¿Se convertirá Mario Vargas Llosa en un narrador clandestino?

El autor de 'Cartas a un joven novelista' utiliza las herramientas de la ficción para escribir sus tribunas periodísticas | Foto: Pexels

Lo tendría que haber hecho antes. Hasta ahora no había leído Cartas a un joven novelista, un excelente libro —breve y preciso— de Mario Vargas Llosa en el que, mediante la parodia del género epistolar, el Premio Nobel de Literatura explica los entresijos de la ficción, cómo los novelistas escogen sus temas (o cómo son escogidos por ellos), de qué manera se relacionan con su vocación, y cuáles son los artefactos narrativos que utilizan para dotar de verosimilitud historias que, aunque a veces nacen de la experiencia personal, acaban mutando siempre en fábula o imaginación.

Esa lectura luminosa, que seguro que ha servido y servirá como fuente de inspiración a muchos escritores, ya que contiene multitud de ejemplos clarificadores, ha coincidido con una tribuna periodística que el marqués ha publicado en El País, titulada La lengua oculta. En el texto aparentemente periodístico, el escritor celebra que los españoles llegaran a Hispanoamérica para reemplazar “las mil quinientas lenguas, dialectos y vocabularios” que allí hablaban “las tribus, pueblos e imperios”. Y es que, según afirma, esa homogenización del idioma, y por lo tanto de la vida, consiguió acabar con una lacra, la violencia de los nativos. “Como no se entendían, vivieron muchos siglos entregados al pasatiempo de entrematarse”, llega a escribir.

Todo ese disparate —como si la auténtica misión de los españoles que violaban mujeres y saqueaban pueblos fuera la de enseñar los recursos estilísticos que los indígenas parecían desconocer— lo escribe Jorge Mario Pedro Vargas Llosa para denunciar que en Cataluña el español ha pasado a ser, gracias a la nueva ley de Educación, “una lengua oculta o clandestina”.

No vamos a intentar aquí rebatir algunas de las afirmaciones más ridículas o impúdicas del marqués (“El mandarín y el hindi son demasiado complicados y locales para ser idiomas verdaderamente internacionales”, “La implantación del español nos trajo a los hispanoamericanos… la filosofía que permitió acabar con la esclavitud, que determinó la igualdad entre las razas y las clases”). Y no lo vamos a hacer porque, en realidad, son verdad.

Todo lo que dice Mario Vargas Llosa es verdad.

Es verdad si uno no olvida que está ante uno de los mejores escritores de ficción. Y es que el marqués, antes de ser marqués, ya había demostrado una impresionante habilidad en la utilización de los diversos tipos de narradores a los que un novelista puede acudir para hacer coherente y necesario lo inverosímil de su trama. En Cartas a un joven novelista, Vargas Llosa llama “punto de vista espacial” a la relación que existe en toda novela “entre el espacio que ocupa el narrador en relación con el espacio narrado” y, así, distingue al narrador-personaje (donde el narrador, en primera persona, narra desde dentro de la historia) del narrador-omnisciente (que, desde la tercera persona, ocupa un espacio independiente de aquello que está narrando), y del narrador-ambiguo (escondido en un tú que no sabemos con exactitud si pertenece al primer o al segundo caso).

Vargas Llosa, cuando escribe en los periódicos, es las tres cosas. Disfrazado tras su nombre, su voz y su retórica, se comporta, al mismo tiempo, como un narrador personaje, omnisciente, y ambiguo.

El articulista que interpreta es un personaje —y, por lo tanto, muy poco fiable— porque él mismo se convierte en encarnación y propaganda de unos intereses políticos muy determinados. Pero, como en las obras de teatro de Havel, el protagonista ya no usa sus propias palabras, simplemente repite una y otra vez eslóganes que alguien ha pensado por él. Eso lo hace, además de manipulador, insufriblemente previsible. Pero también adopta, como el maestro del transformismo que es, un narrador omnisciente que supuestamente todo lo ve y todo lo sabe. Como dice en su ensayo, lo importante entonces es “pontificar sobre filosofía, historia, moral y religión”. Por último, encuentra la manera de servirse del narrador ambiguo para ejecutar, a la vez, las dos funciones que este tipo de narrador puede desarrollar: dar órdenes (nos dice a los catalanes qué debemos hacer con el catalán) y desdoblar su conciencia (“se habla a sí mismo mediante el subterfugio del tú… transformándose en un narrador-personaje algo esquizofrénico”).

