cuestión de diseño' (Barnacle, 2018) y (fotografías) (Zindo & Gafuri, 2018). Colabora en las revistas 'Transtierros' y 'Jámpster', entre otras.

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