Foto: Conner | Pexels Commons

Insinuaciones de una ciudad

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Foto: Conner | Pexels Commons

De vez en cuando ocurre que, por razones diversas, se puede llegar a confundir el momento presente que cada quien vive en su carne y en sus huesos con los aspectos más nebulosos de un sueño. Explicaciones bioquímicas y psicológicas existirán, pero la sensación va acompañada de un desasosiego muy peculiar, ya sea por la extrañeza con la que en momentos así se presenta el mundo o por la libertad, esa horrible libertad, de creer por unos instantes que todo es una ilusión atrapada en las cámaras secretas del cerebro. Hacerse consciente, lúcido, durante un sueño siempre es curioso, y es esa sorpresa la que colapsa el escenario y trae de vuelta al durmiente a los achaques de la cama, los calambres del cuerpo o las preocupaciones del trabajo que dificultan cualquier descanso. ¿Quién dice, en esas horas negras, que esta supuesta realidad tan sólida a la que despertamos todos los días no es también un sueño de otro tipo? ¿Una historia con guion en la mente de alguien? O más interesante, de nadie en especial. A fin de cuentas, los mejores actores son los que han olvidado que tienen un papel por interpretar.

La ciudad, de Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004), se parece mucho a esos estados mentales que en automático lo llevan a uno de un sitio a otro y hacen una curiosidad de las tareas más familiares. Algo tan básico como salir a comprar víveres en un almacén toma los matices de una pintura absurda para luego cubrirse de inquietud. Su narrador, un don nadie de poca ambición y falto de nombre, abandona la casa recién adquirida, una ruina de casa, para hacer las compras que le ayudarán a pasar la noche en aquel lugar lleno de goteras. Pero el mundo es opaco y la oscuridad se ha cerrado alrededor, la lluvia se desploma sobre las calles donde nadie vive y sólo un camionero, que aparece de entre la nada, le ofrece sin mucho ánimo a darle un aventón rumbo a ninguna parte.

A diferencia de un sueño cualquiera, el narrador va de una escena a otra siguiendo una lógica con algo de claridad, pero no por eso con sentido. Luego de un trayecto lleno de absurdos, la mala, malísima, excusa a una ciudad se le presenta en el desierto al narrador, y con ella vienen una serie de martirios que, a riesgo de trivializar la novela, recuerdan a Kafka. Y no debido a que Kafka carezca de peso en el universo en el que Levrero ha condenado a su protagonista, sino porque las comparaciones siempre son groseras y flojas. Pero es complicado hablar de lo que ahí ocurre, la calidad de imágenes, la sencillez de diálogos, sin referirse a sensibilidades parecidas. Concluyendo el pecado, se pueden encontrar también parecidos a Roland Topor, incluso Thomas Ligotti y David Lynch. Los últimos más recientes en el tiempo, pues La ciudad fue publicada hace ya casi cincuenta años.

Mapa de distribución | WikiMedia Commons

Poco se sabe de lo que ocurre aquí. Una mujer, Ana, un oficinista multitareas, Giménez, un cuerpo de bienes y servicios que lo gobierna todo, la Empresa. El anonimato de la gente con la que uno se topa todos los días en la calle, con sus nombres comunes y corrientes, el corporativismo que poco a poco engulle los días y las semanas, todo se destila en un núcleo de unos cuantos edificios dónde ocurren las pasiones y los aburrimientos conocidos por todos: juegos para matar el rato, peleas, infidelidades, secretillos de almohada y los sinsentidos que dan emoción a vidas por lo demás carentes de gracia. Y, aún así, la manera tan impávida en la que el narrador va de una situación a otra, banales en apariencia, pero bajo la sombra de lo perturbador, es muy contraria a la forma en la que cualquier otro actuaría. Incluso la información de los libros y los relojes no tiene significado, por lo que causa una sorpresa mayor descubrir, casi al final de la historia, mención a un lugar muy específico y real que existe en algún lugar de esa geografía de cartón y misterio.

Debolsillo Ediciones

Varias han sido las encarnaciones de La ciudad. En historia relativamente reciente, fue editada de nuevo a finales de los años 90 por Plaza & Janés como parte de su colección Mundos imaginarios. A más de uno le vendrá el recuerdo de ese excelente muestrario de literatura fantástica, difícil de armar por completo hoy día, a menos que sea buscando cada título en la constelación, digital y callejera, de librerías de viejo. Una secuela, por así llamarla, también fue reeditada en la misma colección: El lugar, que junto con Paris termina de construir lo que Levrero dio a llamar su Trilogía involuntaria, una manera honesta de referirse a sus tres primeras novelas, que con ese título han sido reunidas por Debolsillo.

Dentro de los autores uruguayos, Levrero fue catalogado en el grupo de los raros, haciendo así compañía a otro igual de peculiar como él: Felisberto Hernández. Las razones son varias y difíciles de definir. Son de esas cosas que uno no sabe muy bien cómo explicarlas al momento, pero se vuelven obvias cuando se las topa de frente. Podría decirse que la sencillez de la prosa, los usos de la atmosfera y los desusos de las convenciones tienen algo qué ver en esto. Y puede ser así. ¿Quién sabe? Pero lo mejor es no reflexionar demasiado sobre asuntos de carpintería propios de los talleres literarios y dejar que el inconsciente detrás de toda creatividad haga su trabajo sin que se le increpe. De lo contrario perdería su magia y sería como despertar de un sueño, que rápidamente pierde su significado y termina bajo el polvo del olvido.

Antonio Tamez-Elizondo

J. Antonio Tamez-Elizondo (Monterrey, 1982) es arquitecto, Máster en Arquitectura Avanzada y Máster en Creación Literaria. Su libro de cuentos 'Historias naturales' ganó X Certamen Internacional de Literatura 'Sor Juana Inés de la Cruz', 2018.

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