Maylis de Kerangal | Foto: Wikipedia, G.Garitan

La transformación

Maylis de Kerangal propone en 'Un mundo al alcance de la mano' una novela de iniciación en torno al arte y a la necesidad de contar historias

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Maylis de Kerangal | Foto: Wikipedia, G.Garitan

La novela de aprendizaje es un tipo de narración que retrata la transición de la adolescencia a la maduración personal, en la edad adulta, cómo evoluciona y se desarrolla psicológica y socialmente un personaje. Surge dentro de la corriente del Romanticismo alemán con Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Wolfgang Goethe. De ahí que a veces se use como denominación el término germano de origen, Bildungsroman, acuñado en 1819 por el filólogo Johann Carl Simon Morgenstern, que significa literalmente novela de formación o novela de educación. Y alemanes han sido algunos de los títulos más representativos de entre los que han seguido el modelo goethiano: Anton Reiser de Karl Philip Moritz o Carta breve para un largo adiós de Peter Handke, si bien rasgos genéricos pueden encontrarse desde el Lazarillo de Tormes a El guardián entre el centeno de Salinger.

Anagrama

En este subgénero épico, de manera lateral, creo que puede encuadrarse Un mundo al alcance de la mano, de la talentosa narradora francesa, nacida en 1967 en Toulon, Maylis de Kerangal, cuarta novela que publica en nuestro idioma la editorial Anagrama, obra de madurez, que fue editada en el país vecino hace apenas dos años y nada tiene que ver con Nacimiento de un puente, de trama coral, polifónica, situada en un eje espacial inventado, ni con su anterior entrega, Lampedusa, sucinto torrente monologado de parágrafos de comienzo anafórico –“en este punto de la noche”– y aire lírico en torno al mítico lugar del título. Nos remite más bien, aunque sin relación argumental alguna, a Reparar a los vivos, en cuanto al asunto de índole sentimental centrado en un personaje y a las maneras estilísticas: recuerdo ahora, al principio, la portentosa descripción del surfeo en aguas heladoras.

La proliferación de cachivaches electrónicos y el espejo narcisista de internet no han hecho sino prolongar nuestra adolescencia –esa “edad inexistente en las culturas sanas convertida en permanente por las enfermas”, según atinada definición del filósofo Rafael Argullol en su impagable Breviario de la aurora–, por lo que actualmente el periodo de formación de una persona, como sucede en Un mundo al alcance de la mano, no comienza sino hasta entrada la veintena. El carácter iniciático de la historia afecta tanto a la vertiente personal como a la artística de la protagonista: por un lado se relaciona con los vaivenes y consolidación de una amistad, unida a los escarceos sentimentales propios del primer amor, que no sabemos si terminará en la entrega amorosa plena, pues por medio se cruzan amores fugaces y el arrebato sexual con un colega de trabajo en los estudios de Cinecittà, estucador, “posesivo y distante”; por la parte estética, con el taller donde recibe clases, la cantera que guarda las huellas de la historia del planeta y la humanidad, “la fabbrica dei sogni” romana y la cueva de Lascaux, la “Capilla Sixtina del periodo perigordiano” convertidos en lugares de iniciación, comprende la transformación, la metamorfosis de una vocación en un oficio.

La obertura es un flash fílmico en toda regla, da la sensación de que el narrador está grabando, steadycam al hombro, una secuencia en tiempo presente, según transcurre: “Paula Karst aparece en la escalera, esta noche sale…”. Se muestra pues, de entrada, recién llegada de Moscú, a la protagonista, preparada, exultante, casi espídica –“la respiración más acelerada”–, a punto de internarse, sensual –“botas con tacones de siete centímetros” – en el ambiente nocturno parisino, al haber quedado con dos viejos amigos y compañeros, con un movimiento acompasado de caderas –“traqueteo de caja de percusión”–, melena al viento y acariciándole a ritmo los hombros, maquillaje denso igual que el carmín de los labios, largo abrigo negro, smoky eyes, camisa cuidadosamente desabrochada, lo justo, pese a ser enero y soplar un cierzo helador. No se puede presentar al personaje principal sobre el que va a girar la acción de una manera más visual, precisa y airosa.

En realidad, toda la novela tiene un inconfundible aire cinematográfico. Las escenas parecen montadas en diversos planos que van confluyendo. Abundan incluso las expresiones de técnica propia del cine: “la mirada en contrapicado”. Y durante los tres meses que Paula trabaja en la mentada Cinecittà, para los decorados de la película de Nanni Moretti, Habemus Papam, por desgracia convertida en un enclave industrial –una maquilladora veterana le indica que “esto ya no es cine sino marketing de eventos”– se emociona muchísimo y al mismo tiempo, a su través, se demuestra el amor por el séptimo arte y los conocimientos fílmicos de la novelista.

