La relación de los campesinos con la ciudad, esa mezcla de miedo y fascinación, el menosprecio como mecanismo de autodefensa para sobreponerse a su evidente complejo de inferioridad, podrÃan ser los cauces en los que circula Los paÃses (Les Pays, 2012), la novela de Marie-Hélène Lafon, una autora prácticamente desconocida en lengua castellana pero titular de una extensa obra narrativa que la ha hecho acreedora de multitud de premios literarios en Francia, su paÃs de origen.
«Con mujeres como Claire, que no querÃan cargarse con una familia, soportar un marido, unos hijos, y vivÃan en pisos atestados de libros, iban a los espectáculos o a ver pinturas en los museos, en ParÃs, en Austria o en Nueva York, en vez de criar niños y ocuparse de la casa, con mujeres como ella, que ganaban su dinero sin depender de los hombres, pronto llegarÃa el fin del mundo.»
Es posible que, como en otros muchos y variados aspectos de la vida francesa, Balzac -su nombre estará presente a lo largo de esta reseña; su presencia en la novela es igual de permanente- cubriera todo el abanico de posibilidades de forma tanto esquemática como exhaustiva, pero es probable también que la summa del turenés pueda aprovecharse de cierta actualización que no redundará en perjuicio sino, al contrario, en mejora de su versión del Registro Civil. A medida que avanza la acción, el rastro de Balzac, al que la literatura debe la caracterización canónica del provinciano en ParÃs, de las relaciones entre este y el habitante capitalino y el estatuto de ese relato como tema literario, se va haciendo más presente y acaba por iluminar la totalidad del cuadro pintado por Lafon que, más que una parodia, acaba constituyendo un homenaje que la autora utiliza en la parte central de la novela, cuando la acción parece requerirla.
La ciudad ha actuado, a lo largo de la historia, como polo de atracción para los habitantes de provincias por su oferta de oportunidades no solo para aquellos que se ven espoleados por la ambición sino también para los que ven amenazado su sistema de vida en la provincia, opulenta pero balzaquiana al fin y al cabo. Pero el trasplante del campo a la ciudad no es posible siempre porque la fuerza magnética de la tierra, sobre todo para el campesino, es inevitable; aunque, roto el hielo por la generación anterior e inoculado el veneno bajo la excusa del progreso o de la prosperidad, el trasvase de la generación siguiente parece inevitable.
«[…] tenÃan menos de treinta años, cayeron en la cuenta, pues, supieron que no podrÃan vivir como habÃan vivido sus padres y los padres de sus padres y tantos otros antes de ellos. El viento de las ciudades soplaba, el mundo alrededor era extenso y empezaba a existir, en la televisión, en los periódicos, pero también en los papeles del banco, y los reglamentos las normas las primas los cargos, aquello se acababa, eran los últimos.»
Para que esa mudanza sea provechosa, es imprescindible tejer una nueva red de relaciones que sirvan para la nueva situación, unos puntos fijos capaces de aguantar una caÃda desde una altura diferente y cualitativamente superior de la que se daba en la provincia, y con unos nudos capaces de formar una nueva malla. A pesar de ello, existe una amenaza permanente para el emigrado a la capital: la imposibilidad de asumir el fracaso en su empeño cuando se le ha concedido el papel de representante y depositario de la esperanza del clan familiar con respecto al progreso y al futuro. En todo caso, no solo cambia el marco de referencia sino que los apoyos con los que siempre se podÃa contar han desaparecido; es cierto que pueden buscarse otros, pero su naturaleza -la incondicionalidad, la autoridad, la proximidad, la costumbre- será distinta.