Parece, pues, que Vargas Llosa nos habla primero desde un lugar aparentemente aséptico (como si él se lo mirara todo desde la barrera, como un historiador riguroso), para después lanzarnos las monsergas más inimaginables (si no hubiera sido por los españoles… hoy en día habría racismo en América Latina) para, finalmente, reclamar su protagonismo como el hombre de acción que siempre ha sido (“Firmemos los manifiestos que haga falta y salgamos a las calles cuantas veces sea necesario”).

Uno de los capítulos más interesantes de Cartas a un joven novelista es el que el autor dedica a “El dato escondido”. Siguiendo la estela de Hemingway, y su teoría del iceberg, Vargas Llosa nos dice que se puede “narrar callando”, ocultando información al lector, sea a través de la elipsis (supresión de algún acontecimiento que el lector tendrá que completar con su imaginación) o sea a través del hipérbaton (una alteración cronológica de un acontecimiento que el lector conocerá sólo después de que ocurra).

Vargas Llosa prefiere la elipsis. Utiliza en su tribuna periodística el “dato escondido” como el magnífico novelista que es. Narra callando cuando afirma que el castellano, en Cataluña, es “una lengua disminuida, silenciada, preterida ante lenguas locales que son habladas por minorías” porque está dejando de explicar que la industria editorial en castellano más importante del mundo tiene su epicentro en Barcelona. Narra callando cuando está dejando de explicar, también, que los alumnos catalanes tienen el mismo nivel de castellano —y en algunos casos, superior— que los alumnos del resto de España (aquí, incluso, la ocultación del dato le obliga a ocultar lo que su propio diario ya ha publicado), o narra callando cuando está dejando de explicar que lo que busca recuperar la nueva ley de Educación, simplemente, es lo que ya existía antes del sabio José Ignacio Wert, y su interés, literal, por “españolizar a los niños catalanes”.

Incluso Mario Vargas Llosa oculta, en su estrategia narratológica, que José María Aznar era un peligroso separatista cuando la inmersión lingüística funcionaba en Cataluña durante sus mandatos. Eso es lo que la nueva ley quiere restablecer, no otra cosa.

Claro que se puede hacer una crítica a la política lingüística en Cataluña. Se podría empezar reclamando un nuevo nombre para lo que conocemos como “lengua propia” —como si el castellano fuera “impropio” para muchos de los catalanes—, y se podría, por qué no, pedir más espacio para el castellano en la televisión y radios públicas. Pero entonces nos deberíamos escandalizar, a la vez, por la prohibición del uso del catalán, el gallego o el euskera en el Congreso de los Diputados, y la escasa atención, por poner sólo un ejemplo, que sus literaturas ocupan en los medios de comunicación estatales que pagamos entre todos.

Eso implicaría una mínima honestidad por parte de alguien que, sirviéndose del periodismo como coartada, ha confundido —deliberadamente— la ficción con la mentira, y el narrador con el autor. El mismo Mario Vargas Llosa, en ese espléndido ensayo que es Cartas a un joven novelista, nos lo advierte: “Muchos escribidores de historias, si tomaran conciencia de la entraña sediciosa de su vocación fantaseadora, se sentirían sorprendidos y asustados”.

“La ficción es una mentira que encubre una profunda verdad”, dice Vargas Llosa. Es exactamente así. No dejemos de leerle. Para saber qué profunda verdad hay tras sus discursos aparentemente comprometidos con la cultura española. No dejemos de ser conscientes de quién nos está narrando la historia, y desde dónde la narra. Es la primera clave para discernir la literatura lúcida de la más mediocre de todas.

Albert Lladó

Albert Lladó (Barcelona, 1980) es editor de Revista de Letras y escribe en La Vanguardia. Es autor, entre otros títulos, de 'Malpaís' y 'La travesía de las anguilas' (Galaxia Gutenberg, 2022 y 2020) y 'La mirada lúcida' (Anagrama, 2019).

4 Comentarios

  1. Albert, y para muestra un botón, hay que ver lo bien que dominas la lengua castellana para ser catalán! jajaja

    Gran artículo 😉

  2. Un article molt interessant per a qui es vulgui dedicar a escriure Albert, gràcies i endavant amb el nou format!!! Salut i lletres!

  3. Aquest article és una mostra que el seu autor és molt «veraç objectiu i independent,» no un «inquisidor» com altres.

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