Seguimos de esta manera la evolución personal de una chica “normal, protegida, rutinaria y por decirlo todo bastante apática”, que ha abandonado Derecho, incapaz, y al no aprobar el ingreso en una carrera artística, se va de casa a estudiar en Bruselas, pintura de decorado, entusiasta: “aprenderé las técnicas del trampantojo, el arte de la ilusión”. Su padre, decepcionado, le espeta: “creía que ibas a ser pintora” a lo que ella contesta que “quiere pintar, nada más”. Y cuando su enérgica compañera Kate protesta por su hartazgo “de copiar, de imitar, de reproducir”, y se pregunta de qué sirve, le responde, animosa, “para imaginar”. Da la impresión de que intenta empezar por lo artesanal para alcanzar lo puramente artístico y el lector se ve emplazado a seguirla a fin de averiguar si lo conseguirá o fracasará en el intento, si logrará, dentro del nómada “pueblo de los falsificadores”, todoterreno y polivalente, de “los mangantes de realidad, los traficantes de ficción” para los que “la precariedad se ha convertido en la condición de su existencia y la inestabilidad en su modo de vida”, esa otra iniciación, la que debe conducir a sentirse artista o al menos a fusionarse con una noción sublime del arte.

El estilo, brillante, fino, tallado con precisión de orfebre, punteado por símiles deslumbrantes y enumeraciones de orden poético, de una modernidad radical y al tiempo con un fondo de realismo decimonónico, es tornadizo, descoloca un poco, tan pronto parece una acotación un tanto refitolera de cuando Valle-Inclán se pone estupendo en los esperpentos (“Café abarrotado de gente. Clamor de feria y penumbra de iglesia…”) como rasea la expresión en el pasaje en el que los padres acuden a la ceremonia de graduación de su hija o en las descripciones pormenorizadas, minuciosas, de materiales y útiles pictóricos o de una extraña cantera abandonada. Lo mismo cabría señalar para los cambios frecuentes del presente al habitual pretérito perfecto simple como tiempo narrativo, de tal manera que parece que el narrador observase a los personajes casi como un mirón.

De Kerangal, a quien Bernard Pivot incluyó entre los grandes escritores de principios de este siglo, renuncia por completo a transcribir directamente, al modo común, los diálogos, en beneficio de una especie de panorámica total de los personajes que conversan, porque el narrador nos ofrece al unísono lo que dicen y lo que piensan para presentárnoslos de una pieza, con unos pocos trazos. El lenguaje nos permite así, como debiera ser, el conjunto de la expresión y del pensamiento, aspecto que determina su característica prosa que calificaré de envolvente a falta de mejor adjetivo. Como soberbio, inventivo y tenso como un cable han tildado los críticos su lenguaje; de alta, ardiente, palpitante o delicada su escritura, para Raphaëlle Rérolle “trepidante, singular”.

Al acabar la lectura nos identificamos con Paula cuando, tras su entrevista inicial en el despacho de la intransigente directora de la Escuela de Pintura, pisa la calle y el “cielo pálido de setiembre” la deslumbra y se “trastabilla como cada vez que sale de un cine y vuelve a la vida real”. La hemos acompañado, como hipnotizados, en su iniciación vital y estética pero sabemos que lo que aguarda afuera es “mucho y feo”, al decir de Quevedo sobre lo cotidiano. Conservamos, no obstante, para siempre, esa emoción, ese cosquilleo, del momento, los años, en que el mundo, como dice el título, que alude también al ámbito accesible de lo artesanal, lo meramente técnico, y al en teoría, por contraste, inalcanzable para ella del arte, nos parecía al alcance de la mano, ahí, dispuesto a que nos lo comiéramos entero. Cada lector ha encontrado su respuesta a las posibilidades de interpretación que abría la cita inicial de Kōan y que se reiteraban luego respecto a las pinturas magdalenienses de la cueva clausurada de Lascaux:

“¿Hace el viento ruido en los árboles/cuando no hay nadie para oírlo?”.

Fermín Herrero

Fermín Herrero (1963, Soria). Autor de 'La gratitud' (Premio de las Letras y la Crítica de Castilla y León 2014 y Premio ‘Gil de Biedma’). Ha publicado los poemarios: 'El tiempo de los usureros', 'Un lugar habitable', 'Tierras altas', 'Echarse al monte', 'Tempero' y 'Sin ir más lejos'. Actualmente colabora en el suplemento de cultura de 'El Norte de Castilla'.

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