Aleksandra Lun | Foto: Mirna Pavlovic | Editorial Minúscula

¿Extranjeros, de qué?

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Aleksandra Lun | Foto: Mirna Pavlovic | Editorial Minúscula

Cuenta Tzvetan Todorov en El miedo a los bárbaros que los griegos “se permitían dividir la población mundial en dos partes diferentes: los griegos, es decir, “nosotros”, y los bárbaros, es decir, “los otros”, los extranjeros.” Luego añadía “Para reconocer la pertinencia a uno u otro grupo se basaban en el dominio de la lengua griega: los bárbaros eran entonces todos aquellos que no la entendían y no la hablaban, o la hablaban mal.” Esta concepción duró hasta que a Estrabón, basándose en un tratado de geografía y de etnografía hoy perdido de Eratóstenes, se le ocurrió estirar la ecuación, percatándose de “como nosotros no podríamos hablar su lengua”, para que enseguida diese con el inverso (o reverso) de la concepción y afirmar que “para los bárbaros cuya lengua no sabemos, nosotros somos los bárbaros.”

La idea del extranjero ligada a la lengua siempre fue un territorio difuso donde las concepciones relativas y absolutas se disputaban la hegemonía. ¿Quiénes son los dueños de una lengua? Probablemente, todo aquel que la utiliza, tanto si la habla como si la escribe, o incluso todo aquel que la utiliza destruyéndola. En el uso reside la supervivencia de cualquier lengua y, por extensión, la supervivencia de todos los mundos posibles que se llegan a crear con ella. Bien lo sabemos con lo que nos han legado Conrad, Achebe, Canetti, Nabokov, Beckett, Kristof, Chraïbi y Cioran entre otros. Todos ellos escritores que escribieron sus mejores obras literarias en una lengua que no era su lengua materna.

Editorial Minúscula

Este asunto es la trama principal de la que trata la primera novela de Aleksandra Lun. Los palimpsestos (Minúscula, 2015) transcurre en un manicomio belga cuyo protagonista, Czesław Przęśnicki, es un escritor polaco que escribe en antártico. Przęśnicki después de publicar su primera novela, Wampir, desencadena la furia de los escritores antárticos que, además de perseguirle y propinarle las palizas que merece todo escritor que usurpa una lengua que no le pertenece, acaba hospedándose misteriosamente en el psiquiátrico de Lieja para que le extirpen todo ánimo de escribir en una lengua extranjera mediante la terapia bartlebiana que tiene como objetivo “la reinserción lingüística”. Terapia cuyas “bases las sentó un psiquiatra suizo de Herisau, el doctor Pasavento, quien en su ensayo Bartleby y compañía habló por primera vez de los escritores que dejaban de escribir”, apunta Lun.

La historia, en forma de trepidante sátira, a veces delirante y desesperante y otras hilarante, se desarrolla lúcidamente en tres habitaciones.

La primera es el dormitorio que Przęśnicki comparte con el religioso Kalinowski, acérrimo devoto del papa Wojtyła. En este escenario se enfrentan la duda cartesiana y la verdad absoluta que comporta toda fe religiosa. El religioso sume a su compañero de habitación a toda una suerte de rituales y artificios para sosegar su deriva. Cuando no son bendiciones o rocíos de agua son cantos gregorianos y discursos de Wojtyła a todo volumen en la televisión. Siempre que Przęśnicki puede esquivar el acorralamiento al que le somete su compañero de dormitorio se refugia en el baño para escribir su segunda novela, Kaskader, en las viejas páginas del periódico flamenco De Standaard, escrito en neerlandés. Y es entonces cuando Kalinowski se pone a pedalear en una bicicleta estática para que el dilema no desaparezca.