«Allá arriba habÃan empezado a segar, si el tiempo era bueno; cada vez empezaban más pronto; en ninguna granja, o casi, ya nadie se cuidaba de rastrillar en los rincones y recodos, avanzaban sin preocuparse de los detalles; ya nadie esperaba, como habÃa hecho el padre, a que los niños salieran del colegio, los últimos dÃas de junio, para atacar el trabajo rudo, la auténtica siega del heno, después del aperitivo, el ensilado, que se practicaba lo más tarde a mediados de junio en cuanto la hierba estaba preparada y el tiempo era más o menos el adecuado. En el parque de Luxemburgo, bajo las frondosidades galantes de aquel jardÃn urbano que ella estaba descubriendo, Claire pensó en eso. No tanto en los de allÃ, los que estaban atrapados en las redes de las grandes tareas estacionales, como en las cosas en sÃ, en el arce del patio, el rÃo, la hierba, la hierba sobre todo antes de que la sieguen ellos, el padre o el hermano, la hierba como oleaje flexible.»
Tal situación redunda en el desarraigo progresivo del emigrado a la ciudad, la pérdida de los referentes campesinos, más por dejación involuntaria que por empeño propio, la amputación del marco vital del pasado, la disolución del nexo fÃsico y mental, el alejamiento del núcleo familiar, que va perdiendo influencia a medida que su presencia se hace esporádica, y las aspiraciones de la niñez, abandonadas con el cambio de residencia y canjeadas, a la fuerza, por otras socialmente más elevadas, pero cuya persistencia, aunque olvidada, consigue traerlas al presente cuando las nuevas se muestran esquivas o, a lo peor, imposibles de alcanzar.
«En la madriguera de las ciudades las cosas tienen un lugar, el territorio del interior está bajo control. El mundo enorme palpita en sus alrededores, golpea y bate al otro lado de las ventanas, de la puerta, de las paredes, del techo, del suelo.»
Al cabo de veinte años de la llegada a la capital, Claire, en plena cuarentena, efectúa un repaso de su vida desde la niñez hasta la actualidad, relacionando etapas, lugares y experiencias. Sus dos tiempos, la infancia rural y la madurez capitalina; sus dos espacios, la provincia y la ciudad; y sus dos cuerpos, el de la joven provinciana que llega a la capital y el de la cuarentona asentada en la ciudad; todos ellos han acabado configurando dos paÃses, geográficos, sÃ, Auvernia y ParÃs, pero también mentales, provocando en ella un fenómeno de disociación que intenta remediar a través de la escritura.
«Claire escuchaba a Alain, opinaba y daba la réplica, sorprendiéndose al encontrar en sus modos de decir unos giros cuyo uso ya habÃa perdido en su vida nueva y segunda; pero sentÃa, más que saber, que algo se habÃa perdido, habÃa sido abandonado, algo que no remitÃa al luminoso paraÃso de las infancias; no existÃa paraÃso, de las infancias nos escapamos; en ella, en su sangre y bajo su piel estaban infusas unas impresiones fuertes que formaban paisaje y componÃan el mundo, eso lo tenemos dentro, habÃa que ampliar la vida, ganarla y ampliarla gracias a la mediación única y muda de los libros.»
Lafon despliega una prosa ramificada y envolvente, con ausencia de diálogos, que avanza en pos de los personajes que, además de protagonizar los diversos episodios, son utilizados para caracterizar situaciones relacionadas con la trama de forma directa o que cumplen su función ampliando la información proporcionada por el autor; un encadenamiento no tanto causal como posicional que más que describir, expone, y en el que los hechos pierden sus diferentes grados de preponderancia para presentarse en toda su amplitud en una sucesión ininterrumpida de cuadros. Se trata de una prosa sin duración en la que el tiempo es un elemento accesorio, pues pasado y presente se muestran de forma simultánea como si el conjunto de relaciones que los conectan fueran exclusivamente de forma biunÃvoca, cuando el pasado es capaz de influir de forma inevitable en el presente deja de ser pasado para convertirse en parte del mosaico existencial inscrito en un solo plano, el que configura ese presente continuo que denominamos hoy.
La importancia de la geografÃa en la obra de Lafon, esa Auvernia que se erige casi en un personaje, trae a la mente la obra de otro escritor de la región central de Francia, el lemosÃn Pierre Bergounioux, algunos años mayor de Marie-Hélène pero, sin discusión, perteneciente a la misma generación geográfica, temática y de estilo.