Ricardo MartÃnez Llorca escribe como una forma de fidelidad: fidelidad a una actividad, la del escritor, naturalmente, que nos ofrece cada poco, en un goteo permanente de opúsculos magros, rara vez por encima de las doscientas páginas y en ocasiones, como la presente, con menos de un centenar, una muestra de ese trabajo constante de quien cree en lo que hace, a pesar de maldecirlo con fundamento. Pero también fidelidad a sà mismo, lealtad a su experiencia personal y al sentido de esa experiencia. Por eso sus textos, desde el primero de todos ellos, Tan alto el silencio, al amparo de sus tÃtulos, dan vueltas siempre alrededor de los mismos paisajes: los hermanos y sus relaciones, la montaña y sus aventuras, los grandes temas existenciales (la cobardÃa y la culpa y sus contrarios, el valor y la inocencia), los verdaderos temas de la actualidad, esos asuntos de los que hay por fuerza que hablar (las vidas que salieron fallidas y concluyeron en desahucios, las que se refugiaron en las drogas, la existencia de los cabezas rapadas como excrecencia del sistema, el tráfico de órganos como monstruosa realidad en la que se citan las vidas fallidas y las excrecencias del sistema). Girando sobre esos temas, orbitándolos como rapaces, sus textos han terminado por apropiarse de ellos. Quienes crean que la escritura esta hecha, como los colores, para entretener la vida variando, lo encontrará sin duda obstinado. Quien crea, al contrario, que la literatura no es un mero matarratos, sino una responsabilidad vital del escritor y un momento de iluminación para el lector, no podrá evitar la sensación de encontrarse ante uno de los pocos y buenos.
En Después de la nieve, el lector que conozca su obra volverá a sentirse atrapado por las mismas armas que el autor nunca deja de emplear para enhebrar sus historias. Es un libro dedicado a sus hermanos en el que las conflictivas relaciones entre otro juego de hermanos marca el campo de acción. Su anterior entrega novelÃstica, Hijos de CaÃn, constituÃa una estupenda sucesión de entrevistas ficticias a super-héroes derrotados, quitados de enmedio de un plumazo, aplastados como una mosca por la vida. Esas entrevistas y sus contenidos resultaban tan reales que, si el libro no llevase en la portada el rótulo de novela, podrÃan llegar a engañarnos. Quien leyera aquel relato de ficción periodÃstica se dará cuenta de que el proceso de investigaciones aisladas ha cuajado en trama aquÃ. Gracias a la presencia de avalistas de lo real como los hermanos Pou, la guerra de Siria o las secuelas del ladrillo, y de la mano de un narrador que se llama inevitablemente Ricardo, volvemos a conocer a un personaje singular, Carlos MarÃn, una personalidad de la práctica montañera conocida como solo integral -la escalada cara a cara con la montaña, en solitario y sin ayuda de otros medios que los dedos, las uñas y unos mocasines que se llaman pies de gato. Si algo hubiera que destacar de él es su integridad y su bondad: como tantos otros de los personajes llorquianos (y perdón por el adjetivo), Carlos detesta el consumo, la productividad y la fama. CorroÃdo por la solidaridad y la fraternidad, su empeño irresistible es ayudar a otros. Y padece, por asà decirlo, las represalias del sistema, empeñado en combatir el mal ejemplo de esa pureza y desleÃr su integridad. Ricardo lo encuentra cuando es él, Carlos, quien necesita con urgencia la ayuda de sus hermanos.
Para abrirse camino por la narración, el lector volverá también a gozar de la misma poética en que los perÃodos se quiebran, atomizando las ideas y sacando de cada una de ellas voluptuosos relieves. Cada vez que Ricardo MartÃnez Llorca abre una comparación con el adverbio como al lector se le abren las pupilas a la espera de la sorpresa, la belleza y la fuerza. Para los amantes de la calderilla, siento decepcionarles: no hay ni una sola palabra barata.