La segunda habitación es el despacho de la psiquiatra que dirige el manicomio. El único empeño de la doctora es que Przęśnicki deje de escribir en una lengua extranjera. En todas las sesiones que llevan a cabo, la psiquiatra se arma con un cuaderno donde lo apunta todo, como una fiel y torpe reproducción de una realidad que se alcanza sin necesidad de ficción, y se arma también de una mirada impasible que todo lo penetra y que, cada vez que se la dirige a su paciente, éste agacha la cabeza, se pone nervioso y se echa a llorar desconsoladamente. Por el despacho irrumpen otros pacientes y huéspedes del manicomio. Ahí aparecen Nabokov, Beckett, Ionesco, Cioran, Kristof, Conrad. Todos aquejados del mismo síndrome y sometidos a la misma terapia. ¿Por qué escribes en una lengua extranjera?, interroga cada dos por tres la doctora a sus pacientes. Y no es que no haya una respuesta, sino que existen tantas respuestas posibles como huéspedes en el manicomio. “¿Extranjeros de qué, de la literatura?”, le espeta en un momento un furioso Nabokov a la doctora. Como la terapia nunca acaba dando sus frutos, siempre aparecen los enfermeros para ultimar el trabajo y vestir a los pacientes con la camisa de fuerza, pinchándoles con beneficiosos somníferos. Todos los escritores habitantes del psiquiátrico se interesan sobre lo que escribe Przęśnicki y ante la mítica pregunta ¿de qué va tu novela?, el protagonista responde como si fuera un tweet resumido en 144 caracteres:

“Sobre un doble polaco que de día salta al vacío en los rodajes de las películas de acción y de noche escribe una novela en un observatorio astronómico.”

La insatisfacción sexual de Czesław Przęśnicki y sus constantes lloriqueos junto a la permanente mirada impasible de la doctora conforman parte de los ingredientes por los cuales bascula la dialéctica de este despacho de Los palimpsestos.

La tercera habitación es un escenario de oídas. Es la sala de tratamientos de donde salen a menudo gritos, lloros, alaridos y golpes. Przęśnicki nunca la ha visitado pero nos invita a imaginarla como la habitación propia de cualquier escritor, como el escritorio ideal, donde la soledad de la escritura es acompañada por el proceso de las sensaciones que, más tarde, la impregnarán hasta culminarla en algo que se deje leer.

Aleksandra Lun hace saltar por los aires todas las costuras de la literatura ligada a los preceptos de una nación, ya sea cultural o política, y abraza la inmensidad de la desenvoltura universal que caracteriza a la literatura y al arte. Característica que le permite propagarse sin necesidad de fronteras. Lo simbólico en Los palimpsestos adquiere vida y esta vida va pareja a una realidad que cada vez cuenta con más adeptos.

“El extranjero más extranjero de todos es aquel que escribe en otro idioma, en virtud de una doble extranjería: la de la escritura, que es una traición al mundo, y la de escribir en una lengua que no es la materna, que es una traición al habla. Pero tal vez en esta traición a la lengua de origen radica la sola salvación posible, el único perdón al que puede aspirar un escritor por haberse apartado del mundo y del habla. Porque todo escritor, bien visto, se hace escritor gracias a esta traición, se aparta de la lengua madre para adoptar una lengua que no es la propia, una lengua extranjera, una lengua sin lágrimas. Se abdica del idioma materno porque se abdica del llanto y se abdica del llanto porque sólo dejando de llorar se puede escribir.”

Nos dice Fabio Morábito en su ensayo El Idioma materno. Czesław Przęśnicki quiere dejar de llorar para sólo escribir. Ese es su único afán.

Si en algún momento algún lector se ha sentido extranjero dentro de los  límites que él mismo se ha marcado, leer Los palimpsestos puede empujarle a que se libere de esas barreras, conciliándole con un sentimiento de extranjería desprejuiciado y carente de miedo. Parafraseando una máxima que Todorov (por cierto, otro escritor de la larguísima lista de los escritores que escriben en una lengua que no es su lengua materna) dejó impresa en El miedo a los bárbaros, podríamos afirmar que el miedo a los extranjeros es precisamente lo que nos puede convertir en extranjeros.

Mohamed El Morabet

Mohamed El Morabet, nació en Alhucemas (Marruecos, 1983) y vive en Madrid desde 2002. Cursó estudios de Ciencias Políticas y de la Administración en la UNED. Colaboró con Planeta Fututo de El País. En enero de 2016 publicó en Babelia el cuento 'Borges, él y yo'. 'El último halaiqui' es un extracto de su primera novela 'Infinitos sonrientes'.

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